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La Operación "Vicario"

Paul Rassinier

(1966)


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CAPITULO III

EL MECANISMO POLITICO DE LA OPERACION


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I. El Tratado de Versalles, responsable

El Vicario
no es más que una operación política. Para convencerse de ello, basta situar de nuevo los alegatos de M. Rolf Hochhuth, de sus administradores y de sus partidarios, en su contexto histórico, lo cual lleva implícita, al menos hasta la ascensión de Hitler al poder en Alemania y el papel que en ella desempeñó el factor religioso, una breve marcha atrás.

Oprimida por las cláusulas económicas -- y financieras del Tratado de Versalles, el cual, después de haber desmantelado su economía colocándola en la imposibilidad de producir cualquier producto susceptible de ser intercambiado, la privaba además de sus clientes exterlores para el día en que consiguiera recuperarse (colonias, Europa danubiana) y sometía a unas condiciones draconianas todos los tratados de comercio que pudiera establecer con todas las demás naciones, Alemania, amputada en
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102.000 kilómetros cuadrados, sufrió, en 1923, una quiebra anterior a la crisis mundial de 1929 (hundimiento de Wall Street), a la cual, por el hecho mismo del Tratado de Versalles, debía ser más sensible que cualquier otra nación, y que en 19321 corría el peligro de convertirse en definitiva.

Aquel año 1932 fue, para Alemania, un año terrible: el 31 de julio, las estadísticas oficiales señalaban 5.392.245 parados, es decir, del 12 al 15% de su población activa, cuando, tal como nos recuerda el actual ejemplo de los Estados Unidos al principio de cada invierno, el máximo soportable en las estructuras tradicionales de la economía mundial es el 5%. A comienzos del invierno de 1932-1933 se había sobrepasado la cifra de los 6 millones y no, se veía el final de aquella progresión. Creo que na es necesario subrayar la estabilidad política consiguiente a aquella inestabilidad económica: desde la primavera de 1932 no había ya mayoría parlamentaria, y las dos elecciones legislativas a las cuales se procedió, después de haber disuelto dos veces el Parlamento, con tres meses, de intervalo, con la esperanza de encontrar una mayoría, no sólo resultaron inútiles, sino que incluso empeoraron la situación política.

Hoy día hay quien sostiene -- y entre ellos los comunistas y socialistas, que reniegan así de sus predecesores de 1919 -- que Alemania podía adaptarse fácilmente a las cláusulas económicas y financieras del Tratado de Versalles, que no quiso adaptarse a ellas, y que creó deliberadamente aquella situación para demostrar que no podía hacerlo. El autor de este estudio ha demostrado hasta la saciedad que, por famosos y autorizados que pudieran ser
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los que mantienen esa tesis, en este caso dan pruebas de una supina ignorancia; por tanto, se limitará a remitir a socialistas y comunistas de hoy a sus predecesores de 1919, cuyo razonamiento en la materia era impecable y continúa siéndolo.

Lo cierto es que, en un clima de malestar social llegado a su paroxismo y cuya clave estaba en manos del partido nacional-socialista, el canciller del Reich, von Schleicher, que había sucedido a von Papen, el cual, a su vez, había sucedido a Brunning -- ¡todo ello en el espacio de ocho meses con dos elecciones legislativas de por medio! --, al encontrarse sin mayoría de gobierno en el Reichstag presentó la dimisión, el 28 de enero de 1933. Dos días después, el 30 de enero, el anciano mariscal Hindenburg, que presidía los destinos del Estado, nombró como sucesor de Schleicher a Adolfo Hitler.

No es que lo hiciera de buena gana: hasta entonces sólo había hablado de Hitler con desprecio, refiriéndose a él como a «ese cabo de Bohemia». Pero, las circunstancias mandaban. Al decir que no había mayoría de gobierno nos referimos, desde luego, a una mayoría de centro, excluyen do a nacionalsocialistas y comunistas, ya que los votos sumados de esos dos extremismos la obtenía numéricamente en todas las consultas electorales. Pero, aritméticamente, dos bloques contaban con la mayoría necesaria, cada uno de ellos apoyado en un ala: uno de izquierda, que hubiera englobado a comunistas socialdemócratas y centro católico, a los cuales se habrían unido los escasos supervivientes del partido demócrata; y otro de derecha, que hubiera aliado al centro católico con los nacional socialistas. Los comunistas, que votaban sistemáti-
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camente contra todos los gobiernos, sin hacer distinciones entre ellos -- procedimiento que, entre paréntesis, había empujado a todas las mayorías parlamentarias hacia la derecha desde 1919 --, hacían imposible el primero de aquellos bloques, y ésa fue la causa que decidió al centro católico, cuando se convenció de que no existía ninguna posibilidad de obtener el apoyo de los comunistas contra Hitler en el Parlamento, a buscar un arreglo con Hitler. El artífice de aquel arreglo fue Monseñor Kaas, jefe del centro católico. El episcopado alemán, en peso, se mostró hostil. Pero, después de las elecciones del 6 de noviembre de 1932, y a la vista de unos resultados que no habían cambiado apenas nada en lo que respecta a las fuerzas entre los grupos parlamentarios, Monseñor Kaas pronunció un discurso cuyo tema, en substancia, era que había que poner fin al malestar social, que sólo había un medio de conseguirlo, que presentarse ante el cuerpo electoral cada tres o cuatro meses no hacía más que mantener la agitación en el país, sin modificar para nada la situación parlamentaria, y que, dado que no existía ninguna posibilidad de establecer un compromiso con los comunistas, sólo quedaba un camino: tratar de establecerlo con Hitler. Y se dedicó a aquella tarea. Hitler, convencido de que una vez nombrado canciller del Reich nada podría impedirle obtener constitucionalmente los plenos poderes, se mostró favorable al acuerdo, a condición de que el cargo de canciller fuese para él.

El gobierno que el nuevo canciller constituyó el 30 de enero de 1933 sólo incluía, aparte del propio Hitler, a dos nacional-socialistas: Frick, ministro del Interior, y Goering, ministro de Estado. Los otros cargos, en número
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ocho, fueron atribuidos a miembros del partido nacional alemán y de otros pequeños grupos políticos de derecha (von Papen fue nombrado vicecanciller). Y aquella composición apareció como la prueba de que Hitler tenía la intención de gobernar constitucionalmente.

El verdadero gobierno nacional-socialista sólo fue constituido después de las elecciones que tuvieron lugar el 5 de marzo de 1933, ya que, en la primera reunión del Gabinete que había formado el 30 de enero, Hitler obtuvo de él la decisión de disolver una vez más el Reichstag, lo cual fue su primer acto de gobierno.

Aquellas elecciones del 5 de marzo de 1933 adquirieron un giro especial y merecen que nos detengamos un instante en ellas. En primer lugar, se desarrollaron bajo el control del partido nacional-socialista en el poder, lo cual es un argumento de peso. En segundo lugar, Monseñor Kaas, jefe del centro católico, estaba convencido de que Hitler gobernaría constitucionalmente; el propio Hitler se lo había prometido personalmente, y, en un gran discurso electoral que pronunció en Colonia el 2 de marzo, bajo la presidencia del que debía convertirse en canciller Adenauer, en aquella época alcalde de Colonia, Monseñor Kaas expuso detalladamente sus puntos de vista -- con los que Adenauer estaba de acuerdo --, afirmando que, para salvar a Alemania, no había más solución que aquélla, ya que los comunistas... Finalmente, el vicecanciller von Papen fonnaba equipo con Hitler ante el cuerpo electoral. Resultado: Hitler obtuvo 17.265.800 votos, es decir, el 43,7%, y 288 diputados, y von Papen, 52 diputados, con el 8% de los votos. El nuevo Reichstag estaba formado por 648 diputados: una mayoría aplastante. A partir de
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entonces, el camino quedaba expedito ante HitIer: los plenos poderes le fueron rápidamente concedidos en forma constitucional, y supo utilizarlos para unir como una piña al pueblo alemán, el cual, por una mayoría muy próxima a la unanimidad, le ratificó su confianza varias veces.

Se ha dicho que todo el arte de Hitler consistió en convencer al pueblo alemán de que el Tratado de Versalles era la causa de todos sus males. Pero, en lo que toca a ese punto, todos los partidos alemanes, de la extrema izquierda a la extrema derecha, usaban el mismo lenguaje. Entonces, ¿por qué Hitler y no los social-demócratas, el centro católico o los comunistas? La respuesta es sencilla: Hitler fue lo bastanthábil como para hacer admitir al pueblo alemán que la hostilidad de los social-demócratas y del centro católico al Tratado de Versalles era una actitud de cara a la galería, ya que los primeros lo habían firmado y, asociados en el poder durante más de una docena de años, los dos grupos no habían realizado, al parecer, grandes esfuerzos para obtener su revisión, de acuerdo con el artículo 19 del Pacto de la Sociedad de Naciones, que la preveía. Hitler añadía que, si aquella hostilidad no era real, se debía al hecho de que los dos partidos estaban mediatizados por el judaísmo, al cualidentificaba con el gran capitalismo internacional, único beneficiario de aquel Tratado. En cuanto a los comunistas, no eran más que los agentes de una empresa inspirada también por los judíos -- ¿acaso Marx no era judío? --, que sólo aspiraba a ejercer una influencia más absoluta aún sobre Alemania, por medio de una agitación social cuyo objetivo no era otro que el de desorga-
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nizar su vida económica y política. Una Alemania víctima de los judeo-marxistas, cuya capital era Moscú. Representado a través de Stalin, para Hitler fue un juego de niños presentar al bolchevismo como un verdadiro espantajo: un espantajo con afiladas garras que devoraría irremediablemente a Alemania, si ésta no conseguía levantar todas las hipotecas que el Tratado de Versalles hacía pesar sobre ella.

