(1966)
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I. El Tratado de Versalles, responsable
El Vicario no es más que una operación política.
Para convencerse de ello, basta situar de nuevo los alegatos de
M. Rolf Hochhuth, de sus administradores y de sus partidarios,
en su contexto histórico, lo cual lleva implícita,
al menos hasta la ascensión de Hitler al poder en Alemania
y el papel que en ella desempeñó el factor religioso,
una breve marcha atrás.
Oprimida por las cláusulas económicas
-- y financieras del Tratado de Versalles, el cual, después
de haber desmantelado su economía colocándola en
la imposibilidad de producir cualquier producto susceptible de
ser intercambiado, la privaba además de sus clientes exterlores
para el día en que consiguiera recuperarse (colonias, Europa
danubiana) y sometía a unas condiciones draconianas todos
los tratados de comercio que pudiera establecer con todas las
demás naciones, Alemania, amputada en
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102.000 kilómetros cuadrados, sufrió, en 1923, una
quiebra anterior a la crisis mundial de 1929 (hundimiento de Wall
Street), a la cual, por el hecho mismo del Tratado de Versalles,
debía ser más sensible que cualquier otra nación,
y que en 19321 corría el peligro de convertirse en definitiva.
Aquel año 1932 fue, para Alemania, un año terrible: el 31 de julio, las estadísticas oficiales señalaban 5.392.245 parados, es decir, del 12 al 15% de su población activa, cuando, tal como nos recuerda el actual ejemplo de los Estados Unidos al principio de cada invierno, el máximo soportable en las estructuras tradicionales de la economía mundial es el 5%. A comienzos del invierno de 1932-1933 se había sobrepasado la cifra de los 6 millones y no, se veía el final de aquella progresión. Creo que na es necesario subrayar la estabilidad política consiguiente a aquella inestabilidad económica: desde la primavera de 1932 no había ya mayoría parlamentaria, y las dos elecciones legislativas a las cuales se procedió, después de haber disuelto dos veces el Parlamento, con tres meses, de intervalo, con la esperanza de encontrar una mayoría, no sólo resultaron inútiles, sino que incluso empeoraron la situación política.
Hoy día hay quien sostiene --
y entre ellos los comunistas y socialistas, que reniegan así
de sus predecesores de 1919 -- que Alemania podía adaptarse
fácilmente a las cláusulas económicas y financieras
del Tratado de Versalles, que no quiso adaptarse a ellas, y que
creó deliberadamente aquella situación para demostrar
que no podía hacerlo. El autor de este estudio ha demostrado
hasta la saciedad que, por famosos y autorizados que pudieran
ser
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los que mantienen esa tesis, en este caso dan pruebas de una supina
ignorancia; por tanto, se limitará a remitir a socialistas
y comunistas de hoy a sus predecesores de 1919, cuyo razonamiento
en la materia era impecable y continúa siéndolo.
Lo cierto es que, en un clima de malestar social llegado a su paroxismo y cuya clave estaba en manos del partido nacional-socialista, el canciller del Reich, von Schleicher, que había sucedido a von Papen, el cual, a su vez, había sucedido a Brunning -- ¡todo ello en el espacio de ocho meses con dos elecciones legislativas de por medio! --, al encontrarse sin mayoría de gobierno en el Reichstag presentó la dimisión, el 28 de enero de 1933. Dos días después, el 30 de enero, el anciano mariscal Hindenburg, que presidía los destinos del Estado, nombró como sucesor de Schleicher a Adolfo Hitler.
No es que lo hiciera de buena gana: hasta
entonces sólo había hablado de Hitler con desprecio,
refiriéndose a él como a «ese cabo de Bohemia».
Pero, las circunstancias mandaban. Al decir que no había
mayoría de gobierno nos referimos, desde luego, a una mayoría
de centro, excluyen do a nacionalsocialistas y comunistas, ya
que los votos sumados de esos dos extremismos la obtenía
numéricamente en todas las consultas electorales. Pero,
aritméticamente, dos bloques contaban con la mayoría
necesaria, cada uno de ellos apoyado en un ala: uno de izquierda,
que hubiera englobado a comunistas socialdemócratas y centro
católico, a los cuales se habrían unido los escasos
supervivientes del partido demócrata; y otro de derecha,
que hubiera aliado al centro católico con los nacional
socialistas. Los comunistas, que votaban sistemáti-
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camente contra todos los gobiernos, sin hacer distinciones entre
ellos -- procedimiento que, entre paréntesis, había
empujado a todas las mayorías parlamentarias hacia la derecha
desde 1919 --, hacían imposible el primero de aquellos
bloques, y ésa fue la causa que decidió al centro
católico, cuando se convenció de que no existía
ninguna posibilidad de obtener el apoyo de los comunistas contra
Hitler en el Parlamento, a buscar un arreglo con Hitler. El artífice
de aquel arreglo fue Monseñor Kaas, jefe del centro católico.
El episcopado alemán, en peso, se mostró hostil.
Pero, después de las elecciones del 6 de noviembre de 1932,
y a la vista de unos resultados que no habían cambiado
apenas nada en lo que respecta a las fuerzas entre los grupos
parlamentarios, Monseñor Kaas pronunció un discurso
cuyo tema, en substancia, era que había que poner fin al
malestar social, que sólo había un medio de conseguirlo,
que presentarse ante el cuerpo electoral cada tres o cuatro meses
no hacía más que mantener la agitación en
el país, sin modificar para nada la situación parlamentaria,
y que, dado que no existía ninguna posibilidad de establecer
un compromiso con los comunistas, sólo quedaba un camino:
tratar de establecerlo con Hitler. Y se dedicó a aquella
tarea. Hitler, convencido de que una vez nombrado canciller del
Reich nada podría impedirle obtener constitucionalmente
los plenos poderes, se mostró favorable al acuerdo, a condición
de que el cargo de canciller fuese para él.
El gobierno que el nuevo canciller constituyó
el 30 de enero de 1933 sólo incluía, aparte del
propio Hitler, a dos nacional-socialistas: Frick, ministro del
Interior, y Goering, ministro de Estado. Los otros cargos, en
número
[177]
ocho, fueron atribuidos a miembros del partido nacional alemán
y de otros pequeños grupos políticos de derecha
(von Papen fue nombrado vicecanciller). Y aquella composición
apareció como la prueba de que Hitler tenía la intención
de gobernar constitucionalmente.
El verdadero gobierno nacional-socialista sólo fue constituido después de las elecciones que tuvieron lugar el 5 de marzo de 1933, ya que, en la primera reunión del Gabinete que había formado el 30 de enero, Hitler obtuvo de él la decisión de disolver una vez más el Reichstag, lo cual fue su primer acto de gobierno.
Aquellas elecciones del 5 de marzo de
1933 adquirieron un giro especial y merecen que nos detengamos
un instante en ellas. En primer lugar, se desarrollaron bajo el
control del partido nacional-socialista en el poder, lo cual es
un argumento de peso. En segundo lugar, Monseñor Kaas,
jefe del centro católico, estaba convencido de que Hitler
gobernaría constitucionalmente; el propio Hitler se lo
había prometido personalmente, y, en un gran discurso electoral
que pronunció en Colonia el 2 de marzo, bajo la presidencia
del que debía convertirse en canciller Adenauer, en aquella
época alcalde de Colonia, Monseñor Kaas expuso detalladamente
sus puntos de vista -- con los que Adenauer estaba de acuerdo
--, afirmando que, para salvar a Alemania, no había más
solución que aquélla, ya que los comunistas... Finalmente,
el vicecanciller von Papen fonnaba equipo con Hitler ante el cuerpo
electoral. Resultado: Hitler obtuvo 17.265.800 votos, es decir,
el 43,7%, y 288 diputados, y von Papen, 52 diputados, con el 8%
de los votos. El nuevo Reichstag estaba formado por 648 diputados:
una mayoría aplastante. A partir de
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entonces, el camino quedaba expedito ante HitIer: los plenos poderes
le fueron rápidamente concedidos en forma constitucional,
y supo utilizarlos para unir como una piña al pueblo alemán,
el cual, por una mayoría muy próxima a la unanimidad,
le ratificó su confianza varias veces.
Se ha dicho que todo el arte de Hitler
consistió en convencer al pueblo alemán de que el
Tratado de Versalles era la causa de todos sus males. Pero, en
lo que toca a ese punto, todos los partidos alemanes, de la extrema
izquierda a la extrema derecha, usaban el mismo lenguaje. Entonces,
¿por qué Hitler y no los social-demócratas,
el centro católico o los comunistas? La respuesta es sencilla:
Hitler fue lo bastanthábil como para hacer admitir al pueblo
alemán que la hostilidad de los social-demócratas
y del centro católico al Tratado de Versalles era una actitud
de cara a la galería, ya que los primeros lo habían
firmado y, asociados en el poder durante más de una docena
de años, los dos grupos no habían realizado, al
parecer, grandes esfuerzos para obtener su revisión, de
acuerdo con el artículo 19 del Pacto de la Sociedad de
Naciones, que la preveía. Hitler añadía que,
si aquella hostilidad no era real, se debía al hecho de
que los dos partidos estaban mediatizados por el judaísmo,
al cualidentificaba con el gran capitalismo internacional, único
beneficiario de aquel Tratado. En cuanto a los comunistas, no
eran más que los agentes de una empresa inspirada también
por los judíos -- ¿acaso Marx no era judío?
