DEBATE SOBRE EL HOLOCAUSTO
Publicado esta semana en Italia, el presente artículo del gran historiador inglés abrió la polémica entre los estudiosos. Tres historiadores argentinos lo analizan y se preguntan por nuestro pasado reciente.
hace unos días
concluyó en un tribunal británico un caso legal
muy importante para los historiadores. David Irving, autor de
numerosos libros sobre la Segunda Guerra y el nacionalsocialismo,
demandó por difamación a la académica estadounidense
Deborah Lipstadt y a su editorial, Penguin Books. Irving sostiene
que, al definirlo como mentiroso y "negador del Holocausto",
la profesora Lipstadt y su editorial dañaron su credibilidad
como historiador y sus posibilidades de ganarse la vida.
Irving no sólo rechazó las acusaciones que se le
hicieron, sino que sostuvo que la versión acerca de los
orígenes, la naturaleza y los alcances de la llamada "solución
final del problema judío", enunciada por la profesora
Lipstadt y otros exponentes de lo que él denomina "la
industria del Holocausto", es históricamente insostenible.
A diferencia de Irving, ella, de hecho, no se basó en documentos
originales, ni siquiera en un conocimiento adecuado de cómo
funcionaba el sistema alemán.
Esta fue la cuestión discutida durante semanas en una sala
de audiencias de la Justicia londinense. El juez todavía
no se ha manifestado y naturalmente pronunciará su fallo
sobre dos cuestiones que son separables, por lo menos para la
ley británica: 1) si las declaraciones de la profesora
Lipstadt difamaron al señor Irving y 2) si realmente fue
así, cuál es el alcance del daño que sufrió
como resultado de tal difamación. La segunda consideración
no nos interesa aquí pero la primera era y es una cuestión
de fundamental importancia para los historiadores. Tiene que ver
con la compleja relación entre la investigación
histórica y la opinión política, entre el
juicio histórico y el político. Porque esta no es
una controversia de pura erudición, ni para el señor
Irving ni para la profesora Lipstadt ni para quienes comparten
sus opiniones. Al contrario, ambos están apasionadamente
empeñados en sostener sus respectivos puntos de vista sobre
bases no académicas.
Es cierto que realmente son pocos los historiadores que comparten
las opiniones políticas representadas por David Irving.
El no hace ningún esfuerzo por ocultar sus simpatías
por el nacionalsocialismo alemán, por la extrema derecha
de la posguerra y su antisemitismo. Además, instintivamente,
muchos de nosotros estamos de parte de Deborah Lipstadt porque
es imposible no horrorizarse ante lo que les sucedió a
los judíos en Auschwitz y en otras partes. Por eso es necesario,
para los simpatizantes nazis, tratar de negar directamente que
haya ocurrido. No obstante, es claro que también las opiniones
de Lipstadt representan una posición política defendida
apasionadamente, a tal punto que quienes la sostienen están
dispuestos también a negar las críticas factuales.
David Irving demandó ante la Justicia a sus críticos.
Pero Daniel Goldhagen, que (en Los verdugos voluntarios de
Hitler) escribió una interpretación judía
del Holocausto rechazada casi en forma unánime por los
historiadores en la materia, trató de silenciar a sus críticos
y lo mismo hicieron sus defensores. Es significativo que el mismo
historiador Christopher Browning haya sido convocado por la defensa
tanto en el caso Irving como en el de la controversia sobre Goldhagen.
En realidad, mucho antes del juicio Irving-Lipstadt yo traté
de explicar su naturaleza. Permítaseme una autocita: si
faltan las pruebas o si los datos son escasos, contradictorios
o sospechosos, es imposible desmentir una hipótesis, por
improbable que sea. Las pruebas pueden mostrar de manera concluyente,
contra quienes lo niegan, que el genocidio nazi realmente tuvo
lugar, pero aunque ningún historiador serio dude de que
la "solución final" fue querida por Hitler, no
podemos demostrar que verdaderamente él haya dado una orden
específica en ese sentido. Dado el modo de actuar de
Hitler, una orden escrita semejante es improbable y no fue encontrada.
Por lo tanto, si desbaratar la tesis de M. Faurisson no resulta
difícil, no podemos, sin elaborados argumentos, rechazar
la tesis enunciada por David Irving.
Esa es la esencia del problema. Habría sido más
cómodo que Irving pudiera ser acusado simplemente de negar
Auschwitz o de mentir sobre Hitler. Pero él no lo hizo.