Expuesto en un tono de voz a la vez firme y decidido, con un lenguaje claro, esmaltado de fónnulas impresionantes y que «alcanzaba a menudo las cumbres de la elocuencia», tal como reconoce el propio William L. Shirer (1), todo aquello convenció al pueblo alemán de que Hitler era el único hombre capaz de sacarli del callejón en que le mantenía el Tratado de Versalles. De todos modos, en doce años, los otros no le habían sacado de él. ¿Sobre el fondo del asunto? Es evidente que, al igual que todas las doctrinas forjadas en el fuego de la acción -- y el bolchevismo no escapa a esta regla -- el nacional-socialismo era una doctrina inhumana. Sin embargo, algún día habrá que reconocer que, al menos en un puato, es indiszutible que tenía razón: en lo que respecta al Tratado de Versalles, causa indudable de todos los rrales que sufría el pueblo alemán. Y como ese punto era al tema central de toda la propaganda política de Hitler, le prestó toda su fuerza. Hasta el extremo de que, desde 1924 (elecciones legislativas del 7 de diciembre) a 1932 (elecciones legislativas del 6 de noviembre), el partido nacional-socia-
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lista pasó del 3% al 33,1% de los votos (en las del 31 de julio de 1932 llegó a obtener el 37,3%).

En materia de propaganda, ya he dicho en otra parte (2) cómo la finanza internacional y no únicamente alem ana eligió, especialmente a partir de 1928, el subvencionar a Hitler y aportar a sus argumentos económicos y políticos la ayuda de sus argumentos contantes y sonantes, con preferencia a todos los partidos alemanes que abogaban por la revisión del Tratado de Versalles a través de caminos y medios más moderados.

No insistiré en el tema: con ese telón de fondo, de ló que aquí se trata es del papel del factor religioso en la ascensión de Hitler al poder.


II. Los móviles de los protestantes

En mi opinión, nada puede poner mejor en evidencia el papel de aquel factor que una ojeada a las cuatro últimas elecciones que acabaron con la República de Weimar: la del presidente del Reich, los día 14 de marzo y 10 de abril de 1932, y las tres elecciones legislativas que tuvieron lugar después de tres disoluciones del Reichstag, los días 31 de julio y 6 de noviembre de 1932, y el 5 de marzo de 1933.

La experiencia ha acabado por hacenne prudente, de modo que empezaré citando algunos textos de un hombre
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que, al igual que la mayoría de las celebridades del antinazismo actual, por no haber luchado nunca contra Hitler y haberse limitado a señaIar los puntos entre él y nosotros, tiene sobre mí la ventaja de no resultar sospechoso: M. William L. Shirer, al cual he recurrido ya dos o tres veces. Como periodista americano, M. William L. Shirer ha seguido paso a paso al nacional-socialismo desde sus orígenes hasta su caída. Y además es protestante, y a títuIo de tal su opinión es digna de interés: únicamente a título de tal, porque en el terreno de la historia... Bien, he aquí lo que dice, por haberla observado de cerca, de la elección presidencial de los días 14 de marzo,y 10 de abril de 1932:

«Todas las normas tradicionales de clases y de partidos quedaron subvertidas en el ardor de la batalla electoral. Hindenburg, protestante, prusiano, conservador y monárquico, tuvo el apoyo de los socialistas, de los sindicatos, de los católicos del partido del Centro de Brunning y de los restos de los partidos burgueses, liberales y democráticos. Hitler, católico, austríaco, ex vagabundo, nacional--socialista, jefe de las masas de la pequefia burguesía, se aprovechó, además del de sus partidarios, del apoyo de los grandes burgueses del Norte (3), de los Junkers terratenientes y conserva¿ores y de un gran número de monárquicos, incluido, en el último momento, el propio ex Kronprinz» (4).

Y más adelante:

«A excepción de los católicos, la clase media y la alta
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burguesía habían votado evidentemente en nazi» (5). Hemos leído bien: «A excepción de los católicos... »

Más adelante aún, pero esta vez a propósito de las elecciones para el Reichstag:

«Durante aquellas elecciones para el Reichstag (se trata de las tres), no podía dejar de observarse que el clero protestante -- Niemöller era un ejemplo que sobrepasaba la medida - apoyaba abiertamente a los nacionalistas e incluso a los enemigos nazis de la República. Al igual que Niemóller, la mayoría de los protestantes saludaron con júbilo el advenimiento de Hitler a la Cancillería en 1933» (6).

En aquella época, todos los corresponsales de todos los periódicos del mundo difundieron la misma información, a menudo en términos mucho más concretos, por todas las capitales. Este hecho ha sido'recordado con frecuencia -- por una prensa que no cuenta con demasiados lectores, es cierto --, sin que nunca haya sido objeto de ningún mentís. Los interesados y sus amigos se han hecho el sordo, sencillamente: el manto de Noé. Por lo tanto, puede darse por establecido: el clero protestante alemán estuvo al lado de Hifler en sus campañas electorales.

¿Cuál fue la actitud del clero católico? Antes de cada una de aquellas elecciones la Conferencia del episcopado católico se reunió en Fulda para una toma de posición política, y cada vez terminó con una declaración colectiva hecha pública que condenaba al nacional--socialismo, en
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términos virulentos, como a «un retorno al paganismo», y a sus miembros como a «renegados de la Iglesia a los cuales hay que negar los sacramentos», recomendaba no votar por sus candidatos y prohibía «a los católicos ser miembros de sus organizaciones juveniles o de otra clase». En abril de 1932, en la segunda vuelta de la elección presidencial, los obispos católicos alemanes recomendaron incluso votar por el protestante Hindenburg, en tanto que, como se ha visto, el clero protestante hacía votar por Hitler...

No entraremos en el detalle de los textos que atestiguan aquella toma de posición. Bastará citar un hecho que los resume todos, y que tuvo una gran resonancia en la prensa no-católica: hasta el último momento, en las horas cruciales de marzo de 1933, incluso después de la victoria del nacional-socialismo en las elecciones legislativas del 5 de aquel mes, a propósito de las cuales la Conferencia de Fulda del 22 de febrero había recomendado votar, como en las anteriores, contra sus candidatos, el episcopado católico le fue siempre violentamente hostil.

La sesión de apertura del nuevo Reichstag elegido el 5 de marzo tuvo lugar el 21 del mismo mes. En Postdam, de acuerdo con el ritual y, también de acuerdo'con el ritual, fue precedida por dos ceremonias religiosas, una en la iglesia de San Nicolás, para los protestantes, otra en la iglesia de San Pedro, para los católicos. En la primera, la misa fue oficiada por el obispo protestante de Berlín, el Dr. Dibelius, quien pronunció un sermón con el cual acogía la victoria de Hitler sobre el significativo tema de sus disposiciones de ánimo: «Si Dios está con
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nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». En la segunda, el obispo católico de Berlín, Monseñor Christian Sclireiber, que debía oficiar la misa, se declaró enfermo -- una enfermedad diplomática, comentó la prensa nacional-socialista --, y a fin de evitar un estallido delegó a uno de sus vicarios para que le reemplazara.

Contrariamente a la costumbre que exigía que el canciller del Reich asistiera a las dos ceremonias, y que exigía tanto más su presencia en la segunda, ya que era católico, Hitler no asistió a ella. Al día siguiente, 22 de marzo, la Koelnische Volkszeitung, subrayando el hecho, justificaba la ausencia de Hitler y de su ministro de Propaganda (Goebbels), diciendo que se debía a «una declaración de los obispos católicos de Alemania en la cual los jefes y los miembros del N.S.D.A.P. (partido nazi) eran calificados de renegados de la Iglesia a los cual es había que negar los sacramentos. (Declaración de la Conferencia de Fulda a que nos hemos referido anteriormente.)

«Durante la ceremonia, el canciller y el ministro de Propaganda, Dr. Goebbels, impresionados por la declaración, visitaron las tumbas de sus compañeros muertos y enterrados en el cementerio municipal de Berlin», añadía el periódico.