--, que sólo aspiraba a ejercer una influencia más
absoluta aún sobre Alemania, por medio de una agitación
social cuyo objetivo no era otro que el de desorga-
[179]
nizar su vida económica y política. Una Alemania
víctima de los judeo-marxistas, cuya capital era Moscú.
Representado a través de Stalin, para Hitler fue un juego
de niños presentar al bolchevismo como un verdadiro espantajo:
un espantajo con afiladas garras que devoraría irremediablemente
a Alemania, si ésta no conseguía levantar todas
las hipotecas que el Tratado de Versalles hacía pesar sobre
ella.
Expuesto en un tono de voz a la vez firme
y decidido, con un lenguaje claro, esmaltado de fónnulas
impresionantes y que «alcanzaba a menudo las cumbres de
la elocuencia», tal como reconoce el propio William L. Shirer
(1), todo aquello convenció al pueblo alemán de
que Hitler era el único hombre capaz de sacarli del callejón
en que le mantenía el Tratado de Versalles. De todos modos,
en doce años, los otros no le habían sacado de él.
¿Sobre el fondo del asunto? Es evidente que, al igual que
todas las doctrinas forjadas en el fuego de la acción --
y el bolchevismo no escapa a esta regla -- el nacional-socialismo
era una doctrina inhumana. Sin embargo, algún día
habrá que reconocer que, al menos en un puato, es indiszutible
que tenía razón: en lo que respecta al Tratado de
Versalles, causa indudable de todos los rrales que sufría
el pueblo alemán. Y como ese punto era al tema central
de toda la propaganda política de Hitler, le prestó
toda su fuerza. Hasta el extremo de que, desde 1924 (elecciones
legislativas del 7 de diciembre) a 1932 (elecciones legislativas
del 6 de noviembre), el partido nacional-socia-
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lista pasó del 3% al 33,1% de los votos (en las del 31
de julio de 1932 llegó a obtener el 37,3%).
En materia de propaganda, ya he dicho en otra parte (2) cómo la finanza internacional y no únicamente alem ana eligió, especialmente a partir de 1928, el subvencionar a Hitler y aportar a sus argumentos económicos y políticos la ayuda de sus argumentos contantes y sonantes, con preferencia a todos los partidos alemanes que abogaban por la revisión del Tratado de Versalles a través de caminos y medios más moderados.
No insistiré en el tema: con ese telón de fondo, de ló que aquí se trata es del papel del factor religioso en la ascensión de Hitler al poder.
II. Los móviles de los protestantes
En mi opinión, nada puede poner mejor en evidencia el papel de aquel factor que una ojeada a las cuatro últimas elecciones que acabaron con la República de Weimar: la del presidente del Reich, los día 14 de marzo y 10 de abril de 1932, y las tres elecciones legislativas que tuvieron lugar después de tres disoluciones del Reichstag, los días 31 de julio y 6 de noviembre de 1932, y el 5 de marzo de 1933.
La experiencia ha acabado por hacenne
prudente, de modo que empezaré citando algunos textos de
un hombre
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que, al igual que la mayoría de las celebridades del antinazismo
actual, por no haber luchado nunca contra Hitler y haberse limitado
a señaIar los puntos entre él y nosotros, tiene
sobre mí la ventaja de no resultar sospechoso: M. William
L. Shirer, al cual he recurrido ya dos o tres veces. Como periodista
americano, M. William L. Shirer ha seguido paso a paso al nacional-socialismo
desde sus orígenes hasta su caída. Y además
es protestante, y a títuIo de tal su opinión es
digna de interés: únicamente a título de
tal, porque en el terreno de la historia... Bien, he aquí
lo que dice, por haberla observado de cerca, de la elección
presidencial de los días 14 de marzo,y 10 de abril de 1932:
«Todas las normas tradicionales de clases y de partidos quedaron subvertidas en el ardor de la batalla electoral. Hindenburg, protestante, prusiano, conservador y monárquico, tuvo el apoyo de los socialistas, de los sindicatos, de los católicos del partido del Centro de Brunning y de los restos de los partidos burgueses, liberales y democráticos. Hitler, católico, austríaco, ex vagabundo, nacional--socialista, jefe de las masas de la pequefia burguesía, se aprovechó, además del de sus partidarios, del apoyo de los grandes burgueses del Norte (3), de los Junkers terratenientes y conserva¿ores y de un gran número de monárquicos, incluido, en el último momento, el propio ex Kronprinz» (4).
Y más adelante:
«A excepción de los católicos, la clase media y la alta
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burguesía habían votado evidentemente en nazi» (5). Hemos leído bien: «A excepción de los católicos... »
Más adelante aún, pero esta vez a propósito de las elecciones para el Reichstag:
«Durante aquellas elecciones para el Reichstag (se trata de las tres), no podía dejar de observarse que el clero protestante -- Niemöller era un ejemplo que sobrepasaba la medida - apoyaba abiertamente a los nacionalistas e incluso a los enemigos nazis de la República. Al igual que Niemóller, la mayoría de los protestantes saludaron con júbilo el advenimiento de Hitler a la Cancillería en 1933» (6).
En aquella época, todos los corresponsales de todos los periódicos del mundo difundieron la misma información, a menudo en términos mucho más concretos, por todas las capitales. Este hecho ha sido'recordado con frecuencia -- por una prensa que no cuenta con demasiados lectores, es cierto --, sin que nunca haya sido objeto de ningún mentís. Los interesados y sus amigos se han hecho el sordo, sencillamente: el manto de Noé. Por lo tanto, puede darse por establecido: el clero protestante alemán estuvo al lado de Hifler en sus campañas electorales.
¿Cuál fue la actitud del
clero católico? Antes de cada una de aquellas elecciones
la Conferencia del episcopado católico se reunió
en Fulda para una toma de posición política, y cada
vez terminó con una declaración colectiva hecha
pública que condenaba al nacional--socialismo, en
[183]
términos virulentos, como a «un retorno al paganismo»,
y a sus miembros como a «renegados de la Iglesia a los cuales
hay que negar los sacramentos», recomendaba no votar por
sus candidatos y prohibía «a los católicos
ser miembros de sus organizaciones juveniles o de otra clase».
En abril de 1932, en la segunda vuelta de la elección
presidencial, los obispos católicos alemanes recomendaron
incluso votar por el protestante Hindenburg, en
tanto que, como se ha visto, el clero protestante hacía
votar por Hitler...
No entraremos en el detalle de los textos que atestiguan aquella toma de posición. Bastará citar un hecho que los resume todos, y que tuvo una gran resonancia en la prensa no-católica: hasta el último momento, en las horas cruciales de marzo de 1933, incluso después de la victoria del nacional-socialismo en las elecciones legislativas del 5 de aquel mes, a propósito de las cuales la Conferencia de Fulda del 22 de febrero había recomendado votar, como en las anteriores, contra sus candidatos, el episcopado católico le fue siempre violentamente hostil.
La sesión de apertura del nuevo
Reichstag elegido el 5 de marzo tuvo lugar el 21 del mismo mes.
En Postdam, de acuerdo con el ritual y, también de acuerdo'con
el ritual, fue precedida por dos ceremonias religiosas, una en
la iglesia de San Nicolás, para los protestantes, otra
en la iglesia de San Pedro, para los católicos. En la primera,
la misa fue oficiada por el obispo protestante de Berlín,
el Dr. Dibelius, quien pronunció un sermón con el
cual acogía la victoria de Hitler sobre el significativo
tema de sus disposiciones de ánimo: «Si Dios está
con
[184]
nosotros, ¿quién estará contra nosotros?».
En la segunda, el obispo católico de Berlín, Monseñor
Christian Sclireiber, que debía oficiar la misa, se declaró
enfermo -- una enfermedad diplomática, comentó la
prensa nacional-socialista --, y a fin de evitar un estallido
delegó a uno de sus vicarios para que le reemplazara.
Contrariamente a la costumbre que exigía que el canciller del Reich asistiera a las dos ceremonias, y que exigía tanto más su presencia en la segunda, ya que era católico, Hitler no asistió a ella. Al día siguiente, 22 de marzo, la Koelnische Volkszeitung, subrayando el hecho, justificaba la ausencia de Hitler y de su ministro de Propaganda (Goebbels), diciendo que se debía a «una declaración de los obispos católicos de Alemania en la cual los jefes y los miembros del N.S.D.A.P. (partido nazi) eran calificados de renegados de la Iglesia a los cual es había que negar los sacramentos. (Declaración de la Conferencia de Fulda a que nos hemos referido anteriormente.)
«Durante la ceremonia, el canciller y el ministro de Propaganda, Dr. Goebbels, impresionados por la declaración, visitaron las tumbas de sus compañeros muertos y enterrados en el cementerio municipal de Berlin», añadía el periódico.