Sostuvo que Hitler no quería, o no era responsable del
Holocausto, porque no existe un documento escrito por Hitler que
ordene la eliminación de los judíos, y las argumentaciones
de Irving, basadas en un conocimiento notable de la documentación,
obligaron a gran parte de los historiadores a reconocer, aun a
regañadientes, que no existe semejante documento. Con razones
óptimas, el consenso que prevalece entre los historiadores
individualiza en Hitler al responsable de la "solución
final" pero su argumentación modificó la interpretación
histórica del Tercer Reich. Además, él no
niega que millones de judíos perecieron entre 1941 y 1945.
No niega tampoco que un gran número de judíos fue
deliberadamente exterminado, y no sólo víctima del
cansancio, el hambre o enfermedades. Lo que hace más bien
es concentrarse en sembrar la duda respecto de muchos de
los "lugares comunes" acerca del Holocausto -lo que
podríamos llamar la retórica pública, o la
versión hollywoodense del Holocausto, gran parte de la
cual no proviene de los historiadores serios que indagaron sobre
ese terrible tema. Y por ende algunos de ellos, como bien sabe
cualquier especialista en esta área, tienen una postura
de apertura respecto de las críticas.
Podríamos preguntarnos: ¿cuál es la relevancia
del caso jurídico "Irving contra Lipstadt" para
los historiadores? Ninguno de los protagonistas es un típico
exponente de la profesión histórica. El señor
Irving es un cruzado de su causa. Si no se hubiera identificado
con la causa de la Alemania hitlerista, las familias de las
personalidades nazis no le habrían dado acceso a los documentos
que antes habían negado a otros estudiosos o que les habían
ocultado. De este modo se volvió un experto en la materia.
La señora Lipstadt no es una historiadora profesional y
su reputación en este campo es modesta. No se puede pasar
por alto que optó por no declarar en el juicio y no exponerse
al interrogatorio de su adversario.
En efecto, muchos de los nombres importantes en la historiografía
sobre el Tercer Reich y la destrucción de los judíos
europeos estuvieron ausentes del caso. Es improbable, obviamente,
que apoyaran a Irving pero también es improbable que aceptaran
la excesiva simplificación del libro de Lipstadt. Y sin
embargo, su ausencia o reticencia es preocupante. No se puede
permitir que el debate público sobre materias de una importancia
tan grande se desarrolle esencialmente entre defensores de causas
políticas.
Pienso que el silencio de los estudiosos expresa las pasiones
y las contradicciones que asaltan a los historiadores que abordan
temas sobre los cuales para muchos de nosotros la neutralidad
es imposible aún hoy, en el momento en que escribimos.
Esto es más que evidente en el caso del régimen
o de los regímenes que produjeron el Holocausto. Permítaseme
repetir lo que escribí en otra oportunidad a propósito
del "Historikerstreit" (controversia entre historiadores
alemanes) de 1980: "En la polémica se planteaba si
toda postura histórica con respecto a la Alemania nazi
que no fuera de absoluta condena no implicaba el riesgo de rehabilitar
un sistema profundamente infame, o no mitigaba, en todo caso,
las acciones nefastas... la fuerza de un método así
es tal que, mientras expreso estos conceptos, con cierto malestar
me doy cuenta de que podrían ser interpretados como el
signo de cierta "morbosidad hacia el nazismo" y por
lo tanto se vuelve necesaria alguna forma de rechazo" ("De
Historia", 275-6). Estos sentimientos siguen siendo fuertes
hoy y pueden incluso ser reavivados por el retorno a la vida pública,
incluso a veces al gobierno, de políticos o partidos identificados
con el pasado nazi, o descendientes del mismo, como sucedió
hace poco en Austria.
El caso "Irving contra Lipstadt" tiene que ver con la
más emotiva de todas estas cuestiones, la llamada "negación
del Holocausto". Y sin embargo, la misma expresión
pertenece a una era en que la condena moral reemplazó
a la historiografía. Justamente como el debate, si
es que se lo puede llamar así, sobre el que debe decidir
un tribunal británico. Dicho debate pertenece a la esfera
de la parcialidad política. Más allá de las
incertidumbres que rodean el tema, no es posible, y nunca lo fue,
negar la evidencia del genocidio de los judíos (y los gitanos)
perpetrado, mientras estuvo en condiciones de hacerlo, por la
Alemania nazi. Ningún historiador que lo sea habría
considerado necesario impedir la publicación de intentos
evidentemente vanos de negar lo innegable o de crear un delito
de "negación del Holocausto", como sucedió
en Alemania. Por otra parte, ningún historiador serio negaría
que hay lagunas o imprecisiones -en cuanto a los hechos, números,
lugares, motivos, procedimientos y muchas otras cosas- que rodean
la historia del genocidio.