Lo que demuestra que aquella condena del nacionalsocialismo no fue obra del episcopado católico alemán actuando por su propia iniciativa, sin tener en cuenta la opinión del Vaticano (donde el Cardenal Pacelli, futuro Pío XII, era secretario de Estado), es el hecho de que la Iglesia católica reaccionó del mismo modo en todas partes. Ya es sabida la actitud de los católicos franceses. En
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Austria se leyó en todas las iglesias una carta pastoral de monseñor Johannes Sfoellner, obispo de Linz, con fecha del 23 de enero de 1933, carta que fue reproducida casi íntegramente por todos los periódicos austríacos y por todos los periódicos católicos alemanes. No vamos a reproducirla aquí: nos limitaremos a copiar el párrafo con que el Die schoenere Zukunft de Munich la presentaba a sus lectores el 7 de febrero de 1933:

«Como es sabido, los obispos católicos de Alemania se han pronunciado ya en diversas ocasiones contra el nacional-socialismo. Ahora, el Dr. Sfoellner -- el primero entre los obispos austríacos -- acaba de publicar una carta pastoral en la cual condena al nacional-socialismo como hostil a la Iglesia. Y, como en la católica Austria, los nacional-socialístas se hacen pasar, sea en sus reuniones, sea en su prensa, por verdaderos católicos, la actitud del obispo de Linz presta un servicio de suma importancia al desenmascarar su doble juego. Por ese motivo reproducimos a continuación el texto de su carta pastoral.»

En aquella condena del nacional-socialismo por toda la Iglesia, no se han puesto en duda los sentimientos de Pío XI, entonces Papa, sino únicamente los de su secretario de Estado, el Cardenal Pacelli, y únicamente después de la guerra. Eso sólo ha sido posible porque el Cardenal Pacelli se preocupó muy poco de hacerse publicidad a sí mismo y de poner de relieve su papel personal: como hombre bien educado, sabía que la personalidad a destacar era la de Pío XI. Afortunadamente, otros se han encargado de hacerlo por él. A raíz de un incidente que tuvo lugar en 1935 entre el Estado alemán y el episcopado (se trataba de un asunto detransferencia de divisas), unos
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emigrados alemanes católicos refugiados en Suiza y que publicaban en Lucerna Die deutschen Briefe, escribían en el número del 26 de agosto de aquella publicación:

« ...El Papa, el Cardenal Pacelli y una parte del episcopado alemán querían que la Conferencia de Fulda (que se había reunido del 19 al 23 para tomar posición acerca de aquel asunto) pusiera de nuevo en vigor la prohibición para los católicos de ser miembros del N.S.D.A.P. y de las. organizaciones juveniles o de otra clase del partido.»

Era la ruptura del Concordato firmado el año anterior entre el Tercer Reich y la Santa Sede. Fue evitada, no por una concesión del Papa, del Cardenal Pacelli o del epiicopado, sino por una concesión del Tercer Reich en el curso de una entrevista entre el Dr. Kerrl, ministro de los Cultos, y el Cardenal Bertram, presidente de la Conferencia, celebrada en Fulda el mismo 19 de agosto. El ministro prometió «llamar al orden a los extremistas anticristianos del partido» (7), y Hitler confirmó telegraficamente aquella promesa. A pesar de todo, la Conferencia publicó una carta colectiva de los obispos que fue leida en todas las Iglesias católicas de Alemaria el 1 de septiembre de 1935 y que, el 19 del mismo mes, publicó íntegramente el semanario parisiense Sept (¡de Francois Mauriac!) con el comentario: «Declaraciones claras concretas... se ha decidido unánimemente combatir neo-paganismo (al nacional-socialismo) y organizar una defensa activa contra él». De acuerdo con Pío XI y Cardenal Pacelli, los cuales, como se ha visto, habían intervenido. Todo eso demuestra que en aquella época no
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se le había ocurrido a nadie la idea de que el que había de convertirse en Pío XII no fuera profundamente hostil al nacional-socialismo. Los artículos del Populaire (socialista) y L'Humanité (comunista), que saludaron su elección y que se encontrarán en uno de los Apéndices de este libro, demuestran, por su parte, que en 1939 la situación no había cambiado. Finalmente, los otros extractos de prensa que se incluyen en otro Apéndice demuestran que la situación continuaba siendo la misma mucho después de haber terminado la guerra.

Para concluir con el papel desempeñado por el factor religioso en la ascensión de Hitler al poder, digamos que los protestantes alemanes, que reprochan una actitud «pro-nazi» en Pío XII, fueron un factor del éxito de Hitler, contra el cual se estrellaron la Iglesia católica, Pío XI, el Cardenal Pacelli y el episcopado alemán. Si se tiene en cuenta que, en la Alemania de 1932-1933, los protestantes representaban una proporción muy cercana a los dos tercios de la población, y los católicos únicamente una proporción muy cercana a un tercio, puede decirse que, de hecho, le reprochan a la Iglesia católica y al Cardenal Pacelli, secretario de Estado del Vaticano y posteriormente Pío XII, el no haber conseguido cambiar de signo una situación que ellos mismos habían creado.

Pero, veamos la continuación.


En aquella sesión de apertura solemne del nuevo Reichstag, el 21 de marzo de 1933, la declaración de política general de Hitler fue aprobada por 445 votos contra 94. Había 535 diputados presentes: el resto, hasta 648,
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especialmente el grupo comunista completo y una docena de socialdemócratas habían sido detenidos y colocados en la imposibilidad de tomar parte en la votación. Monseñor Kaas, portavoz del Centro Católico, había tomado la palabra para recomendar calurosamente la aprobación de la declaración, y su grupo parlamentario le siguió de un modo unánime. Pero Monseñor Kaas no representaba la opinión del episcopado católicc) alemán; se sabe que el 19 de febrero de 1933, unos días antes de que Monseñor Kaas pronunciara, el 2 de marzo siguiente y bajo la aprobadora presidencia del Dr. Konrad Adenauer, en aquella época alcalde de la ciudad, su discurso recomendando un entendimiento con Hitler, saliendo fiador de sus intenciones, la Conferencia de Fulda había renovado el anatema del Episcopado contra el nacional-socialismo. Por otra parte, el 2 de abril siguiente, Monseñor Kaas presentó, su dimisión del cargo de presidente del grupo parlamentario del Centro Católico y, el 9, con el pretexto de servir de intermediario entre el Tercer Reich y la Santa Sede en las negociaciones previas del Concordato, acompañó. a von Papen y a Goering a Roma, donde desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra: nunca más volvió a vérsele en Alemania, y la opinión más corrientemente admitida es la de que, descontenta de su actitud favorable a Hitler desde noviembre de 1932, la Santa Sede le había obligado a retirarse de la escena política. El hecho tiene suma importancia, ya que Monseñor Kaas ha sido frecuentemente como prueba de las simpatías de la Iglesia católica hacia Hitler. Desde luego, pueden citarse casos de obispos católicos acusados justamente de patizar con el nacional-socialismo: Monseñor Groeber,
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por ejemplo, obispo de Friburgo, o Monseñor Berning, obispo de Osnabrück. Pero esos casos se dieron después de la ascensión de Hitler al poder, y constituyen excepciones de la regla general. En tanto que, del lado prmestante, antes del triunfo de Hitler y mucho tiempo después, las excepciones entre los obispos son los casos de hostilidad a Hitler, como no tardaremos en ver.

Volviendo al Reichstag, la sesión de apertura solemne del 21 de marzo, en la cual se aprobó la declaración de política general por 441 votos contra 94 (los de los socialdemócratas, secundando la actitud de su jefe), fue seguida por otra, celebrada el 23 de marzo y en el curso de la cual, por la misma mayoría, Hitler obtuvo los plenos poderes por cuatro años en forma de una ley llamada «Ley para aliviar la angustia del pueblo y del Reich» (Gesetz zur Behebung der Not von VoIk und Reich). Al presentar aquella ley, Hitler declaró:

«El gobierno sólo hará uso de esos poderes en la medida en que son esenciales para adoptar decisiones de una necesidad vital. Ni la existencia del Reichstag ni la del Reichsrat están amenazadas. La posición y los derechos del presidente (del Reich) permanecen inmutables... no cambiará la existencia individual de los Estados de la federación. Los derechos de las Iglesias no se verán disminuidos y sus relaciones con el Estado no se modificarán. El número de casos en que una necesidad interna exige tener que recurrir a una ley semejante es muy limitado» (8).

Durante aquel discurso anunció también «su esperan-
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za de llegar a unos acuerdos entre las Iglesias y el Estado», y de un modo especial «de mejorar nuestras buenas relaciones con la Santa Sede», aludiendo claramente a su deseo de establecer un Concordato con ella.

La Conferencia de Fulda del episcopado católico alemán, reunida el.29 de marzo de 1933, declaró:

«Hay que reconocer que el representante supremo del gobierno del Reich y al mismo tiempo jefe autoritario del movimiento nacional-socialista, ha hecho unas declaraciones solemnes que afirman la inviolabilidad de la doctrina y de la fe católicas y de las misiones, y de los derechos inmutables de la Iglesia, declaraciones en las cuales asegura de un modo explícito que los tratados de Estado concluidos entre ciertos países alemanes y la Santa Sede permanecen en vigor» (9).