Lo que demuestra que aquella condena
del nacionalsocialismo no fue obra del episcopado católico
alemán actuando por su propia iniciativa, sin tener en
cuenta la opinión del Vaticano (donde el Cardenal Pacelli,
futuro Pío XII, era secretario de Estado), es el hecho
de que la Iglesia católica reaccionó del mismo modo
en todas partes. Ya es sabida la actitud de los católicos
franceses. En
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Austria se leyó en todas las iglesias una carta pastoral
de monseñor Johannes Sfoellner, obispo de Linz, con fecha
del 23 de enero de 1933, carta que fue reproducida
casi íntegramente por todos los periódicos austríacos
y por todos los periódicos católicos alemanes. No
vamos a reproducirla aquí: nos limitaremos a copiar el
párrafo con que el Die schoenere Zukunft de Munich
la presentaba a sus lectores el 7 de febrero de 1933:
«Como es sabido, los obispos católicos de Alemania se han pronunciado ya en diversas ocasiones contra el nacional-socialismo. Ahora, el Dr. Sfoellner -- el primero entre los obispos austríacos -- acaba de publicar una carta pastoral en la cual condena al nacional-socialismo como hostil a la Iglesia. Y, como en la católica Austria, los nacional-socialístas se hacen pasar, sea en sus reuniones, sea en su prensa, por verdaderos católicos, la actitud del obispo de Linz presta un servicio de suma importancia al desenmascarar su doble juego. Por ese motivo reproducimos a continuación el texto de su carta pastoral.»
En aquella condena del nacional-socialismo
por toda la Iglesia, no se han puesto en duda los sentimientos
de Pío XI, entonces Papa, sino únicamente los de
su secretario de Estado, el Cardenal Pacelli, y únicamente
después de la guerra. Eso sólo ha sido posible porque
el Cardenal Pacelli se preocupó muy poco de hacerse publicidad
a sí mismo y de poner de relieve su papel personal: como
hombre bien educado, sabía que la personalidad a destacar
era la de Pío XI. Afortunadamente, otros se han encargado
de hacerlo por él. A raíz de un incidente que tuvo
lugar en 1935 entre el Estado alemán y el episcopado
(se trataba de un asunto detransferencia de divisas), unos
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emigrados alemanes católicos refugiados en Suiza y que
publicaban en Lucerna Die deutschen Briefe, escribían
en el número del 26 de agosto de aquella publicación:
« ...El Papa, el Cardenal Pacelli y una parte del episcopado alemán querían que la Conferencia de Fulda (que se había reunido del 19 al 23 para tomar posición acerca de aquel asunto) pusiera de nuevo en vigor la prohibición para los católicos de ser miembros del N.S.D.A.P. y de las. organizaciones juveniles o de otra clase del partido.»
Era la ruptura del Concordato firmado
el año anterior entre el Tercer Reich y la Santa Sede.
Fue evitada, no por una concesión del Papa, del Cardenal
Pacelli o del epiicopado, sino por una concesión del Tercer
Reich en el curso de una entrevista entre el Dr. Kerrl, ministro
de los Cultos, y el Cardenal Bertram, presidente de la Conferencia,
celebrada en Fulda el mismo 19 de agosto. El ministro prometió
«llamar al orden a los extremistas anticristianos del partido»
(7), y Hitler confirmó telegraficamente aquella promesa.
A pesar de todo, la Conferencia publicó una carta colectiva
de los obispos que fue leida en todas las Iglesias católicas
de Alemaria el 1 de septiembre de 1935 y que, el 19
del mismo mes, publicó íntegramente el semanario
parisiense Sept (¡de Francois Mauriac!) con el comentario:
«Declaraciones claras concretas... se ha decidido unánimemente
combatir neo-paganismo (al nacional-socialismo) y organizar una
defensa activa contra él». De acuerdo con Pío
XI y Cardenal Pacelli, los cuales, como se ha visto, habían
intervenido. Todo eso demuestra que en aquella época no
[187]
se le había ocurrido a nadie la idea de que el que había
de convertirse en Pío XII no fuera profundamente hostil
al nacional-socialismo. Los artículos del Populaire
(socialista) y L'Humanité (comunista), que saludaron
su elección y que se encontrarán en uno de los Apéndices
de este libro, demuestran, por su parte, que en 1939 la situación
no había cambiado. Finalmente, los otros extractos de prensa
que se incluyen en otro Apéndice demuestran que la situación
continuaba siendo la misma mucho después de haber terminado
la guerra.
Para concluir con el papel desempeñado por el factor religioso en la ascensión de Hitler al poder, digamos que los protestantes alemanes, que reprochan una actitud «pro-nazi» en Pío XII, fueron un factor del éxito de Hitler, contra el cual se estrellaron la Iglesia católica, Pío XI, el Cardenal Pacelli y el episcopado alemán. Si se tiene en cuenta que, en la Alemania de 1932-1933, los protestantes representaban una proporción muy cercana a los dos tercios de la población, y los católicos únicamente una proporción muy cercana a un tercio, puede decirse que, de hecho, le reprochan a la Iglesia católica y al Cardenal Pacelli, secretario de Estado del Vaticano y posteriormente Pío XII, el no haber conseguido cambiar de signo una situación que ellos mismos habían creado.
Pero, veamos la continuación.
En aquella sesión de apertura
solemne del nuevo Reichstag, el 21 de marzo de 1933, la declaración
de política general de Hitler fue aprobada por 445 votos
contra 94. Había 535 diputados presentes: el resto, hasta
648,
[188]
especialmente el grupo comunista completo y una docena de socialdemócratas
habían sido detenidos y colocados en la imposibilidad de
tomar parte en la votación. Monseñor Kaas, portavoz
del Centro Católico, había tomado la palabra para
recomendar calurosamente la aprobación de la declaración,
y su grupo parlamentario le siguió de un modo unánime.
Pero Monseñor Kaas no representaba la opinión del
episcopado católicc) alemán; se sabe que el 19 de
febrero de 1933, unos días antes de que Monseñor
Kaas pronunciara, el 2 de marzo siguiente y bajo la aprobadora
presidencia del Dr. Konrad Adenauer, en aquella época alcalde
de la ciudad, su discurso recomendando un entendimiento con Hitler,
saliendo fiador de sus intenciones, la Conferencia de Fulda había
renovado el anatema del Episcopado contra el nacional-socialismo.
Por otra parte, el 2 de abril siguiente, Monseñor Kaas
presentó, su dimisión del cargo de presidente del
grupo parlamentario del Centro Católico y, el 9, con el
pretexto de servir de intermediario entre el Tercer Reich y la
Santa Sede en las negociaciones previas del Concordato, acompañó.
a von Papen y a Goering a Roma, donde desapareció como
si se lo hubiese tragado la tierra: nunca más volvió
a vérsele en Alemania, y la opinión más corrientemente
admitida es la de que, descontenta de su actitud favorable a Hitler
desde noviembre de 1932, la Santa Sede le había obligado
a retirarse de la escena política. El hecho tiene suma
importancia, ya que Monseñor Kaas ha sido frecuentemente
como prueba de las simpatías de la Iglesia católica
hacia Hitler. Desde luego, pueden citarse casos de obispos católicos
acusados justamente de patizar con el nacional-socialismo: Monseñor
Groeber,
[189]
por ejemplo, obispo de Friburgo, o Monseñor Berning, obispo
de Osnabrück. Pero esos casos se dieron después
de la ascensión de Hitler al poder, y constituyen excepciones
de la regla general. En tanto que, del lado prmestante, antes
del triunfo de Hitler y mucho tiempo después, las
excepciones entre los obispos son los casos de hostilidad a Hitler,
como no tardaremos en ver.
Volviendo al Reichstag, la sesión de apertura solemne del 21 de marzo, en la cual se aprobó la declaración de política general por 441 votos contra 94 (los de los socialdemócratas, secundando la actitud de su jefe), fue seguida por otra, celebrada el 23 de marzo y en el curso de la cual, por la misma mayoría, Hitler obtuvo los plenos poderes por cuatro años en forma de una ley llamada «Ley para aliviar la angustia del pueblo y del Reich» (Gesetz zur Behebung der Not von VoIk und Reich). Al presentar aquella ley, Hitler declaró:
«El gobierno sólo hará uso de esos poderes en la medida en que son esenciales para adoptar decisiones de una necesidad vital. Ni la existencia del Reichstag ni la del Reichsrat están amenazadas. La posición y los derechos del presidente (del Reich) permanecen inmutables... no cambiará la existencia individual de los Estados de la federación. Los derechos de las Iglesias no se verán disminuidos y sus relaciones con el Estado no se modificarán. El número de casos en que una necesidad interna exige tener que recurrir a una ley semejante es muy limitado» (8).
Durante aquel discurso anunció
también «su esperan-
[190]
za de llegar a unos acuerdos entre las Iglesias y el Estado»,
y de un modo especial «de mejorar nuestras buenas relaciones
con la Santa Sede», aludiendo claramente a su deseo de establecer
un Concordato con ella.
La Conferencia de Fulda del episcopado católico alemán, reunida el.29 de marzo de 1933, declaró:
«Hay que reconocer que el representante supremo del gobierno del Reich y al mismo tiempo jefe autoritario del movimiento nacional-socialista, ha hecho unas declaraciones solemnes que afirman la inviolabilidad de la doctrina y de la fe católicas y de las misiones, y de los derechos inmutables de la Iglesia, declaraciones en las cuales asegura de un modo explícito que los tratados de Estado concluidos entre ciertos países alemanes y la Santa Sede permanecen en vigor» (9).
