Prologo
Capitulo 1
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Llueve. Una lluvia fina de abril, fría, glacial. Regular, pertinaz, inexorable. Así desde hace dos días: empieza la tercera noche.
El convoy, una larga cadena de vagones viejos que chirrían sobre los raíles, se hunde lentamente en el gran agujero negro. La máquina, una locomotora de otra época, suda y resopla y se fatiga, tose y escupe, patina y petardea. Cien veces ha vacilado, cien veces ha parecido rehusar el esfuerzo que se espera de ella.
Llueve, llueve sin cesar. En el vagón descubierto, ochenta cuerpos tumbados, acurrucados, se enredan y hacinan, los unos en los otros, los unos sobre los otros. ¿Vivos? ¿Muertos? Nadie sabría decirlo. Por la mañana, todavía se han despertado, helados en sus pobres andrajos húmedos, enuaquecidos, transparentes, pálidos, con sus grandes ojos desorbitados llenos de fiebre y de debilidad. En un esfuerzo sobrehumano, se han agitado. Han distinguido el día, han sentido la lluvia - los largos trazos acerados de la lluvia - atravesar los harapos, las carnes delgadas y endurecidas, y después clavarse en los huesos, en filas cerradas, despiadadas. Ellos se han encogido en un imperceptible escalofrío. Quizás iban a dejarse arrastrar por los mil gestos instintivos del sueño cuando se han visto, se han mirado los unos a los otros. A través de la niebla, de la fiebre y la cortina de agua que cae del cielo, han distinguido unos hombres en uniforme, armados hasta los dientes, plantados en los cuatro rincones del vagón, impasibles pero vigilantes. Entonces han recordado: han comprendido su destino y, en un sobresalto, tristes y anonadados, han venido
[26] a parar a este sueño a medias, a esta situación intermedia entre la vida y la muerte.
Llueve, sigue lloviendo. Un aire pesado, cargado de hedores, sube del montón de cuerpos, se disipa en el frío húmedo y en la noche.
Al partir, eran cien.
Reunidos precipitadamente, con los perros a su alcance, tirados desordenadamente y por grupos en el convoy, bajo los golpes y las órdenes a gritos, se han estremecido ante todo cuanto se han encontrado, dispuestos para partir, en la exigua plataforma, sin víveres para el viaje. Al instante, han comprendido que empezaba una gran prueba.
-- Achtung, Achtung! - se les ha prevenido sin transición -. De pie durante el día, por la noche sentados... Nicht verschwinden! Toda infracción a este reglamento, sofort erschossen!, (2) ¿entendido?
El vagón descubierto, el frío, la lluvia, pase aún, ya se ha visto otras veces. Pero, nada para comer..., ¡nada para comer !
Para colmo de desgracia, desde hacía unas semanas no entraba un gramo de pan en el campo y había sido preciso contentarse con los recursos de los almacenes: sopa clara de nabos, un litre (a veces medio litro) y dos patatas pequeñas, por la noche, después de la larga y dura jornada de trabajo. Nada para comer: todo se ha borrado ante esta amenaza, apenas han prestado atención al rumor según el cual los norteamericanos están a doce kilómetros.
-- Nada para comer, de pie durante el día, por la noche sentados...
Antes de terminer la primera noche, tres o cuatro de entre ellos, que han manifestado demasiado precipitadamente el deseo de satisfacer una necesidad apremiante, han sido agarrados por el cuello, pegados brutalmente contra la alta pared del vagón y ejecutados a bocajarro:
¡Crac!, contra la madera, ¡crac!
Se ha decidido hacerlo en los pantalones, primero prudentemente, reprimiéndose para ensuciar menos, después se ha dejado ir progresivamente.
Otros tres o cuatro, caídos por agotamiento a lo largo del día
[27] siguiente, han sido fríamente rematados con una bala en la cabeza.
¡Crac!, contra el suelo, ¡crac!
Los cuerpos han sido arrojados fuera sucesivamente, tras recoger los números de registro; en el umbral de la tercera noche, las filas están considerablemente clareadas, se ha pasado del miedo al terror y del terror al abandono completo.Se ha renunciado a salir de este infierno, se ha renunciado incluso a vivir: ahora se deja uno morir en la sanies.
Llueve, llueve, llueve.