Comentando este texto, Monseñor Preysing, arzobispo de Munich, añadió el 30 de marzo: «Las declaraciones que el canciller del Reich hizo el 23 de marzo ante el Reichstag alemán, autorizan a los obispos a suspender, en los momentos actuales, la oposición que han manifestado hasta ahora» (10). Se trata, desde luego, de la oposición al gobierno, no de la oposición a la doctrina nacional-socialista. Obsérvese, además, la précaución: en los momentos actuales, lo cual no significa definitivamente.

Todos los obispos del Reich repitieron a sus fieles la declaración de Fulda en lo! mismos términos, y el Osservatore Romano (11), y en consecuencia la Santa Sede, dio su aprobación.
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La tregua entre la Iglesia y el Tercer Reich no duró mucho: el tiempo de firmar un Concordato. Apenas firmado, se reanudó la lucha con motivo de las múltiples violaciones de que fue objeto por parte de las autoridades del Tercer Reich: de ahí las notas de protesta del cardenal Pacelli, la encíclica Mit brennender Sorge, las reiteradas condenas del nacional-socialismo por el Cardenal Pacellí convertido en Pío XII, etc. No insistiremos en el tema.

Durante ese período, ¿cómo se comportaba la jerarquía protestante con respecto a Hitler y al nacional-socialismo?

Sólo a principios de 1934 empezaron a cuartearse las relaciones entre el Tercer Reich y la Iglesia protestante, y aun entonces únicamente entre el Tercer Reich y una pequeña minoría de pastores. La diferencia sobrevino a propósito de la constitución de la Iglesia protestante en Iglesia del Tercer Reich, proyecto que Hitler acariciaba paralelamente a su proyecto de Concordato con la Santa Sede.

Al principio, aquel proyecto tuvo la adhesión de toda la jerarquía protestante en su conjunto. Al menos, entre los 17.000 pastores no se alzó ninguna voz para protestar. En cambio, nos dice William L. Shirer, 3000 de ellos, acaudillados por un tal Ludwig Mueller, capellán militar del distrito de la Prusia oriental, amigo del Führer y nazi convencido, eran militantes activos del N.S.D.A.P., «sostenían en el seno de la Iglesia protestante las doctrinas raciales nazis y el principio de la supremacía alemana, y querían verlos aplicar a una Iglesia del Reich, que
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reuniria a todos los protestantes» (12). Los estatutos de aquella «Iglesia del Reich» fueron elaborados por los representantes de las diversas Iglesias protestantes de Alemania -- ¡las había de 28 clases! --, siendo reconocida oficialmente por el Reichstag el 14 de julio. No hay que olvidar que el primer reproche que se hace a Pío XII, entonces Cardenal Pacelli y secretario de Estado del Vaticano, es el de haber entrado en contacto con las autoridades del Tercer Reich con vistas a la firma de un Concordato, a pesar de todas las fechorías del nazismo: los protestantes que le han formulado ese reproche estaban también en contacto con ellas. Y lo mismo puede decirse de las democracias inglesa y francesa, que en aquella época preparaban el famoso Pacto de los Cuatro. Al parecer, la lógica de todos esos individuos establece que durante el verano de 1933 todo el mundo tenía el derecho moral de negociar con el Tercer Reich... menos la Santa Sede.

No habiendo surgido ninguna objeción de principio en los medios protestantes, fue abordada la etapa siguiente: el nombramiento del Papa de la nueva Iglesia. Se procedió a él a principios de septiembre, en el sínodo de Wittenberg. El candidato de los delegados de aquel sínodo era el pastor Friedrich von Bodelschwingh, y el del Führer, tal como lo manifestó públicamente por radio la víspera de la elección, su amigo Lugwig Mueller. El pastor Friedrich von Bodelschwingh retiró su candidatura y Ludwig Mueller fue elegido por unanimidad. Ni el Führer ni nadie había pensado en el reverendo Dr. Martín Niemöl-
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ler. Malas lenguas afirmaron que el Dr. Niemöller quedó profundamente dolido por aquel olvido pero, si bien es cierto que de allí emana su oposición a Hitler, hay que reconocer que no la manifestó inmediatamente. Había contribuido a crear una asociación de pastores, Der Pfarrernotbund (Unión de los pastores contra la necesidad), de la cual era presidente, y a fin de que nadie pudiera desconfiar de sus intenciones, inmediatamente después del nombramiento del Dr. Ludwig Mueller como jefe de la Iglesia del Reich dirigió hna circular a todos los pastores que decía: «Los miembros de la Unión de los pastores contra la necesidad se alinean incondicionalmente al lado del Führer Adolfo Hitler».

El 14 de octubre siguiente, Alemania abandona la Sociedad de Naciones dando un portazo. El presidente Niemöller, en nombre de la Unión de los pastores contra la necesidad, telegrafía a Hitler:

«En esta hora decisiva para el pueblo y la patria alemana, saludamos a nuestro Führer y le reiteramos nuestro apoyo fiel y nuestros profundos pensamientos.»

Su actividad en nombre de aquella organización le lleva a la cabeza de una de las 28 sectas protestantes alemanas, la Iglesia confesante, la cual trata de cristalizar una oposición a la Iglesia del Reich recientemente creada.

Pero aquella oposición dirige sus tiros contra la IgIesia del Reich más que contra Hitler y el nacional-socialismo, ya que, habiendo conseguido Hitler poner a las dos partes en presencia, el 25 de enero de 1934, con vistas a un acuerdo, Niemöller declara ante el Führer:

«No necesitamos aseguraros hasta qué punto os estamos agradecidos por haber arrancado al pueblo alemán
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No pasa nada, y las disensiones entre la Iglesia confesante y las otras sectas protestantes quedan como estaban. En realidad, aquellas disensiones en el seno de la jerarquía sólo traducen, nos dice William L. Shirer, por parte de las Iglesias protestantes «la resistencia a la nazificación de una minoría de pastores y de una minoría todavía más débil de fieles» (13).

En julio de 1935, Hitler trata una vez más de eliminar todas aquellas disensiones que, sin que lleguen a inquietarle, le molestan. Encarga pues a su ministro de los Cultos, el Dr. Kerrl, que provoque una nueva reunión. De ella surge un Consejo de la Iglesia, presidido por el doctor Zoellner, un venerable pastor al que todas las facciones protestantes estiman y respetan. El Dr. Martin Niemöller, sin dejar de sostener que su Iglesia protestante es la única Iglesia protestante verdadera, acepta colaborar con el Consejo.

En mayo de 1936 dirige una nota cortés a Hitler para protestar contra las tendencias anticristianas del régimen y pedirle que se ponga término a la injerencia del Estado en los asuntos eclesiásticos. Hitler no se la toma en cuenta.

El 27 de junio de 1937 se coloca públicamente en la oposición con un sermón pronunciado en la iglesia de Berlín-Dalhem, basado en el tema de su nota de mayo de 1936. Aquel sermón contenía un párrafo que era una desafío: «No pensamos en utilizar nuestros propios po-
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deres para escapar al brazo de la autoridad más de lo que lo hicieron los apóstoles de antaño. Ni estamos dispuestos a guardar silencio por orden del hombre cuanda Dios ordena hablar. Ya que, hoy y siempre, debemos obedecer a Dios antes que al hombre» (14).

El 1 de julio fue detenido, encarcelado, y el 2 de marzo de 1938 compareció ante un tribunal especial (Sondergericht) que le condenó a siete meses de cárcel y dos mil marcos de multa. La detención preventiva cubría la pena de prisión: a su salida de la sala donde se habia celebrado el juicio, fue recogido por la Gestapo y enviado a un campo de concentración (a Sachsenhausen durante unos meses, luego a Dachau) como «prisionero personal del Führer», lo cual representaba una especie de protección. Salió de aquel campo liberado por las tropas americanas.

Lo menos que puede decirse es que, viniendo de un hombre que se había adherido al nacional-socialismo en 1924, que lo había apoyado en todas las circunstancias, y de un modo especial en sus campañas electorales, autor de un libro que era una apología del nacional-socialismo (15) y terminaba con una nota expresando su satisfacción por el hecho de que la revolución nacional-socialista hubiera finalmente triunfado, provocando aquel renacimiento nacional, aquella toma de posición llegaba un poco tarde. Si estuviéramos seguros de que aquel salto a la
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oposición no era sospechoso, diríamos de buena gana: «Más vale tarde que nunca». Pero, ¿qué pensar de aquella carta que en septiembre de 1939, una vez estallada la guerra (y tras un internamiento que se prolongaba desde julio de 1937), escribió a su amigo el gran almirante Raeder?:

«Dado que espero inútilmente desde hace mucho tiempo mi orden de incorporación al servicio, me presento expresamente como voluntario. Tengo 47 años, estoy perfectamente sano de cuerpo y de mente, y os ruego queráis destinarme a un puesto cualquiera en los servicios de guerra» (16).