Comentando este texto, Monseñor Preysing, arzobispo de Munich, añadió el 30 de marzo: «Las declaraciones que el canciller del Reich hizo el 23 de marzo ante el Reichstag alemán, autorizan a los obispos a suspender, en los momentos actuales, la oposición que han manifestado hasta ahora» (10). Se trata, desde luego, de la oposición al gobierno, no de la oposición a la doctrina nacional-socialista. Obsérvese, además, la précaución: en los momentos actuales, lo cual no significa definitivamente.
Todos los obispos del Reich repitieron
a sus fieles la declaración de Fulda en lo! mismos términos,
y el Osservatore Romano (11), y en consecuencia la Santa
Sede, dio su aprobación.
[191]
La tregua entre la Iglesia y el Tercer Reich no duró mucho:
el tiempo de firmar un Concordato. Apenas firmado, se reanudó
la lucha con motivo de las múltiples violaciones de que
fue objeto por parte de las autoridades del Tercer Reich: de ahí
las notas de protesta del cardenal Pacelli, la encíclica
Mit brennender Sorge, las reiteradas condenas del
nacional-socialismo por el Cardenal Pacellí convertido
en Pío XII, etc. No insistiremos en el tema.
Durante ese período, ¿cómo se comportaba la jerarquía protestante con respecto a Hitler y al nacional-socialismo?
Sólo a principios de 1934 empezaron a cuartearse las relaciones entre el Tercer Reich y la Iglesia protestante, y aun entonces únicamente entre el Tercer Reich y una pequeña minoría de pastores. La diferencia sobrevino a propósito de la constitución de la Iglesia protestante en Iglesia del Tercer Reich, proyecto que Hitler acariciaba paralelamente a su proyecto de Concordato con la Santa Sede.
Al principio, aquel proyecto tuvo la
adhesión de toda la jerarquía protestante en su
conjunto. Al menos, entre los 17.000 pastores no se alzó
ninguna voz para protestar. En cambio, nos dice William L. Shirer,
3000 de ellos, acaudillados por un tal Ludwig Mueller, capellán
militar del distrito de la Prusia oriental, amigo del Führer
y nazi convencido, eran militantes activos del N.S.D.A.P., «sostenían
en el seno de la Iglesia protestante las doctrinas raciales nazis
y el principio de la supremacía alemana, y querían
verlos aplicar a una Iglesia del Reich, que
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reuniria a todos los protestantes» (12). Los estatutos de
aquella «Iglesia del Reich» fueron elaborados por
los representantes de las diversas Iglesias protestantes de Alemania
-- ¡las había de 28 clases! --, siendo reconocida
oficialmente por el Reichstag el 14 de julio. No hay que olvidar
que el primer reproche que se hace a Pío XII, entonces
Cardenal Pacelli y secretario de Estado del Vaticano, es el de
haber entrado en contacto con las autoridades del Tercer Reich
con vistas a la firma de un Concordato, a pesar de todas las fechorías
del nazismo: los protestantes que le han formulado ese reproche
estaban también en contacto con ellas. Y lo mismo puede
decirse de las democracias inglesa y francesa, que en aquella
época preparaban el famoso Pacto de los Cuatro. Al parecer,
la lógica de todos esos individuos establece que durante
el verano de 1933 todo el mundo tenía el derecho moral
de negociar con el Tercer Reich... menos la Santa Sede.
No habiendo surgido ninguna objeción
de principio en los medios protestantes, fue abordada la etapa
siguiente: el nombramiento del Papa de la nueva Iglesia. Se procedió
a él a principios de septiembre, en el sínodo de
Wittenberg. El candidato de los delegados de aquel sínodo
era el pastor Friedrich von Bodelschwingh, y el del Führer,
tal como lo manifestó públicamente por radio la
víspera de la elección, su amigo Lugwig Mueller.
El pastor Friedrich von Bodelschwingh retiró su candidatura
y Ludwig Mueller fue elegido por unanimidad. Ni el Führer
ni nadie había pensado en el reverendo Dr. Martín
Niemöl-
[193]
ler. Malas lenguas afirmaron que el Dr. Niemöller quedó
profundamente dolido por aquel olvido pero, si bien es cierto
que de allí emana su oposición a Hitler, hay que
reconocer que no la manifestó inmediatamente. Había
contribuido a crear una asociación de pastores, Der
Pfarrernotbund (Unión de los pastores contra la necesidad),
de la cual era presidente, y a fin de que nadie pudiera desconfiar
de sus intenciones, inmediatamente después del nombramiento
del Dr. Ludwig Mueller como jefe de la Iglesia del Reich dirigió
hna circular a todos los pastores que decía: «Los
miembros de la Unión de los pastores contra la necesidad
se alinean incondicionalmente al lado del Führer Adolfo Hitler».
El 14 de octubre siguiente, Alemania abandona la Sociedad de Naciones dando un portazo. El presidente Niemöller, en nombre de la Unión de los pastores contra la necesidad, telegrafía a Hitler:
«En esta hora decisiva para el pueblo y la patria alemana, saludamos a nuestro Führer y le reiteramos nuestro apoyo fiel y nuestros profundos pensamientos.»
Su actividad en nombre de aquella organización le lleva a la cabeza de una de las 28 sectas protestantes alemanas, la Iglesia confesante, la cual trata de cristalizar una oposición a la Iglesia del Reich recientemente creada.
Pero aquella oposición dirige sus tiros contra la IgIesia del Reich más que contra Hitler y el nacional-socialismo, ya que, habiendo conseguido Hitler poner a las dos partes en presencia, el 25 de enero de 1934, con vistas a un acuerdo, Niemöller declara ante el Führer:
«No necesitamos aseguraros hasta qué punto os estamos agradecidos por haber arrancado al pueblo alemán
[194] de la desintegración interior y exterior y por haber liberado sus fuerzas a través de una nueva expansión.»
No pasa nada, y las disensiones entre la Iglesia confesante y las otras sectas protestantes quedan como estaban. En realidad, aquellas disensiones en el seno de la jerarquía sólo traducen, nos dice William L. Shirer, por parte de las Iglesias protestantes «la resistencia a la nazificación de una minoría de pastores y de una minoría todavía más débil de fieles» (13).
En julio de 1935, Hitler trata una vez más de eliminar todas aquellas disensiones que, sin que lleguen a inquietarle, le molestan. Encarga pues a su ministro de los Cultos, el Dr. Kerrl, que provoque una nueva reunión. De ella surge un Consejo de la Iglesia, presidido por el doctor Zoellner, un venerable pastor al que todas las facciones protestantes estiman y respetan. El Dr. Martin Niemöller, sin dejar de sostener que su Iglesia protestante es la única Iglesia protestante verdadera, acepta colaborar con el Consejo.
En mayo de 1936 dirige una nota cortés a Hitler para protestar contra las tendencias anticristianas del régimen y pedirle que se ponga término a la injerencia del Estado en los asuntos eclesiásticos. Hitler no se la toma en cuenta.
El 27 de junio de 1937 se coloca
públicamente en la oposición con un sermón
pronunciado en la iglesia de Berlín-Dalhem, basado en el
tema de su nota de mayo de 1936. Aquel sermón contenía
un párrafo que era una desafío: «No pensamos
en utilizar nuestros propios po-
[195]
deres para escapar al brazo de la autoridad más de lo que
lo hicieron los apóstoles de antaño. Ni estamos
dispuestos a guardar silencio por orden del hombre cuanda Dios
ordena hablar. Ya que, hoy y siempre, debemos obedecer a Dios
antes que al hombre» (14).
El 1 de julio fue detenido, encarcelado, y el 2 de marzo de 1938 compareció ante un tribunal especial (Sondergericht) que le condenó a siete meses de cárcel y dos mil marcos de multa. La detención preventiva cubría la pena de prisión: a su salida de la sala donde se habia celebrado el juicio, fue recogido por la Gestapo y enviado a un campo de concentración (a Sachsenhausen durante unos meses, luego a Dachau) como «prisionero personal del Führer», lo cual representaba una especie de protección. Salió de aquel campo liberado por las tropas americanas.
Lo menos que puede decirse es que, viniendo
de un hombre que se había adherido al nacional-socialismo
en 1924, que lo había apoyado en todas las circunstancias,
y de un modo especial en sus campañas electorales, autor
de un libro que era una apología del nacional-socialismo
(15) y terminaba con una nota expresando su satisfacción
por el hecho de que la revolución nacional-socialista hubiera
finalmente triunfado, provocando aquel renacimiento nacional,
aquella toma de posición llegaba un poco tarde. Si estuviéramos
seguros de que aquel salto a la
[196]
oposición no era sospechoso, diríamos de buena gana:
«Más vale tarde que nunca». Pero, ¿qué
pensar de aquella carta que en septiembre de 1939, una
vez estallada la guerra (y tras un internamiento que se prolongaba
desde julio de 1937), escribió a su amigo el gran
almirante Raeder?:
«Dado que espero inútilmente desde hace mucho tiempo mi orden de incorporación al servicio, me presento expresamente como voluntario. Tengo 47 años, estoy perfectamente sano de cuerpo y de mente, y os ruego queráis destinarme a un puesto cualquiera en los servicios de guerra» (16).