Sin embargo, se ha levantado un ligero viento que coge al convoy por el costado e hincha la tela de tienda de campaña mal afianzada en unos postes improvisados, bajo la cual, en cada rincón del vagón, se resguardan los centinelas en sus largas horas de vigilia: él ha barrido las miasmas, y los de la S.S., nerviosos al partir, atareados aunque decididos y llenos de esperanza todavía, están de repente preocupados. Desde hace algún tiempo, se oyen menos disparos, menos chasquidos de revólver. Hasta los perros - ¡ los perros, oh, estos perros! - muerden y ladran menos en las numerosas paradas. En cuarenta y ocho horas, de delante hacia atrás, de apartadero en apartadero, de cambio de dirección en cambio de dirección, el convoy se encuentra a menos de veinte kilómetros de su punto de partida. Avanzada la noche, ha puesto la proa hacia el suroeste, después de haberlo intentado en vano hacia el norte, el sur y el este: si esta vía está cortada como las otras, significa que se está cercado, que se será aprehendido. Han fruncido el ceño, los de la S.S., después se han transmitido la noticia de vagón en vagón, desde el de cabeza al de cola, tras lo cual se han replegado en sí mismos.
--¡Estamos cercados, vamos a ser cogidos!
Esto les ha trastornado; van a ser detenidos, todos estos cuerpos inconscientes que yacen van a encontrar de nuevo la vida, levantarse para acusar, el delito será flagrante.
Todavía en el transcurso de la mañana, se les había oído interpelarse frecuentemente con gritos guturales, decir chistes y lanzar grandes risotadas a las muchachas que, a lo largo del recorrido, tristes y desilusionadas, sólo les concedían ya escasos y melancólicos estímulos. Ahora, se callan: sólo un chasquido del encendedor o la punta roja de un cigarrillo, vienen de vez en cuando a rozar este silencio mortal, o a turbar la densa y húmeda oscuridad de la noche.
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Llueve, sigue lloviendo, llueve sin cesar, llueve sin fin: el cielo es inagotable.
He aquí que, además, el viento se ha hecho más fuerte. Silba agudamente por los intersticios de las tablas y el agua cae en tromba. Las telas de tienda de la S.S. se hinchan desmesuradamente, sus postes se doblan . Repentinamente, detrás, cede una atadura, después otra: la tela empieza a ondear como una bandera, a restallar desde el exterior contra la pared. El S.S. echa un terno. Después, refunfuñando y jurando intenta reparar el daño. En vano: cuando lo logra por un lado, el viento se lleva el otro.
-- Gott verdammt!
Después de dos tentativas infructuosas, renuncia. Bruscamente se vuelve hacia el desdichado que está más próximo. Un golpe con la rodilla, una patada en los riñones, después:
-- Du - grita -, Du!... Du, blöder Hund!
¿Bloder Hund ? El hombre ha oído, comprendido de dónde venía la llamada, reunido automáticamente todas las fuerzas que quedaban en él, y se ha incorporado completamente asustado. Cuando ha visto lo que se esperaba de él, esto le ha tranquilizado un poco. Se ha levantado en alto --¡dejado levantar!-- sobre la telera, equilibrado sobre las rodillas y las manos. Después, con muchas precauciones para no caer de coronilla sobre el balasto --¡para no caer sobre el balasto!-- ha vuelto a traer la tela, ayudado al otro a sujetar de nuevo las esquinas sobre los postes.
-- Vertig?
-- Ja, Herr S.S.
Entonces , sucede una casa extraordinaria: el hombre se vuelve a encontrar. De repente, en un relámpago. De no haber sido por la oscuridad y la lluvia, se habría visto una extraña llama encender súbitamente sus ojos. Al mismo tiempo, ha comprendido que está de rodillas, sobre el borde de la pared, con las dos piernas vueltas hacia el exterior, que el tren no marcha muy rápidamente, que llueve, que la noche es oscura, que los norteamericanos están quizás a doce kilómetros, que la libertad...
¡La libertad, oh, la libertad!
Con esta evocación, una inexplicable locura se apodera de él, que hace un momenot, tenía miedo a caer de espaldas - ¡ oh, ironía! - una gran luz entra en su cerebro, inunda, invade todo su cuerpo.
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-- Ja - repite. Después grita -: Ja! Ja! Ja...aah!
Antes de que el otro haya tenido tiempo, incluso de ser sorprendido, el hombre, el esqueleto, el medio muerto, tensa sus músculos en un supremo esfuerzo, apoya sus pobres brazos en el borde de la tabla y, con un golpe seco, se arroja hacia atrás. Oye el traquido de una salva que resuena en su cabeza y tiene todavía la fuerza, la asombrosa lucidez, de pensar que cae en un ángulo muerto. Se siente cogido y, en cuerpo y alma, rueda en la nada de la inconsciencia.
-- ¡ Cha!... ¡ Cha!... ¡ Clac! ¡ Chacacha!... ¡ Clac! ¡ Cha!... ¡ Clac!... ¡ Taratatata!... ¡ Cha!... ¡ Cha!... ¡ Cha!... La máquina suda, silba, vacila, patina, sigue petardeando. Las armas han comenzado de nuevo a vomitar la muerte. Poco a poco, el gran silencio indiferente de la naturaleza adormecida se vuelve a cerrar sobre el drama que se prolonga, turbado solamente por el débil ruido regular de la lluvia en el viento que se desliza.