Voluntario en los ejércitos del nacional-socialismo, con pleno conocimiento de causa de los objetivos que perseguía: he aquí un hecho que arroja una luz especial sobre la naturaleza y la sinceridad de su «oposición al régimen».

Tal es, en Alemania, uno de los hombres más eminentes, el cual, después de haber inducido durante años enteros a los hombres sobre los cuales ejercía alguna influencia a que se unieran al nacional-socialismo, y que no participó en la aventura nazi porque Hitler no le admitió en sus ejércitos, pidió a continuación que se depurara sin piedad a los que habían seguido su consejo. Y el cual figura entre los acusadores de más peso de Pío XII y los partidarios más ardientes de M. Rolf Hochhuth, quien por otra parte es una de sus ovejas.

La detención del pastor Niemüller decapitó a la Iglesia confesante: apenas se oyó hablar más de ella. En el otro clan protestante, el 12 de febrero de 1937, el doctor
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Zoellner había presentado la dimisión de su cargo de presidente del Consejo de la Iglesia, porque la policía del Tercer Reich le había impedido trasladarse a Lübeck, donde habían sido detenidos nueve pastores protestantes, para efectuar una encuesta. A finales de año, el doctor Marahrens, obispo de Hannover, que le había sucedido en el cargo, declaró públicamente: «El concepto nacional-socialista de la vida es la enseñanza nacional y política que determina y caracteriza el comportamiento del pueblo alemán. Por eso resulta indispensable que las cristianos alemanes se adapten también a él ...». En la primavera de 1938, llegó al extremo de ordenar a todos los pastores de su diócesis que prestaran juramento de fidelidad al Führer. «En poco tiempo -- nos dice William L. Shirer -- la inmensa mayoría de los eclesiásticos protestantes prestaron aquel juramento» (17). Y lo mismo ocurrió en toda Alemania. No cabe duda de que muchos pastores se resistieron a la nazificación de la Iglesia protestante alemana: centenares y centenares de ellos fueron detenidos y enviados a campos de concentración. Pero también fueron detenidos y enviados a campos de concentración centenares y centenares de sacerdotes católicos. Lo que importa señalar es que los resistentes protestantes iban contra la línea general de su Iglesia, en tanto que los resistentes católicos estaban en la línea general de la suya. Se me disculpará el haber recurrido con tanta frecuencia a M. William. L. Shirer, pero se da el hecho de que, a pesar de ser protestante, nadie ha sabido reflejar mejor que él la conducta general del conjunto de pro-
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testantes alemanes, pastores y ovejas reunidos, acosados entre los partidarios de una Iglesia protestante transformada en Iglesia del Reich, y los de su independencia política absoluta. «En medio -- escribe -- se encontraba la mayoría de los protestantes que parecían demasiado timoratos para unirse a las filas de uno de los dos grupos combatientes y que terminaron, en su mayoría, por aterrizar en los brazos de Hítler, aceptando el verle intervenir en los asuntos de la Iglesia y obedeciendo sus órdenes sin protestar abiertamente» (18).

Ni de ninguna otra forma.

Esas afirmaciones no poseen un gran valor indicativo: hay que tener en cuenta el temor que el régimen inspiraba al clero y a la masa de los protestantes alemanes. Pero ese régimen, que inspiraba Los mismos temores a los católicos, no obtuvo de ellos que «la mayoría», con el clero a la cabeza, cayesen «en brazos de Hitler» y aceptasen «verle intervenir en los asuntos de la Iglesia». Hay que convenir en que los católicos tenían una apreciable ventaja sobre los protestantes: un nuncio en Berlín y un Papa en Roma, el primero inviolable y el segundo fuera del alcance de las represalias, que podían protestar en nombre suyo y que no dejaban de hacerlo. Dicho esto, recordemos que fue un obispo católico, monseñor von Galen, de Munster, y no un obispo protestante, el que se alzó contra la eutanasia...

Era necesario recordar con detalle el comportamiento de la Iglesia protestante, de su episcopado y de sus 17.000 pastores tomados en su conjunto. No lo hemos hecho
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con el corazón alegre: si la misericordia para todos los pecades es la ley del Dios de los cristianos, es también la de la conciencia de los ateos, aunque por desgracia no sea la de los hombres en general. Si, olvidando la ley de su propio Dios hasta el punto de cargar la conciencia de un inocente con un pecado que no cometió y ella cometió, aquella Iglesia no se alzara hoy como acusadora, nos hubiéramos guardado mucho de hacerlo. Y si lo hemos hecho, no ha sido para imitar a un Hochhuth y lanzar contra ella un anatema cualquiera, sino únicamente para recordar el viejo proverbio del ladrón que grita al ladrón. Por otra parte, descendiendo del terreno de los principios al de los hechos, sabemos perfectamente que, bajo una dictadura al igual que en la guerra, la conducta de los hombres pierde todo su sentido y escapa a todo juicio válido. Lo he experimentado personalmente en el campo de concentración (en los mismos términes que Louise Michel) y en las operaciones de guerra. Ningún factor racional interviene ya en ella, y con mucho más motivo entre los hombres de Fe. Eso es lo que, en el caso de Pío XII, obliga al respeto, en el sentido de que la conducta de aquel hombre de Fe, le fue dictada por principios racionales, los cuales, al contrario de los de la Fe, son siempre humanos.

Bajo Hitler, pues, volvamos la hoja. Pero, ¿y antes?

Antes, queda el hecho de que, en su conjunto, el clero de la Iglesia protestante e incluso, en su seno, la pequeña minoría que más tarde, mucho más tarde, pasó a la oposición, con el pastor Martin Niemöller como tipo más representativo, tomó partido por Hitler y fue uno de los factores de su éxito cuando Alemania era una República
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y no se ejercía en ella ninguna presión. Mientras que el clero católico, la Santa Sede, Pío XI y el Cardenal Pacelli, futuro Pío XII...

Ese pecado le será perdonado también a la Iglesia protestante: en medio de la ruina de los tiempos... Y, de todos modos, las Escrituras dicen también: «Al que ha pecado mucho, mucho le será perdonado». En virtud de lo cual, le será perdonado incluso el pecado mucho más grave que consiste, hoy, en erigirse en acusadora. Pero, tras haber pasado así la esponja del perdón, queda el derecho a decir que nos hubiera gustado que no cometiera ese último pecado. Que se hubiera dado cuenta de que si alguien podía permitirse acusar en este asunto no era precisamente ella. Y que si, por ventura, uno de sus fieles, descarriado hasta el punto de haber perdido todo sentido moral, como en el caso de M. Rolf Hochhuth, descendía hasta la infamia que es El Vicario, sólo se hubiera asido a la ocasión para entonar su propio mea culpa y, lo más humildemente posible, rendir homenaje a un hombre que, siendo Papa, no dejó de ser mucho más grande ante el nacional-socialismo y la guerra que cualquiera de sus pastores, e incluso que todos los protestantes reunidos en un gigantesco haz.

Sé perfectamente por qué no lo ha hecho.

En primer lugar, existe aquella disposición de ánimo ya señalada, y que muy pocos hombres consiguen superar, que consiste, en los que tienen el sentimiento de su propia culpabilidad, en tratar de tranquilizar su conciencia buscando a alguien tanto o más culpable que ellos. Es algo instintivo y muy humano... en el sentido en que
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este epíteto califica una debilidad del hombre en el terreno de la inteligencia de las cosas, en un sentido que se halla en los antípodas del humanismo. En este caso particular existe, además, el antipapismo congénito de los protestantes, que es lo esencial del dogma. Y, finalmente, la situación política completamente nueva creada por la Segunda Guerra Mundial, y en la cual se encuentra hoy la Iglesia protestante alemana.

Hija de la Prusia protestante, nacida bajo el signo de la Kulturkampf, la Alemania de 1914 era un Imperio en el cual los protestantes vivían con los católicos en la proporción de dos contra uno: el emperador era protestante, el canciller del Imperio era protestante, los jefes del ejército y de la policía eran protestantes. La Iglesia protestante ejercía una considerable influencia sobre la política: no se hubiese concebido a un alto funcionario católico.

Expresión de un principio liberal, nacido de una reacción de Bismarck contra la política de Pío IX y especialmente el dogma de la infalibilidad pontificia que aquel Papa hizo promulgar por un Concilio (Vaticano I) el 18 de julio de 1870, la Kulturkampf (vocablo que significa luzha por la cultura) se tradujo en el nivel gubernamental por unas leyes de excepcién contra los católicos (supresión de la libertad de la Iglesia, por ejemplo, a pesar de que estaba garantizada por la Constitución prusiana de 1850) que no alcanzaba a los protestantes y que, si se hubiese tratado únicamente de Prusia no hubieran presentado graves inconvenientes, a pesar de su evidente injusticia, pero que al afectar a toda Alemania cristali-
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zaron en contra de él al tercio católico de su población, precisamente en el momento en que el marxismo en ascensión movilizaba casi otro tercio contra Bismarck; para no quedar en minoría en el Reichstag, tuvo que ceder (1880: ley llamada de la paz religiosa), sin que los católicos hubieran hecho ninguna concesión. Aquélla fue la primera derrota política del protestantismo alemán, el cual, desaparecida la Kulturkampf, perdía su medio de propaganda más eficaz.