Voluntario en los ejércitos del nacional-socialismo, con pleno conocimiento de causa de los objetivos que perseguía: he aquí un hecho que arroja una luz especial sobre la naturaleza y la sinceridad de su «oposición al régimen».
Tal es, en Alemania, uno de los hombres más eminentes, el cual, después de haber inducido durante años enteros a los hombres sobre los cuales ejercía alguna influencia a que se unieran al nacional-socialismo, y que no participó en la aventura nazi porque Hitler no le admitió en sus ejércitos, pidió a continuación que se depurara sin piedad a los que habían seguido su consejo. Y el cual figura entre los acusadores de más peso de Pío XII y los partidarios más ardientes de M. Rolf Hochhuth, quien por otra parte es una de sus ovejas.
La detención del pastor Niemüller
decapitó a la Iglesia confesante: apenas se oyó
hablar más de ella. En el otro clan protestante, el 12
de febrero de 1937, el doctor
[197]
Zoellner había presentado la dimisión de su cargo
de presidente del Consejo de la Iglesia, porque la policía
del Tercer Reich le había impedido trasladarse a Lübeck,
donde habían sido detenidos nueve pastores protestantes,
para efectuar una encuesta. A finales de año, el doctor
Marahrens, obispo de Hannover, que le había sucedido en
el cargo, declaró públicamente: «El concepto
nacional-socialista de la vida es la enseñanza nacional
y política que determina y caracteriza el comportamiento
del pueblo alemán. Por eso resulta indispensable que las
cristianos alemanes se adapten también a él ...».
En la primavera de 1938, llegó al extremo de ordenar
a todos los pastores de su diócesis que prestaran juramento
de fidelidad al Führer. «En poco tiempo -- nos dice
William L. Shirer -- la inmensa mayoría de los eclesiásticos
protestantes prestaron aquel juramento» (17). Y lo mismo
ocurrió en toda Alemania. No cabe duda de que muchos pastores
se resistieron a la nazificación de la Iglesia protestante
alemana: centenares y centenares de ellos fueron detenidos y enviados
a campos de concentración. Pero también fueron detenidos
y enviados a campos de concentración centenares y centenares
de sacerdotes católicos. Lo que importa señalar
es que los resistentes protestantes iban contra la línea
general de su Iglesia, en tanto que los resistentes católicos
estaban en la línea general de la suya. Se me disculpará
el haber recurrido con tanta frecuencia a M. William. L. Shirer,
pero se da el hecho de que, a pesar de ser protestante, nadie
ha sabido reflejar mejor que él la conducta general del
conjunto de pro-
[198]
testantes alemanes, pastores y ovejas reunidos, acosados entre
los partidarios de una Iglesia protestante transformada en Iglesia
del Reich, y los de su independencia política absoluta.
«En medio -- escribe -- se encontraba la mayoría
de los protestantes que parecían demasiado timoratos para
unirse a las filas de uno de los dos grupos combatientes y que
terminaron, en su mayoría, por aterrizar en los brazos
de Hítler, aceptando el verle intervenir en los asuntos
de la Iglesia y obedeciendo sus órdenes sin protestar abiertamente»
(18).
Ni de ninguna otra forma.
Esas afirmaciones no poseen un gran valor indicativo: hay que tener en cuenta el temor que el régimen inspiraba al clero y a la masa de los protestantes alemanes. Pero ese régimen, que inspiraba Los mismos temores a los católicos, no obtuvo de ellos que «la mayoría», con el clero a la cabeza, cayesen «en brazos de Hitler» y aceptasen «verle intervenir en los asuntos de la Iglesia». Hay que convenir en que los católicos tenían una apreciable ventaja sobre los protestantes: un nuncio en Berlín y un Papa en Roma, el primero inviolable y el segundo fuera del alcance de las represalias, que podían protestar en nombre suyo y que no dejaban de hacerlo. Dicho esto, recordemos que fue un obispo católico, monseñor von Galen, de Munster, y no un obispo protestante, el que se alzó contra la eutanasia...
Era necesario recordar con detalle el
comportamiento de la Iglesia protestante, de su episcopado y de
sus 17.000 pastores tomados en su conjunto. No lo hemos hecho
[199]
con el corazón alegre: si la misericordia para todos los
pecades es la ley del Dios de los cristianos, es también
la de la conciencia de los ateos, aunque por desgracia no sea
la de los hombres en general. Si, olvidando la ley de su propio
Dios hasta el punto de cargar la conciencia de un inocente con
un pecado que no cometió y ella cometió, aquella
Iglesia no se alzara hoy como acusadora, nos hubiéramos
guardado mucho de hacerlo. Y si lo hemos hecho, no ha sido para
imitar a un Hochhuth y lanzar contra ella un anatema cualquiera,
sino únicamente para recordar el viejo proverbio del ladrón
que grita al ladrón. Por otra parte, descendiendo del terreno
de los principios al de los hechos, sabemos perfectamente que,
bajo una dictadura al igual que en la guerra, la conducta de los
hombres pierde todo su sentido y escapa a todo juicio válido.
Lo he experimentado personalmente en el campo de concentración
(en los mismos términes que Louise Michel) y en las operaciones
de guerra. Ningún factor racional interviene ya en ella,
y con mucho más motivo entre los hombres de Fe. Eso es
lo que, en el caso de Pío XII, obliga al respeto, en el
sentido de que la conducta de aquel hombre de Fe, le fue dictada
por principios racionales, los cuales, al contrario de los de
la Fe, son siempre humanos.
Bajo Hitler, pues, volvamos la hoja.
Pero, ¿y antes?
Antes, queda el hecho de que, en su conjunto,
el clero de la Iglesia protestante e incluso, en su seno, la pequeña
minoría que más tarde, mucho más tarde, pasó
a la oposición, con el pastor Martin Niemöller como
tipo más representativo, tomó partido por Hitler
y fue uno de los factores de su éxito cuando Alemania era
una República
[200]
y no se ejercía en ella ninguna presión. Mientras
que el clero católico, la Santa Sede, Pío XI y el
Cardenal Pacelli, futuro Pío XII...
Ese pecado le será perdonado también a la Iglesia protestante: en medio de la ruina de los tiempos... Y, de todos modos, las Escrituras dicen también: «Al que ha pecado mucho, mucho le será perdonado». En virtud de lo cual, le será perdonado incluso el pecado mucho más grave que consiste, hoy, en erigirse en acusadora. Pero, tras haber pasado así la esponja del perdón, queda el derecho a decir que nos hubiera gustado que no cometiera ese último pecado. Que se hubiera dado cuenta de que si alguien podía permitirse acusar en este asunto no era precisamente ella. Y que si, por ventura, uno de sus fieles, descarriado hasta el punto de haber perdido todo sentido moral, como en el caso de M. Rolf Hochhuth, descendía hasta la infamia que es El Vicario, sólo se hubiera asido a la ocasión para entonar su propio mea culpa y, lo más humildemente posible, rendir homenaje a un hombre que, siendo Papa, no dejó de ser mucho más grande ante el nacional-socialismo y la guerra que cualquiera de sus pastores, e incluso que todos los protestantes reunidos en un gigantesco haz.
Sé perfectamente por qué
no lo ha hecho.
En primer lugar, existe aquella disposición
de ánimo ya señalada, y que muy pocos hombres consiguen
superar, que consiste, en los que tienen el sentimiento de su
propia culpabilidad, en tratar de tranquilizar su conciencia buscando
a alguien tanto o más culpable que ellos. Es algo
instintivo y muy humano... en el sentido en que
[201]
este epíteto califica una debilidad del hombre en el terreno
de la inteligencia de las cosas, en un sentido que se halla en
los antípodas del humanismo. En este caso particular existe,
además, el antipapismo congénito de los protestantes,
que es lo esencial del dogma. Y, finalmente, la situación
política completamente nueva creada por la Segunda Guerra
Mundial, y en la cual se encuentra hoy la Iglesia protestante
alemana.
Hija de la Prusia protestante, nacida bajo el signo de la Kulturkampf, la Alemania de 1914 era un Imperio en el cual los protestantes vivían con los católicos en la proporción de dos contra uno: el emperador era protestante, el canciller del Imperio era protestante, los jefes del ejército y de la policía eran protestantes. La Iglesia protestante ejercía una considerable influencia sobre la política: no se hubiese concebido a un alto funcionario católico.
Expresión de un principio liberal,
nacido de una reacción de Bismarck contra la política
de Pío IX y especialmente el dogma de la infalibilidad
pontificia que aquel Papa hizo promulgar por un Concilio (Vaticano
I) el 18 de julio de 1870, la Kulturkampf (vocablo que
significa luzha por la cultura) se tradujo en el nivel gubernamental
por unas leyes de excepcién contra los católicos
(supresión de la libertad de la Iglesia, por ejemplo, a
pesar de que estaba garantizada por la Constitución prusiana
de 1850) que no alcanzaba a los protestantes y que, si se hubiese
tratado únicamente de Prusia no hubieran presentado graves
inconvenientes, a pesar de su evidente injusticia, pero que al
afectar a toda Alemania cristali-
[202]
zaron en contra de él al tercio católico de su población,
precisamente en el momento en que el marxismo en ascensión
movilizaba casi otro tercio contra Bismarck; para no quedar en
minoría en el Reichstag, tuvo que ceder (1880: ley llamada
de la paz religiosa), sin que los católicos hubieran hecho
ninguna concesión. Aquélla fue la primera derrota
política del protestantismo alemán, el cual, desaparecida
la Kulturkampf, perdía su medio de propaganda más
eficaz.