Llueve, llueve, llueve.
No llueve más.
Algunas horas han transcurrido: dos, tres, cuatro quizás. El cielo se ha cansado finalmente. En el negro espesor, esponjoso, algo se ha movido, allá, hacia abajo de la línea férrea.
Han intentado abrirse primeramente dos ojos, pero los párpados entumecidos se han cerrado en un brusco reflejo, como si la cabeza estuviese bajo el agua.
Una garganta reseca se ha contraído para recoger saliva y trae un sabor de tierra sobre la lengua. Un brazo ha iniciado un gesto que ha sido paralizado a mitad de camino por un dolor agudo en el codo, sordo en el hombro. Después, nada más: el hombre se ha sentido vacío, con la sensación de un extraño bienestar y de buena fe, ha creído dormirse de nuevo.
Al instanto, le recorre un escalofrío y le envuelve. La piel, sobre su pecho, está despegada de la húmeda ropa. ¡Brr!... Ha querido encogerse en un ovillo, poner su pierna debajo: ¡ ay!... Entonces ha tratado de despertarse, sus párpados se han movido nerviosamente, ha forzado sus ojos para que queden abiertos: los ha fijado en el negro opaco, absoluo, pesado. Un deseo de toser sube de sus pulmones, rompe en él. Guarda la impresión
[30] de que su cuerpo yace en trozos dispersos y doloridos, en la hierba chorreante y sobre el suelo enfangado.
Trata de pensar . Al primer esfuerzo, recibe como un choque en la cabeza.
-- Los perros.
Esta vez se ha despertado. Revive todo. Una cascada de acontecimientos le asaltan, se suceden y se montan los unos sobre los otros: el embarco, el convoy, el infierno del vagón, el frío, el hambre, la tela de la tienda, el viento, el salto en la noche. El convoy: ¿volverá otra vez sobre sus paesos? Los perros: ¡ oh!, ¡ todo antes que esa muerte!
Quiere huir: imposible, los pedazos de su cuerpo están como clavados. Quiere reunirse: cruje por todas partes, oye rechinar sus huesos los unos sobre los otros. Sin embargo es preciso salir de ahí. A toda costa.
Su razonamiento toma otra dirección: una vía férrea, es un objetivo militer para los asaltantes, un accidente del terreno para utilizar los atacados. Los alemanes van a utilizar ésta, replegarse, se van a agarrar a ella, le van a encontrar.
-- ¡ Huir, oh! ¡ Huir! Alejarse unos centenares de metros al menos y esperar allí, en mayor seguridad, la llegada de los norteamericanos: ¡primeramente ponerse en pie!
Primeramente ponerse en pie. Ha pensado alto, su voz tiene resonancias cavernosas, el murmullo de sus labios hace salir de su boca unas granulaciones terrosas. Escupe con frecuencia:
-- ¡Gg!..., ¡gg!...
Con infinitas precauciones, mueve sus brazos sucesivamente: a la izquierda, nada, pero a la derecha, sigue este dolor en el codo y en el hombro.
-- Vaya, diríase que se atenúa...
Repite el movimiento: es verdad, el dolor se calma en el juego de los músculos y de las articulaciones; no se ha fracturado nada. Su pecho respira major.
Ahora en las piernas: contrae suavemente los músculos, esto le hace un daño horrible, gritaría... Por fin, ya está hecho, nada fracturado tampoco por este lado, al menos no lo parece. Se vuelve más tranquilo. Más metódico también.
Logra sentarse. Las contusiones de su cuerpo se hacen más dolorosas, la cataplasma de sus ropas más helada. Tiembla de frío. En la boca del estómago, siente unos retortijones: tiene
[31] hambre, es buen signo. Se extraña de no haber tenido hambre más pronto. Se lleva la mano a la cabeza: su boina de presidiario está todavía encima, este le hace reír. Piensa en sus chanclos: los ha perdido en la aventura, tanto peor. Se palpa: está cubierto de barro, y como enrollado en una masa de alambre de la que se compromete ya a desembarazarse. Se vuelve, se pone a gatas, un esfuerzo todavía y estará de pie.
De pie: está de pie, va a huir, los alemanes podrán replegarse, venir, pegarse a la vía férrea... No tan pronto, la cabeza le da vueltas, tiene ganas de vomitar, siente que vacila, que va a caer y que únicamente sus dos pies hundidos en la arena le mantienen en equilibrio, que no puede contar con ponerlos uno delante del otro. Se endereza, y se sostiene tanto rato como puede, pero siente que va a zozobrar, a hacerse todavía daño en la caída. Entonces lentamente, muy lentamente, se pone en cuclillas: ya que no puede caminar, se arrastrará, pero no quedará aquí, no, no quedará aquí. Y recuerda el convoy, los perros, los alemanes que van a replegarse. Los norteamericanos.