A partir de entonces, la Iglesia católica no dejó de ejercer y de, aumentar paulatinamente su influencia en la política alemana. En competencia con la Iglesia protestante. Los progresos fueron lentos: muy lentos, incluso. Los cargos importantes continuaron siendo durante mucho tiempo privilegio exclusivo de los protestantes, y hubo que esperar a 1930 para que un católico, el Dr. Brunning, accediera al puesto de canciller. Sin embargo, cuando se produjo el advenimiento de Hitler al poder la influencia de la Iglesia protestante era aún preponderante, y, aunque católico de origen, el propio Hitler simpatizaba más con ella que con la Iglesia católica: el solo hecho de que decidiera convertirla en una Iglesia nacional del Reich lo prueba de un modo indiscutible. Podría añadirse, incluso, que desde que Alemania existe, en todas las épocas, los medios protestantes fueron los que expresaron el nacioríalismo alemán en su forma más excesiva, lo cual no de jaba de ser otro puente entre Hitler y ellos. Se ha dicho de aquel nacionalismo que era «prusiano». De acuerdo, pero yo formulo la pregunta: «¿Prusiano porque era protestante, o protestante porque era prusiano?».

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial terminó tam-
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bién la influencia preponderante del protestantismo sobre la política alemana. En primer lugar, Alemania quedó partida en dos: de 17 a 18 millones de sus habitantes del lado oriental del Telón de Acero, de 51 a 52 millones del lado occidental. Pero, los 17 a 18 millones de alemanes del lado oriental son precisamente los protestantes, y el hecho tuvo dos consecuencias:

1. Al otro lado del Telón de Acero, sometido a la dictadura comunista, el clero protestante ha visto cómo se le prohibían ciertas tomas de posición, y, al parecer, soporta esa prohibición con la misma buena voluntad con que soportó, antaño, las que le fueron impuestas por el régimen hitleriano. De un modo especial se deja orientar de muy buen grado hacia la doctrina de la paz preconizada por la Unión Soviética. Y, en la Alemania occidental, el clero protestante sigue un camino paralelo: el pastor Martin Niemöller, comandante de submarino durante la Primera Guerra Mundial, autor de un libro que es una profesión de fe de un nacionalismo exacerbado y que termina con una nota de entusiasta adhesión a la «Revolución nacional-socialista», voluntario para el servicio en los ejércitos hitlerianos en 1939, es en la actualidad el obispo más influyente del protestantismo alemán... y el caudillo de un movimiento que hace suyas sistemáticamente todas las consignas de la Unión Soviética en materia de paz. Los pacifistas alemanes no podían encontrar a nadie más calificado para presidir sus destinos. Resumiendo, en lugar de haber sido, para los veintiocho fragmentos de la Iglesia protestante alemana, un factor más de división, el Telón de Acero ha sido un factor de unión, en el sentido de que les permite manifestar, de cuando en
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cuando, una unidad de criterio, al menos acerca de urt punto: la paz. Por otra parte, se trata de una tradición del protestantismo en general: dividido en una infinidad de sectas opuestas en lo que respecta a los dogmas, nunca ha encontrado el medio de afirmar su unidad más que acerca de unos problemas que no corresponden a la religión que profesa.

2. Limitado por el régimen al papel de agente de la Pax sovietica en sus tomas de posición públicas al otro lado del Telón de Acero -- régimen que, entre paréntesis, al igual que a todas las Iglesias, no le concede más libertal para el ejercicio de su culto que la que concede a las personas --, la Iglesia protestante alemana ha visto igualmente limitada por una razón de número su influencia política en la Alemania del Oeste: en 1965, protestantes y católicos no se encuentran ya, como en la Alemania anterior a 1914 o de entreguerras, en la proporción de dos protestantes por un católico, sino únicamente de seis protestantes por cinco católicos (19), es decir, un número sensiblemente igual, con una leve ventaja para los protestantes. Políticamente, la situación se traduce así: cuando el presidente de la, República es protestante (Heuss), el canciller es católico (Adenauer), y cuando el presidente es católico (Lübke), el canciller es protestante (Ehrard). Como si se hubLese establecido un compromiso en el seno. de la C.D.U.--C.S,.. entre las dos Iglesias, un compromiso que no satisface a ninguna de las dos y cada una de ellas
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vigila a la otra, dispuesta a aprovechar la menor ocasión que le permita actuar unilateralmente. El extraordinario éxito del canciller Adenauer juega en favor de los católicos, bien situados ya por su actitud ante el nacional-socialismo: van viento en popa. Contra los protestantes juegan la ayuda que prestaron a Hitler en su marcha hacia el poder, y ese criptocomunismo mediante el cual creen haberse redimido. Al darse cuenta de ello surgió El Vicario, cuyo objetivo era el de asestar a los católicos un golpe del cual no pudieran reponerse, y al mismo tiempo hacer aparecer a los protestantes como uno de los elementos esenciales de la resistencia a Hitler.

Tal es el primer aspecto de la operación Vicario: un argumento de los protestantes en la lucha que libran en la Alemania del Oeste para combatir en ella la influencia política de los católicos. Y, desde luego, cosa esencial en ese combate, para aumentar o, como mínimo, conservar una clientela a la que su conducta política de ayer y de hoy ha acabado por convertir en sumamente flotante. El hecho de que todas las Iglesias protestantes del mundo, como un solo hombre, hayan repetido el argumento por su cuenta, resulta muy lógico: es, en su forma, el argumento antipapista por excelencia. Tal como acabamos de ver, en el fondo, como diría Kipling, es otra historia.

Por lo demás, se trata de un argumento de tendero... de tendero de las primeras épocas del comercio: «A igualdad de precio, todo es de mejor caliidad aquí que enfrente, la prueba ... ». Y ante el cual el comerciante de hoy esboza una sonrisa, divertido por tanta ingenuidad. En el curso de la discusión, una de las innumerables sectas protestantes ha confesado ingenuamente el objetivo per-
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seguido, invocando las Escrituras: «Sal de ella (de la Iglesia católica), pueblo mío, si no quieres participar con ella en sus pecados y si no quieres recibir sus azotes. Ya que sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de aquellos actos de injusticia» (20).

Traducción: sal de ella y entra en nuestra casa.

Esa es la conclusión a que todos llegan. En la más recóndita de nuestras aldeas, el último de los tenderos de nuestra épocaes mucho más hábil.


III. El frente único contra el Papa

Hay que analizar ahora los móviles a los cuales han obedecido los adversarios de la Iglesia católica que se han asociado a la Iglesia protestante en esa especie de «Frente único».

Recordemos sólo de pasada aquel movimiento que, a principios de siglo, cuando el socialismo había realizado su unidad y el sindicalismo había encontrado su camino, desvió al mundo del trabajo dispuesto a lanzarse al asalto del régimen bajo la consigna de: «¡El capitalismo, he aquí el enemigo!», demostrándole que el enemigo no era el capitalismo, sino el clericalismo: «¡El clericalismo, he aquí el enemigo!». La maniobra de diversión tuvo éxito: a partir de entonces, la izquierda europea no se distinguirá ya de la derecha más que por un anticlericalismo quet treinta años más tarde, fue casi una reedición de la Kul-
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turkampf. Mientras el mundo del trabajo estaba ocupado batiéndose contra los curas católicos, el régimen consolidaba tranquilamente sus estructuras y preparaba no menos tranquilamente la Primera Guerra Mundial. La continuación es conocida: el movimiento obrero no se recuperó nunca de aquel golpe. En cuanto al movimiento anticlerical, corrióJa misma suerte que la Kulturkampf: del mismo modo que Bismarck había tenido que ceder ante León XIII, los conservadores sociales que lo habían lanzado para evitarse el llevar a cabo las reformas que habian prometido para llegar al poder, tuvieron que ceder ante Pío XI, restablecer por iniciativa suya las nlaciones con el Vaticano, y paulatinamente abolir las leyes de excepción que afectaban a la Iglesia católica, etc. El anticlericalismo murió. En Francia, donde fue más violento y tuvo más éxito, pequeñas sectas trata de resucitarlo. En vano: sus armas más temibles son el mandil de cuero, la escuadra, el compás y el salchichón del Viernes Santo. No es cierto que el ridículo no mate ya.