A partir de entonces, la Iglesia católica no dejó de ejercer y de, aumentar paulatinamente su influencia en la política alemana. En competencia con la Iglesia protestante. Los progresos fueron lentos: muy lentos, incluso. Los cargos importantes continuaron siendo durante mucho tiempo privilegio exclusivo de los protestantes, y hubo que esperar a 1930 para que un católico, el Dr. Brunning, accediera al puesto de canciller. Sin embargo, cuando se produjo el advenimiento de Hitler al poder la influencia de la Iglesia protestante era aún preponderante, y, aunque católico de origen, el propio Hitler simpatizaba más con ella que con la Iglesia católica: el solo hecho de que decidiera convertirla en una Iglesia nacional del Reich lo prueba de un modo indiscutible. Podría añadirse, incluso, que desde que Alemania existe, en todas las épocas, los medios protestantes fueron los que expresaron el nacioríalismo alemán en su forma más excesiva, lo cual no de jaba de ser otro puente entre Hitler y ellos. Se ha dicho de aquel nacionalismo que era «prusiano». De acuerdo, pero yo formulo la pregunta: «¿Prusiano porque era protestante, o protestante porque era prusiano?».
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial
terminó tam-
[203]
bién la influencia preponderante del protestantismo sobre
la política alemana. En primer lugar, Alemania quedó
partida en dos: de 17 a 18 millones de sus habitantes del lado
oriental del Telón de Acero, de 51 a 52 millones del lado
occidental. Pero, los 17 a 18 millones de alemanes del lado oriental
son precisamente los protestantes, y el hecho tuvo dos consecuencias:
1. Al otro lado del Telón de Acero,
sometido a la dictadura comunista, el clero protestante ha visto
cómo se le prohibían ciertas tomas de posición,
y, al parecer, soporta esa prohibición con la misma buena
voluntad con que soportó, antaño, las que le fueron
impuestas por el régimen hitleriano. De un modo especial
se deja orientar de muy buen grado hacia la doctrina de la paz
preconizada por la Unión Soviética. Y, en la Alemania
occidental, el clero protestante sigue un camino paralelo: el
pastor Martin Niemöller, comandante de submarino durante
la Primera Guerra Mundial, autor de un libro que es una profesión
de fe de un nacionalismo exacerbado y que termina con una nota
de entusiasta adhesión a la «Revolución nacional-socialista»,
voluntario para el servicio en los ejércitos hitlerianos
en 1939, es en la actualidad el obispo más influyente
del protestantismo alemán... y el caudillo de un movimiento
que hace suyas sistemáticamente todas las consignas de
la Unión Soviética en materia de paz. Los pacifistas
alemanes no podían encontrar a nadie más calificado
para presidir sus destinos. Resumiendo, en lugar de haber sido,
para los veintiocho fragmentos de la Iglesia protestante alemana,
un factor más de división, el Telón de Acero
ha sido un factor de unión, en el sentido de que les permite
manifestar, de cuando en
[204]
cuando, una unidad de criterio, al menos acerca de urt punto:
la paz. Por otra parte, se trata de una tradición del protestantismo
en general: dividido en una infinidad de sectas opuestas en lo
que respecta a los dogmas, nunca ha encontrado el medio de afirmar
su unidad más que acerca de unos problemas que no corresponden
a la religión que profesa.
2. Limitado por el régimen al
papel de agente de la Pax sovietica en sus tomas de posición
públicas al otro lado del Telón de Acero -- régimen
que, entre paréntesis, al igual que a todas las Iglesias,
no le concede más libertal para el ejercicio de su culto
que la que concede a las personas --, la Iglesia protestante alemana
ha visto igualmente limitada por una razón de número
su influencia política en la Alemania del Oeste: en 1965,
protestantes y católicos no se encuentran ya, como en la
Alemania anterior a 1914 o de entreguerras, en la proporción
de dos protestantes por un católico, sino únicamente
de seis protestantes por cinco católicos (19), es decir,
un número sensiblemente igual, con una leve ventaja para
los protestantes. Políticamente, la situación se
traduce así: cuando el presidente de la, República
es protestante (Heuss), el canciller es católico (Adenauer),
y cuando el presidente es católico (Lübke), el canciller
es protestante (Ehrard). Como si se hubLese establecido un compromiso
en el seno. de la C.D.U.--C.S,.. entre las dos Iglesias, un compromiso
que no satisface a ninguna de las dos y cada una de ellas
[205]
vigila a la otra, dispuesta a aprovechar la menor ocasión
que le permita actuar unilateralmente. El extraordinario éxito
del canciller Adenauer juega en favor de los católicos,
bien situados ya por su actitud ante el nacional-socialismo: van
viento en popa. Contra los protestantes juegan la ayuda que prestaron
a Hitler en su marcha hacia el poder, y ese criptocomunismo mediante
el cual creen haberse redimido. Al darse cuenta de ello surgió
El Vicario, cuyo objetivo era el de asestar a los católicos
un golpe del cual no pudieran reponerse, y al mismo tiempo hacer
aparecer a los protestantes como uno de los elementos esenciales
de la resistencia a Hitler.
Tal es el primer aspecto de la operación Vicario: un argumento de los protestantes en la lucha que libran en la Alemania del Oeste para combatir en ella la influencia política de los católicos. Y, desde luego, cosa esencial en ese combate, para aumentar o, como mínimo, conservar una clientela a la que su conducta política de ayer y de hoy ha acabado por convertir en sumamente flotante. El hecho de que todas las Iglesias protestantes del mundo, como un solo hombre, hayan repetido el argumento por su cuenta, resulta muy lógico: es, en su forma, el argumento antipapista por excelencia. Tal como acabamos de ver, en el fondo, como diría Kipling, es otra historia.
Por lo demás, se trata de un argumento
de tendero... de tendero de las primeras épocas del comercio:
«A igualdad de precio, todo es de mejor caliidad aquí
que enfrente, la prueba ... ». Y ante el cual el comerciante
de hoy esboza una sonrisa, divertido por tanta ingenuidad. En
el curso de la discusión, una de las innumerables sectas
protestantes ha confesado ingenuamente el objetivo per-
[206]
seguido, invocando las Escrituras: «Sal de ella (de
la Iglesia católica), pueblo mío, si no quieres
participar con ella en sus pecados y si no quieres recibir sus
azotes. Ya que sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y
Dios se ha acordado de aquellos actos de injusticia» (20).
Traducción: sal de ella y entra
en nuestra casa.
Esa es la conclusión a que todos llegan. En la más recóndita de nuestras aldeas, el último de los tenderos de nuestra épocaes mucho más hábil.
III. El frente único contra el Papa
Hay que analizar ahora los móviles a los cuales han obedecido los adversarios de la Iglesia católica que se han asociado a la Iglesia protestante en esa especie de «Frente único».
Recordemos sólo de pasada aquel
movimiento que, a principios de siglo, cuando el socialismo había
realizado su unidad y el sindicalismo había encontrado
su camino, desvió al mundo del trabajo dispuesto a lanzarse
al asalto del régimen bajo la consigna de: «¡El
capitalismo, he aquí el enemigo!», demostrándole
que el enemigo no era el capitalismo, sino el clericalismo: «¡El
clericalismo, he aquí el enemigo!». La maniobra de
diversión tuvo éxito: a partir de entonces, la izquierda
europea no se distinguirá ya de la derecha más que
por un anticlericalismo quet treinta años más tarde,
fue casi una reedición de la Kul-
[207]
turkampf. Mientras el mundo del trabajo estaba ocupado
batiéndose contra los curas católicos, el régimen
consolidaba tranquilamente sus estructuras y preparaba no menos
tranquilamente la Primera Guerra Mundial. La continuación
es conocida: el movimiento obrero no se recuperó nunca
de aquel golpe. En cuanto al movimiento anticlerical, corrióJa
misma suerte que la Kulturkampf: del mismo modo que Bismarck
había tenido que ceder ante León XIII, los conservadores
sociales que lo habían lanzado para evitarse el llevar
a cabo las reformas que habian prometido para llegar al poder,
tuvieron que ceder ante Pío XI, restablecer por iniciativa
suya las nlaciones con el Vaticano, y paulatinamente abolir las
leyes de excepción que afectaban a la Iglesia católica,
etc. El anticlericalismo murió. En Francia, donde fue más
violento y tuvo más éxito, pequeñas sectas
trata de resucitarlo. En vano: sus armas más temibles son
el mandil de cuero, la escuadra, el compás y el salchichón
del Viernes Santo. No es cierto que el ridículo no mate
ya.