El estudioso serio del tema, por lo tanto, trata el genocidio
como un área de estudio donde desacuerdo y discusión,
aun acerca de los aspectos más indecibles -por ejemplo
el número de las víctimas, o la naturaleza y el
alcance del uso del gas Zyklon-B son naturales e indispensables-.
No puede reducir su función esencialmente a la denuncia
o a la definición y la defensa de una versión aceptada
de la verdad. Y sin embargo, ése es justamente el peligro
en algunas lecturas del Holocausto sostenidas apasionadamente,
sobre todo las versiones que, a partir de los años 60,
fueron transformando cada vez más la tragedia del pueblo
judío de la Europa continental durante la Segunda Guerra
Mundial en el mito legitimador para el Estado de Israel
y su política.
Como a todo mito legitimador, la realidad lo incomoda. Además,
cada crítica del mito (o de las políticas por él
legitimada) está destinada a ser calificada de algo similar
a la "negación del Holocausto". Los historiadores
serios del Tercer Reich, que son de una calidad poco común,
no tienen tiempo ni para Irving ni para Lipstadt. Nunca hubo dudas
sobre el hecho de que rechazan el intento de Irving de distanciar
a Hitler de la "solución final", o el intento
nazi de minimizar o mitigar, por no decir negar, el genocidio.
Por otra parte, como bien lo prueba su casi unánime reacción
a la publicación del libro de Goldhagen, también
rechazaron lo que Ian Kershaw llama "una interpretación
simplista y desviada del Holocausto". Y sin embargo, cuando
los abogados de los asesinos enfrentan a los abogados de las víctimas,
qué difícil es, aun después de más
de medio siglo, condenar con equidad los errores de ambos, aunque
por diferentes razones. El silencio es más fácil.
Claramente, algunos eligieron ese camino.
¿Estoy acertado? ¿O tenían razón aquellos
pocos estudiosos que decidieron aceptar la invitación de
la defensa, sobre todo para desacreditar las afirmaciones de Irving,
aunque indudablemente conscientes de las carencias de Lipstadt?
Estas preguntas no pueden hallar respuesta en tanto no se publiquen
todas las actas del proceso. Serán, seguramente, la base
de uno o más libros. Mientras tanto, la reticencia de los
buenos historiadores dejó la impresión de que la
única crítica pública a la falta de criterios
profesionales en gran parte de la difusión del Holocausto
proviene de un admirador de Hitler.
En todo caso, estas son cuestiones que demandan un juicio político,
que puede estar en conflicto con el juicio histórico. Este
es el tema sobre el cual quiero atraer la atención. La
profesión del historiador es inevitablemente, y algunos
dirían por su propia naturaleza, política e ideológica,
aunque lo que un historiador dice o puede no decir depende estrictamente
de reglas y convenciones que requieren pruebas y argumentos. Y
sin embargo, convive con un discurso aparentemente similar acerca
del pasado en el cual estas reglas y convenciones no se aplican;
y donde se aplican por el contrario solamente las convenciones
de la pasión, de la retórica, del cálculo
político y de la parcialidad. Pero el siglo XX fue un siglo
de guerras religiosas, durante el cual fue normal para los historiadores
considerar que debían juzgar en base a los criterios de
su profesión o en base a los de su propia fe.
El caso que traté es típico de un período
así. Y no es el único. Las pasiones de esta era
se debilitaron pero todavía no desaparecieron. ¿Cómo
deberían comportarse los historiadores? Las reglas de nuestra
profesión deberían vedarnos decir lo que sabemos
que es erróneo o sospechamos profundamente que lo es, pero
la tentación de refrenarnos de decir lo que sabemos
que es cierto sigue siendo muy grande. Aun los que nunca tomarían
en consideración la "suggestio falsi", pueden
encontrarse vacilando en la pendiente que lleva a la "suppressio
veri".
No existe posibilidad alguna de que en cincuenta o incluso cien
años la memoria del Holocausto pueda morir, pero esto no
se deberá de ninguna manera al caso al que acabo de referirme.
Espero realmente que los historiadores que se topen con el caso
"Irving contra Lipstadt" en sus investigaciones lo consideren
como una exposición perteneciente a un museo de antiguedades
intelectuales olvidadas desde hace tiempo.
Pero para los historiadores de hoy, todavía plantea serios
problemas de juicio profesional y moral. Aún nos queda
un poco de camino por andar para emanciparnos de la herencia intelectual
de la era de las guerras religiosas que dominó el siglo
XX. Tal vez debamos hacer el intento de acelerar nuestra emancipación.
(c) La Repubblica y Clarín, 2000. Por Eric
J. Hobsbawm.
Traducción de Cristina Sardoy
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Clarin, Buenos-Aires, Domingo 02 de abril de 2000
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