Sin embargo, en su principio, la separación de la Iglesia y del Estado era una cosa muy buena. Faltaba únicamente que significara «una Iglesia libre en un Estado libre», según la fórmula de Víctor-Manuel II, una Iglesia, en suma, reducida a la condición de partido politico, con los mismos derechos que todos los demás. Pero, en la fase de la aplicación, significó el desahucio de la Iglesia católica en beneficio de otra cuya religión sería el Estado, con sus fundadores como sacerdotes, en la comunión del Gran Arquitecto del Universo. A golpes de leyes de excepción, por añadidurá. Sólo por sorpresa se consiguió que el mundo obrero picara en el anzuelo a principios de si-
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glo. Y no por mucho tiempo. Los del mandil de cuero, la escuadra y el compás, que suelían en volver a aquellos tiempos dichosos de su esplendor, tienen qué hacerse a la idea de que la historia no retrocede: el pequeño padre Combes no ha salido de su tumba, y sus retrógrados discípulos no han sido un factor decisivo en la amplitud del debate provocado por El Vicario. Los que le han proporcionado esa amplitud han sido el bolchevismo y el movimiento sionista internacional. Y, aunque sus respectivas tomas de posición en el asunto no participen de la misma intención, las dos están inspiradas en el problema alemán, tal como ha quedado planteado a causa del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo los mismos caminos, no pueden dejar de llegar al mismo resultado final: la muerte de la libertad de Europa, mediante la caída de la propia Europa bajo la férula del bolchevismo.

He dicho y escrito a menudo que, bajo la capa de una revolución mundial destinada a liberar todos los pueblos del yugo del capitalismo, el bolchevismo no era más que la forma moderna de aquel paneslavismo que, bajo la misma capa, el pansintoísmo trata de rechazar desde hace poco. Durante el reinado de Stalin se cayó ya en la cuenta de que lo que se perseguía no era la liberación de los pueblos por medio de la revolución, sino el extender, al amparo de una guerra, la dominación bolchevique a toda Europa, la cual habría quedado aprisionada en las estructuras económicas y sociales, mucho más atrasadas qué las del capitalismo liberal, que esclavizan actualmente a Rusia. Aquello sirvió para definir la calidad del socialismo soviético y para volver a situar en sus justas proporciones de engaña-bobos a aquella revolución.

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En la práctica, los cálculos de Stalin sólo han fallado a medias: si bien no consiguió mantener a Rusia al margen del conflicto, la Segunda Guerra Mundial entregó la mitad de la Europa Central al paneslavismo y llevó sus fronteras a cincuenta kilómetros de Hamburgo. Si la Alemania occidental se derrumba, el camino del Atlántico quedará libre ante él. En consecuencia, cada vez que se da un paso en dirección a una reintegración de la Alemania. del Oeste -- e incluso de la del Este, a través de la reunificación de las dos -- a la comunidad de los pueblos europeos, por otra parte abierta a todos, los sucesores de Stalin se desatan en invectivas contra el militarismo alemán, los revanchistas neo-nazís de Bonn, la Alemania responsable de la Segunda Guerra Mundial, los criminales de guerra, etc. Es su argumento moral, destinado a mantener en la opinión pública aquella mentira evidente que los trece procesos de Nuremberg promovieron al rango de verdad histórica, es decir, que Alemania era la única responsable de la Segunda Guerra Mundial y, en consecuencia, sólo ella debía asumir la carga de la reparación de los daños.

Hacer pagar a Alemania, ahora y siempre, significa precipitarla al desastre económico. Al amparo del caos subsiguiente; los sucesores de Stalin esperan sacar tajada de la situación.

Y eso será la muerte de la Europa liberal, ya que sin una Alemania libre, independiente y reintegrada con igualdad de cLerechos a la comunidad de los pueblos del antiguo continente, aquella Europa es inconcebible. Entonces, las fronteras del paneslavismo habrán avanzado notablemente hacia el Oeste, y el bolchevismo no tendrá que ha-
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cer apenas nada para que se confundan con la costa atlántica.

Tales son los cálculos del bolchevismo.

Tal es la empresa a la cual, con El Vicario, el clero protestante en su conjunto acaba de aportar un argumento propagandístico por motivos de prestigio religioso en el seno de un Estado. Con la adhesión del Movimiento Sionista Internacional, por motivos de interés. En efecto, reaffirmar la culpabílidad única de Alemania significa justificar el pago de las indemnizaciones que le permiten consolidar el Estado de Israel y «reconstruir la vida judía» en el mundo. Señalemos, de paso, que esas «reparaciones» sólo son pagadas por la Alemania del Oeste. Su volumen es tal, que, en comparación, lo exigido por el Tratado de Versalles era una bagatela. (Véase p. 263, Apéndice V).

¿Y los cristianos progresistas? Con la preocupación de tranquilizar su conciencia y hacerse perdonar la actitud que, sordos a los llamamientos de Pío XII, adoptaron ante y durante la guerra -- un durante a menudo equívoco: conozco casos de personas que hoy hablan en tono muy alto y que, sin embargo... --, se ven trabajados por la tentación del marxismo, cuyos métodos, a sus ojos, son los únicos que pueden salvar a la Iglesia católica: la apertura a la izquierda. En el preciso momento en que la experiencia de Rusia demuestra el fracaso del marxismo, y en que, en el resto del mundo, la izquierda no es ya, socialmente, más que un mito artificialmente mantenido por el bolchevismo, el cual, en el panorama político, se sitúa, no a la izquierda, sino al Este, es decir, en la extremi, derecha, y probablemente mucho más que los viejos par-
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tidos que estamos acostumbrados a clasificar en ella. Ya que en la extrema derecha se encuentra el totalitarismo bajo cualquier color doctrinal que se presente, y en materia de totalitarismo aquellos viejos partidos no le llegan a la suela del zapato al bolchevismo. Lo que queremos decir aquí es que a partir del momento en que, al hablar de apertura a la izquierda, nos dirigirnos al bolchevismo, en primer lugar nos dirigimos a la más extrema de las derechas, y en consecuencia a la peor, y en segundo lugar, a lo único que puede llegarse es a hacerle el juego. Si, por preocupación doctrinal, se quiere por añadidura dotar a la Iglesia del sistema marxista de pensamiento, el desenlace es aún más evidente. Y más rápido: todos sabemos en qué aventura, acometida con la bendición del que es llamado el buen Papa Juan XXIII, ha estado a punto de precipitar a Italia la apertura a la izquierda. ¡Estremece pensar lo que hubiese podido ocurrir si el clero italiano hubiera sido marxista! La política de «la mano tendida a los católicos» del bolchevismo, que los trata a latigazos en el Este, ha sido en el Oeste una reedición de la «gallina a desplumar» que con tanto éxito, desde hace cincuenta años, practica con el socialismo. La experiencia enseña que, en ese terreno, su técnica es de las más depuradas. El menor contacto que se establezca con él, la menor concesión que se haga a sus métodos o a su doctrina, permite que el lobo se introduzca en el aprisco, donde es más fuerte que todos los corderos juntos.

Es un simple problema de proporción de fuerzas.

Y, para los que ceden a la tentación, de ceguera política.

Dicho esto, el lector habrá comprendido ya que el au-
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tor no ve con malos ojos, sino todo lo contrario, que la Iglesia evolucione, que desaparezca de la vida espiritual de los pueblos como ha desaparecido, o poco menos, de su vida material. Pero si ha de hacerlo cediendo su clientela al bolchevismo, la cosa cambia.

A estos móviles de orden puramente político que, sobre el tema de El Vicario, han reunido a protestantes, judíos, cristianos progresistas y bolcheviques en una ofensiva común contra la Iglesia católica, hay que añadir otro de orden puramente religioso, que pone en tela de juicio un dogma del cristianismo y que es propio del Movimiento Sionista internacional: la acusación que desde hace dos mil años pesa sobre el pueblo judío haciendo de él un pueblo deicída en toda la cristiandad. El anuncio de la convocatoria del Concilio por Juan XXIII no podía dejar de sugerir a aquel Movimiento Sionista internacional que se le presentaba una ocasión magnífica para hacer levantar oficialmente aquella acusación. Tanto más por cuanto la suerte que corrieron los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, por el solo hecho de ser judíos, había provocado en el mundo entero una indignación general que, incluso si el acontecirrLiento era despojado de todas las exageraciones que lo habían hinchado desmesu radamente y era devuelto a sus justas proporciones, no dejaba de estar justificado, creando en la opinión un clima favorable a la revisión de aquel juicio de anatema.

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IV. Por la Paz

Tales son las diferentes piezas de «la operación Vicario», y ése es su ensamblaje en un mecanismo político.

Resumiendo: la preocupación de la Iglesia protestante por reconquistar sobre la Iglesia católica el predominio que había perdido en Alemania, las ambiciones paneslavistas del bolchevismo, la afición de los cristianos progresistas almarxismo con salsa bolchevique y el interés del Movimiento Sionista internacional en relación con las indemnizaciones de guerra que reclama a Alemania y su deseo de hacer levantar la acusación del crimen de deicidio o, para hablar con más propiedad, de Cristicidio, que pesa sobre el pueblo judío.