Sin embargo, en su principio, la separación
de la Iglesia y del Estado era una cosa muy buena. Faltaba únicamente
que significara «una Iglesia libre en un Estado libre»,
según la fórmula de Víctor-Manuel II, una
Iglesia, en suma, reducida a la condición de partido politico,
con los mismos derechos que todos los demás. Pero, en la
fase de la aplicación, significó el desahucio de
la Iglesia católica en beneficio de otra cuya religión
sería el Estado, con sus fundadores como sacerdotes, en
la comunión del Gran Arquitecto del Universo. A golpes
de leyes de excepción, por añadidurá. Sólo
por sorpresa se consiguió que el mundo obrero picara en
el anzuelo a principios de si-
[208]
glo. Y no por mucho tiempo. Los del mandil de cuero, la escuadra
y el compás, que suelían en volver a aquellos tiempos
dichosos de su esplendor, tienen qué hacerse a la idea
de que la historia no retrocede: el pequeño padre Combes
no ha salido de su tumba, y sus retrógrados discípulos
no han sido un factor decisivo en la amplitud del debate provocado
por El Vicario. Los que le han proporcionado esa amplitud han
sido el bolchevismo y el movimiento sionista internacional. Y,
aunque sus respectivas tomas de posición en el asunto no
participen de la misma intención, las dos están
inspiradas en el problema alemán, tal como ha quedado planteado
a causa del desenlace de la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo
los mismos caminos, no pueden dejar de llegar al mismo resultado
final: la muerte de la libertad de Europa, mediante la caída
de la propia Europa bajo la férula del bolchevismo.
He dicho y escrito a menudo que, bajo la capa de una revolución mundial destinada a liberar todos los pueblos del yugo del capitalismo, el bolchevismo no era más que la forma moderna de aquel paneslavismo que, bajo la misma capa, el pansintoísmo trata de rechazar desde hace poco. Durante el reinado de Stalin se cayó ya en la cuenta de que lo que se perseguía no era la liberación de los pueblos por medio de la revolución, sino el extender, al amparo de una guerra, la dominación bolchevique a toda Europa, la cual habría quedado aprisionada en las estructuras económicas y sociales, mucho más atrasadas qué las del capitalismo liberal, que esclavizan actualmente a Rusia. Aquello sirvió para definir la calidad del socialismo soviético y para volver a situar en sus justas proporciones de engaña-bobos a aquella revolución.
[209]
En la práctica, los cálculos de Stalin sólo
han fallado a medias: si bien no consiguió mantener a Rusia
al margen del conflicto, la Segunda Guerra Mundial entregó
la mitad de la Europa Central al paneslavismo y llevó sus
fronteras a cincuenta kilómetros de Hamburgo. Si la Alemania
occidental se derrumba, el camino del Atlántico quedará
libre ante él. En consecuencia, cada vez que se da un paso
en dirección a una reintegración de la Alemania.
del Oeste -- e incluso de la del Este, a través de la reunificación
de las dos -- a la comunidad de los pueblos europeos, por otra
parte abierta a todos, los sucesores de Stalin se desatan en invectivas
contra el militarismo alemán, los revanchistas neo-nazís
de Bonn, la Alemania responsable de la Segunda Guerra Mundial,
los criminales de guerra, etc. Es su argumento moral, destinado
a mantener en la opinión pública aquella mentira
evidente que los trece procesos de Nuremberg promovieron al rango
de verdad histórica, es decir, que Alemania era la única
responsable de la Segunda Guerra Mundial y, en consecuencia, sólo
ella debía asumir la carga de la reparación de los
daños.
Hacer pagar a Alemania, ahora y siempre, significa precipitarla al desastre económico. Al amparo del caos subsiguiente; los sucesores de Stalin esperan sacar tajada de la situación.
Y eso será la muerte de la Europa
liberal, ya que sin una Alemania libre, independiente y reintegrada
con igualdad de cLerechos a la comunidad de los pueblos del antiguo
continente, aquella Europa es inconcebible. Entonces, las fronteras
del paneslavismo habrán avanzado notablemente hacia el
Oeste, y el bolchevismo no tendrá que ha-
[210]
cer apenas nada para que se confundan con la costa atlántica.
Tales son los cálculos del bolchevismo.
Tal es la empresa a la cual, con El Vicario, el clero protestante en su conjunto acaba de aportar un argumento propagandístico por motivos de prestigio religioso en el seno de un Estado. Con la adhesión del Movimiento Sionista Internacional, por motivos de interés. En efecto, reaffirmar la culpabílidad única de Alemania significa justificar el pago de las indemnizaciones que le permiten consolidar el Estado de Israel y «reconstruir la vida judía» en el mundo. Señalemos, de paso, que esas «reparaciones» sólo son pagadas por la Alemania del Oeste. Su volumen es tal, que, en comparación, lo exigido por el Tratado de Versalles era una bagatela. (Véase p. 263, Apéndice V).
¿Y los cristianos progresistas?
Con la preocupación de tranquilizar su conciencia y hacerse
perdonar la actitud que, sordos a los llamamientos de Pío
XII, adoptaron ante y durante la guerra -- un durante
a menudo equívoco: conozco casos de personas
que hoy hablan en tono muy alto y que, sin embargo... --, se ven
trabajados por la tentación del marxismo, cuyos métodos,
a sus ojos, son los únicos que pueden salvar a la Iglesia
católica: la apertura a la izquierda. En el preciso momento
en que la experiencia de Rusia demuestra el fracaso del marxismo,
y en que, en el resto del mundo, la izquierda no es ya, socialmente,
más que un mito artificialmente mantenido por el bolchevismo,
el cual, en el panorama político, se sitúa, no a
la izquierda, sino al Este, es decir, en la extremi, derecha,
y probablemente mucho más que los viejos par-
[211]
tidos que estamos acostumbrados a clasificar en ella. Ya que en
la extrema derecha se encuentra el totalitarismo bajo cualquier
color doctrinal que se presente, y en materia de totalitarismo
aquellos viejos partidos no le llegan a la suela del zapato al
bolchevismo. Lo que queremos decir aquí es que a partir
del momento en que, al hablar de apertura a la izquierda, nos
dirigirnos al bolchevismo, en primer lugar nos dirigimos a la
más extrema de las derechas, y en consecuencia a la peor,
y en segundo lugar, a lo único que puede llegarse es a
hacerle el juego. Si, por preocupación doctrinal, se quiere
por añadidura dotar a la Iglesia del sistema marxista de
pensamiento, el desenlace es aún más evidente. Y
más rápido: todos sabemos en qué aventura,
acometida con la bendición del que es llamado el buen Papa
Juan XXIII, ha estado a punto de precipitar a Italia la apertura
a la izquierda. ¡Estremece pensar lo que hubiese podido
ocurrir si el clero italiano hubiera sido marxista! La política
de «la mano tendida a los católicos» del bolchevismo,
que los trata a latigazos en el Este, ha sido en el Oeste una
reedición de la «gallina a desplumar» que con
tanto éxito, desde hace cincuenta años, practica
con el socialismo. La experiencia enseña que, en ese terreno,
su técnica es de las más depuradas. El menor contacto
que se establezca con él, la menor concesión que
se haga a sus métodos o a su doctrina, permite que el lobo
se introduzca en el aprisco, donde es más fuerte que todos
los corderos juntos.
Es un simple problema de proporción
de fuerzas.
Y, para los que ceden a la tentación, de ceguera política.
Dicho esto, el lector habrá comprendido
ya que el au-
[212]
tor no ve con malos ojos, sino todo lo contrario, que la Iglesia
evolucione, que desaparezca de la vida espiritual de los pueblos
como ha desaparecido, o poco menos, de su vida material. Pero
si ha de hacerlo cediendo su clientela al bolchevismo, la cosa
cambia.
A estos móviles de orden puramente político que, sobre el tema de El Vicario, han reunido a protestantes, judíos, cristianos progresistas y bolcheviques en una ofensiva común contra la Iglesia católica, hay que añadir otro de orden puramente religioso, que pone en tela de juicio un dogma del cristianismo y que es propio del Movimiento Sionista internacional: la acusación que desde hace dos mil años pesa sobre el pueblo judío haciendo de él un pueblo deicída en toda la cristiandad. El anuncio de la convocatoria del Concilio por Juan XXIII no podía dejar de sugerir a aquel Movimiento Sionista internacional que se le presentaba una ocasión magnífica para hacer levantar oficialmente aquella acusación. Tanto más por cuanto la suerte que corrieron los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, por el solo hecho de ser judíos, había provocado en el mundo entero una indignación general que, incluso si el acontecirrLiento era despojado de todas las exageraciones que lo habían hinchado desmesu radamente y era devuelto a sus justas proporciones, no dejaba de estar justificado, creando en la opinión un clima favorable a la revisión de aquel juicio de anatema.
[213]
IV. Por la Paz
Tales son las diferentes piezas de «la operación
Vicario», y ése es su ensamblaje en un mecanismo
político.
Resumiendo: la preocupación de la Iglesia protestante por reconquistar sobre la Iglesia católica el predominio que había perdido en Alemania, las ambiciones paneslavistas del bolchevismo, la afición de los cristianos progresistas almarxismo con salsa bolchevique y el interés del Movimiento Sionista internacional en relación con las indemnizaciones de guerra que reclama a Alemania y su deseo de hacer levantar la acusación del crimen de deicidio o, para hablar con más propiedad, de Cristicidio, que pesa sobre el pueblo judío.
Todo eso gravita sobre el problema alemán
tal como ha sido planteado por el desenlace de la Segunda Guerra
Mundial, es decir, sobre la responsabilidad unilateral de Alemania
en su desencadenamiento: no habiendo conseguido demostrar jurídicamente
aquella responsabilidad unilateral en Nuremberg, ahora se piensa
únicamente en demostrarla ante la opinión, a golpes
de procesos espectaculares y de libelos escandalosos, en lo que
respecta a los crímenes que los alemanes cometieron durante
la guerra, es decir, después de su desencadenamiento.
Por el mismo procedimiento, podría demostrarse también
que los únicos responsables de aquella guerra fueron los
franceses, los ingleses o los rusos -- o todos juntos y de acuerdo
--: bastaría substituir Auchswitz por Dresde, Leipzig y
otras cincuenta ciudades alemanas, sin olvidar Hiroshima y Nagasaki,
o por Katyn, etc. Lo más lamentable de ese
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modo completamente nuevo de razonar es que lo practican profesores
eminentes, tan cargados de pergaminos como de medallas, cuyos
méritos se proclaman a bombo y platillos...
No nos detendremos más en lo absurdo de la tesis según la cual, cuando estalla una guerra, es posible que la responsabilidad recaiga sobre un solo pueblo o sobre los dirigentes de un solo pueblo. Es lo que Pío XII había comprendido perfectamente, y aquella tesis es la que trató de hacer prevalecer en los hechos que se le reprochan de un modo especial.
Al término de este estudio, no queda más que una altemativa: o se admite que, obrando siempre sin discernimiento, los pueblos son siempre inocentes de las decisiones que adoptan sus dirigentes -- y no sólo en materia de guerra y de paz --, que, cuando estalla una guerra, son sus dirigentes, y todos sin excepción, de uno y otro lado de la línea de fuego, los- únicos responsables y, en consecuencia, el proceso no se sitúa ya entre los pueblos vencedores y el pueblo vencido, sino entre la comunidad de los pueblos, vencedores y vencidos reconciliados, y la comunidad de sus dirigentes; o seguimos revolcándonos en el cieno del pasado, renunciado a salir de ese círculo vicioso e infernal de la guerra que engendra la guerra y volvemos a condenar inmediatamente, sin esperar a más, al pueblo judío, al menos por el crimen de Cristicidio.
En el primero de los casos, el problema
quedará resuelto rápidamente: los pueblos son generosos,
ignoran el rencor, su disposición natural de ánimo
es el perdón. «Anmistía general -- decretarán
--, acometamos todos jun-
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tos la tarea de reparar los daños, y terminemos de una
vez para siempre con ese genocidio continuamente suspendido sobre
nuestras cabezas.» Evidentemente, es muy dificil que los
dirigentes de los pueblos oigan ese lenguaje si no se les obliga
a ello, y aquí es donde falla el razonamiento, ya que en
las estructuras tradicionales a las cuales se aferran por egoísmo
disponen aún de muchas fuerzas, ocultas o de otra clase,
para ponerlas en juego en el momento oportuno. Pero, tarde o temprano
ese espíritu triunfará sobre la espada, y los espantosos
progresos de la ciencia atómica atestiguan ya, por las
reacciones que provocan, que no estamos muy lejos de esa victoria.
De lo que no cabe duda es de que los pueblos son asequibles a
ese lenguaje: basta comprobar el favor de que han gozado en la
opinión pública francesa las campañas para
la amnistía de todos los hechos considerados como crímenes,
sea en beneficio del F.L.N., sea en beneficio de la O.A.S., a
consecuencia de la guerra de Argelia, cuando apenas había
terminado. Hasta tal punto que el Poder, en contra de su voluntad,
se vio obligado a ceder ante la opinión pública.
El día en que alguien se levante y diga en voz alta lo
que todo el mundo piensa en voz baja, y hable de amnistía
europea para todos los hechos relacionados con una guerra que
terminó hace veinticinco años y aplicable a la propia
guerra incluides sus responsables, todos los pueblos reaccionarán
del mismo modo que el pueblo francés ante las consecuencias
de una guerra recién terminada. Entonces se abrirá
de nuevo el camino de la esperanza en dirección a la verdadera
paz.
En el segundo de los casos, no queda
más que la ley del
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talión del Antiguo Testamento que arranca los dientes de
los hijos hasta la 77 generación para castigarles porque
sus padres comieron uvas verdes, lo cual revela el espíritut
de venganza más bajo llevado al paroxismo y que, por ser
amorosamente conservado y venerado en el arsenal de los argumentos
de la teología y de las jurisdicciones hebraicas, se remonta
a las primeras épocas de la humanidad, y, en el siglo xx,
no es más que un grosero insulto a los principos más
nobles de una civilización que, si no ha llegado aún
a sus fines en los hechos, tiene al menos el mérito de
haber colocado, en espíritu, la dignidad del hombre en
el primer plano de sus preocupaciones. Aquella ley del talión
que condujo a la humanidad de ignominia en ignominia, después
de haber condenado a todos los hombres sin excepción a
ser ineludiblemente unos criminales reclamando y justificando
ese crimen colectivo que es la guerra, ha llegado a inventar el
crimen individual de guerra, y, veinte años después,
la imprescriptilidad de este último crimen. Y todo ello,
a fin de cuentas, para convertir la germanofobia sistemática
en la ley fundamentá de la politica europea y crear un
foco permanente de guerra en el Oriente Medio.
Entre los partídarios de cada
uno de los términos de la alternativa continúa la
discusión. Y siendo propio del odio y del espíritu
de venganza no acceder nunca al desarme (21), no parece que toque
a su fin: la polémica que se
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desarrolla alrededor del Vicario tiende a demostrar que
los santones Y santurrones de aquellos dos sentimientos pierden
terreno, pero...
Pero, si bien es cierto que el buen sentido se abre paso poco a poco y que, en el terreno del espíritu, la masa de aquellos santones y santurrones ha disminuido sensiblemente, sus cabecillas no dejan por ello de estar poderosamente organizados: en el terreno de los hechos, continúan manteniendo en sus manos los destinos del mundo. Si consiguen enderezar la situación, o si ese cambio en la opinión cuyos primeros síntomas son ya visibles tarda demasiado, tendremos que enfrentarnos con el triunfo del bolchevismo paneslavista, es decir, con la muerte por asesinato de Alemania, de esa Europa que contra todo lo que atestiguan las encuestas y otros sondeos no menos trucados de la opinión, se encuentra, en sueños y en estado de vigilia, en el corazón de todos los europeos.
El lector estará de acuerdo en que esa perspectiva merecía esta advertencia.
Tanto más por cuanto que, después...
Es preferible no pensar en lo que vendría después.
NOTAS
(1) William L. Shirer, Le IIIe Reich, des origines à
la chûte, op cit.
2) Le Procès Eichmann ou Les Vainqueurs incorrigibles,
Les Sept Couleurs (Publicado en español -- El verdadero Proceso Eichmann -- por
Ediciones Acervo, Barcelona).
3) Subrayado por el autor.
4) William L. Shirer, op. cit., tomo I de la edición
francesa, pp. 175-176.
5) Id., p. 185.
6) William L. Shirer, op. cit., tomo I de la edición
francesa, p. 259.
7) Die deutschen Briefe, op. cit.
8) William L. Shirer, op. cit., p. 219.
9) Documentation catholique, 8 de abril de 1933.
10) Id., 8 de abril de 1933.
11) Id., 3 de abril de 1933.
12) Op. cit., p. 258.
13) Op. cit., p. 260.
14) Citado por William L. Shirer, op. cit., p. 261.
15) Vom U-Boot zur Kanzel (Del submarino al altar»
el pastor Martin Niemöller había sido comandante
de submarino durante la Primera Guerra Mundial), Ed. Warneck,
Berlín, 1934. El libro fue un verdadero best-seller
en la Alemania nacional-sócialista y conoció
numerosas ediciones. Su propaganda fue hecha por la prensa nacional-socialista.
16) Deutsche National Zeitung, 16 de abril de 1963.
17) William L. Shirer, op. cit., p. 262.
18) Id., p. 258.
19) En números redondos, la población de Alemania
puede calcularse así en el terreno religioso: Total: 53
millones de habitantes; protestantes: de 27 a 28 millones; católicos:
de 23 a 24 millones; indiferentes y diversos: el resto.
20) Réveillez-vous (órgano de los Testigos
de Jehová), 22 de julio de 1964. La referencia dada es:
Revelación, 18:2, 4, 5.
21) En Roma, han llegado a colocar unas bombas bajo las ventanas
del Papa, sin que ninguno de esos buenos apostoles indignados
por las bolas malolientes del Ateneo de Paris haya protestado.
Sin duda porque las bombas responden mejor a la cuestión
que las bolas malolientes (!!...)
Título de la obra original: L'OPÉRATION "VICAIRE', Versión española de Jose M.a AROCA, Ediciones Acervo, Apartado 5319, Barcelona.
Primera edición: marzo 1966. Depósito Legal. B. 10.344-1966; N.O Registro: 686-66.