Todo eso gravita sobre el problema alemán tal como ha sido planteado por el desenlace de la Segunda Guerra Mundial, es decir, sobre la responsabilidad unilateral de Alemania en su desencadenamiento: no habiendo conseguido demostrar jurídicamente aquella responsabilidad unilateral en Nuremberg, ahora se piensa únicamente en demostrarla ante la opinión, a golpes de procesos espectaculares y de libelos escandalosos, en lo que respecta a los crímenes que los alemanes cometieron durante la guerra, es decir, después de su desencadenamiento. Por el mismo procedimiento, podría demostrarse también que los únicos responsables de aquella guerra fueron los franceses, los ingleses o los rusos -- o todos juntos y de acuerdo --: bastaría substituir Auchswitz por Dresde, Leipzig y otras cincuenta ciudades alemanas, sin olvidar Hiroshima y Nagasaki, o por Katyn, etc. Lo más lamentable de ese
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modo completamente nuevo de razonar es que lo practican profesores eminentes, tan cargados de pergaminos como de medallas, cuyos méritos se proclaman a bombo y platillos...

No nos detendremos más en lo absurdo de la tesis según la cual, cuando estalla una guerra, es posible que la responsabilidad recaiga sobre un solo pueblo o sobre los dirigentes de un solo pueblo. Es lo que Pío XII había comprendido perfectamente, y aquella tesis es la que trató de hacer prevalecer en los hechos que se le reprochan de un modo especial.

Al término de este estudio, no queda más que una altemativa: o se admite que, obrando siempre sin discernimiento, los pueblos son siempre inocentes de las decisiones que adoptan sus dirigentes -- y no sólo en materia de guerra y de paz --, que, cuando estalla una guerra, son sus dirigentes, y todos sin excepción, de uno y otro lado de la línea de fuego, los- únicos responsables y, en consecuencia, el proceso no se sitúa ya entre los pueblos vencedores y el pueblo vencido, sino entre la comunidad de los pueblos, vencedores y vencidos reconciliados, y la comunidad de sus dirigentes; o seguimos revolcándonos en el cieno del pasado, renunciado a salir de ese círculo vicioso e infernal de la guerra que engendra la guerra y volvemos a condenar inmediatamente, sin esperar a más, al pueblo judío, al menos por el crimen de Cristicidio.

En el primero de los casos, el problema quedará resuelto rápidamente: los pueblos son generosos, ignoran el rencor, su disposición natural de ánimo es el perdón. «Anmistía general -- decretarán --, acometamos todos jun-
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tos la tarea de reparar los daños, y terminemos de una vez para siempre con ese genocidio continuamente suspendido sobre nuestras cabezas.» Evidentemente, es muy dificil que los dirigentes de los pueblos oigan ese lenguaje si no se les obliga a ello, y aquí es donde falla el razonamiento, ya que en las estructuras tradicionales a las cuales se aferran por egoísmo disponen aún de muchas fuerzas, ocultas o de otra clase, para ponerlas en juego en el momento oportuno. Pero, tarde o temprano ese espíritu triunfará sobre la espada, y los espantosos progresos de la ciencia atómica atestiguan ya, por las reacciones que provocan, que no estamos muy lejos de esa victoria. De lo que no cabe duda es de que los pueblos son asequibles a ese lenguaje: basta comprobar el favor de que han gozado en la opinión pública francesa las campañas para la amnistía de todos los hechos considerados como crímenes, sea en beneficio del F.L.N., sea en beneficio de la O.A.S., a consecuencia de la guerra de Argelia, cuando apenas había terminado. Hasta tal punto que el Poder, en contra de su voluntad, se vio obligado a ceder ante la opinión pública. El día en que alguien se levante y diga en voz alta lo que todo el mundo piensa en voz baja, y hable de amnistía europea para todos los hechos relacionados con una guerra que terminó hace veinticinco años y aplicable a la propia guerra incluides sus responsables, todos los pueblos reaccionarán del mismo modo que el pueblo francés ante las consecuencias de una guerra recién terminada. Entonces se abrirá de nuevo el camino de la esperanza en dirección a la verdadera paz.

En el segundo de los casos, no queda más que la ley del
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talión del Antiguo Testamento que arranca los dientes de los hijos hasta la 77 generación para castigarles porque sus padres comieron uvas verdes, lo cual revela el espíritut de venganza más bajo llevado al paroxismo y que, por ser amorosamente conservado y venerado en el arsenal de los argumentos de la teología y de las jurisdicciones hebraicas, se remonta a las primeras épocas de la humanidad, y, en el siglo xx, no es más que un grosero insulto a los principos más nobles de una civilización que, si no ha llegado aún a sus fines en los hechos, tiene al menos el mérito de haber colocado, en espíritu, la dignidad del hombre en el primer plano de sus preocupaciones. Aquella ley del talión que condujo a la humanidad de ignominia en ignominia, después de haber condenado a todos los hombres sin excepción a ser ineludiblemente unos criminales reclamando y justificando ese crimen colectivo que es la guerra, ha llegado a inventar el crimen individual de guerra, y, veinte años después, la imprescriptilidad de este último crimen. Y todo ello, a fin de cuentas, para convertir la germanofobia sistemática en la ley fundamentá de la politica europea y crear un foco permanente de guerra en el Oriente Medio.

Entre los partídarios de cada uno de los términos de la alternativa continúa la discusión. Y siendo propio del odio y del espíritu de venganza no acceder nunca al desarme (21), no parece que toque a su fin: la polémica que se
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desarrolla alrededor del Vicario tiende a demostrar que los santones Y santurrones de aquellos dos sentimientos pierden terreno, pero...

Pero, si bien es cierto que el buen sentido se abre paso poco a poco y que, en el terreno del espíritu, la masa de aquellos santones y santurrones ha disminuido sensiblemente, sus cabecillas no dejan por ello de estar poderosamente organizados: en el terreno de los hechos, continúan manteniendo en sus manos los destinos del mundo. Si consiguen enderezar la situación, o si ese cambio en la opinión cuyos primeros síntomas son ya visibles tarda demasiado, tendremos que enfrentarnos con el triunfo del bolchevismo paneslavista, es decir, con la muerte por asesinato de Alemania, de esa Europa que contra todo lo que atestiguan las encuestas y otros sondeos no menos trucados de la opinión, se encuentra, en sueños y en estado de vigilia, en el corazón de todos los europeos.

El lector estará de acuerdo en que esa perspectiva merecía esta advertencia.

Tanto más por cuanto que, después...
Es preferible no pensar en lo que vendría después.


NOTAS

(1) William L. Shirer, Le IIIe Reich, des origines à la chûte, op cit.
2) Le Procès Eichmann ou Les Vainqueurs incorrigibles, Les Sept Couleurs (Publicado en español -- El verdadero Proceso Eichmann -- por Ediciones Acervo, Barcelona).
3) Subrayado por el autor.
4) William L. Shirer, op. cit., tomo I de la edición francesa, pp. 175-176.
5) Id., p. 185.
6) William L. Shirer, op. cit., tomo I de la edición francesa, p. 259.
7) Die deutschen Briefe, op. cit.
8) William L. Shirer, op. cit., p. 219.
9) Documentation catholique, 8 de abril de 1933.
10) Id., 8 de abril de 1933.
11) Id., 3 de abril de 1933.
12) Op. cit., p. 258.
13) Op. cit., p. 260.
14) Citado por William L. Shirer, op. cit., p. 261.
15) Vom U-Boot zur Kanzel (Del submarino al altar» el pastor Martin Niemöller había sido comandante de submarino durante la Primera Guerra Mundial), Ed. Warneck, Berlín, 1934. El libro fue un verdadero best-seller en la Alemania nacional-sócialista y conoció numerosas ediciones. Su propaganda fue hecha por la prensa nacional-socialista.
16) Deutsche National Zeitung, 16 de abril de 1963.
17) William L. Shirer, op. cit., p. 262.
18) Id., p. 258.
19) En números redondos, la población de Alemania puede calcularse así en el terreno religioso: Total: 53 millones de habitantes; protestantes: de 27 a 28 millones; católicos: de 23 a 24 millones; indiferentes y diversos: el resto.
20) Réveillez-vous (órgano de los Testigos de Jehová), 22 de julio de 1964. La referencia dada es: Revelación, 18:2, 4, 5.
21) En Roma, han llegado a colocar unas bombas bajo las ventanas del Papa, sin que ninguno de esos buenos apostoles indignados por las bolas malolientes del Ateneo de Paris haya protestado. Sin duda porque las bombas responden mejor a la cuestión que las bolas malolientes (!!...)

Título de la obra original: L'OPÉRATION "VICAIRE', Versión española de Jose M.a AROCA, Ediciones Acervo, Apartado 5319, Barcelona.

Primera edición: marzo 1966. Depósito Legal. B. 10.344-1966; N.O Registro: 686-66.


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