-- Que están a doce kilómetros de aquí. No, decir esto sería demasiado tonto.
Saca sus pies del barro: ¡ploc, ploc!
Sobre las rodillas y sobre las manos, arrastrándose como un grueso gusano torturado, acaba de descender por una cuesta, atraviesa algo así como una zanja llena de agua pegajosa, un prado, llega a una parcela recientemente labrada: se arrastra la tierra por trozos, se pega en las rodillas, en las piernas, en los codos. Se para, toma aliento...
Sin embargo la noche es menos negra, el cielo más despejado. Las formas de los matorrales y de los árboles aislados de alrededor ya se perfilan en una tenue niebla.
Va a levantarse el día: otro peligro.
A unos centenares de metros, en la cima de una subida del terreno, distingue una masa oscura: los árboles sin duda.
Se fija como primera finalidad alcanzarlos antes del amanecer. Se pone en movimiento. El esfuerzo ha calentado su cuerpo, suavizado sus músculos y sus articulaciones, localizado el dolor a lo largo del cuerpo, del lado derecho. Llega a ponerse de pie, a permanecer, a poner sus pies descalzos e insensibles uno tras otro, a caminar. A marchar lentamente pues tiene que arrastrar su pierna derecha y le duele mucho el hombro, pero camina, avanza:
[32] encorvado, molido, debilitado, decaído, se dirige hacia el bosque. El quiere, se endereza, se esfuerza y se afianza. Antes del amanecer estará allí, se esconderá, se cubrirá de tierra, llegarán los norteamericanos, estará salvado.
El resto ha pasado en un sueño, en un sueño con dos tiempos, largo, extenuante.
Al llegar al bosque, ha renunciado a internarse en la espesura, de la que teme la traición y juzgado más prudente el sentarse aquí, un poco retirado sin embargo, entre los escasos matorrales, desde donde puede ver venir de todas las direcciones, como en un oculto observatorio.
El día se ha levantado, la pendiente que descendía a sus pies ha salido poco a poco de la sombra. El tablero de damas de campos y prados indistintos se ha precisado, la vía férrea se ha estirado allá abajo, extendida como una larga cinta. En la hondonada de dos colinas en la lejanía, un campanario apunta su flecha entre las pequeñas humaradas que ascienden en línea recta de invisibles chimeneas.
Rápidamente, se destaca muy alta en el cielo la nube todavía gris pero irradiada de una gran mancha blanca denunciando el sol que intenta atravesarla. El paisaje se ha poblado, por aquí, por allá, de algunos carruajes que van y vienen, tranquilos. Un hombre, también un paisano pero del que se distingue el significativo brazalete, se ha puesto, descuidadamente por lo demás, a contar cien pasos a lo largo de la vía férrea...
Ha evocado un rincón de naturaleza parecida, en una misma época, bajo un mismo cielo, con el mismo tablero de damas de campos y prados, los mismos bosques, los mismos árboles aislados, el mismo campanario, la misma vía férrea, en alguna parte de los confines de la Alsacia y del Franco Condado.
Ha pensado que si su madre hubiera visto el de aquí a esta misma hora, no habría dejado de advertir que el cielo se «lavaba» o que el tiempo «se secaba». Ha observado largo rato dos caballos que arrastran, a quinientos metros, una especie de rastrillo, en un prado, para «extender» las toperas: este anciano que los conducía, mi palabra, era el abuelo Tourdot, ¡ y esta pequeña que tiraba de una cuerda sujeta detrás del rastrillo, era su pequeña
[33] nieta cuyo padre, el Tony, estaba prisionero en Alemania! Por asociación de ideas, ha visto el rostro solícito de su mujer inclinarse sobre un pequeño mocosuelo de dos años... Después ha vuelto a él de nuevo, en un sobresalto de inquietud.
-- ¡ No, no, era una ilusión! Los norteamericanos no pueden estar a doce kilómetros, todo está demasiado tranquilo. A través de estos campos, de estos prados, de estos bosques, nada respira una atmósfera de guerra, con mayor razón de derrota. En Francia en 1940...
Se ha quedado aterrado: ¿qué será de él?
No hay medio de dirigirse a estas gentes, a pesar de todo ¡con semejante traje!
Ha tenido hambre, mucha hambre, y ha recogido una ramita que ha puesto en la boca: era todavía una receta de su madre cuando él voceaba la sed en sus faldas, en las tardes de gran calor, durante la cosecha. Esto le ha cambiado las ideas.
Las horas han pasado, el sol ha logrado atravesar la nube, dividir el cielo. Una campana ha sonado: mediodía, el campo se ha vaciado. La tarde transcurre igual: los carruajes han vuelto en mayor número bajo un sol más cálido que ha secado también completamente sus vestidos. Un hombre ha pasado cerca de él con una guadaña al hombro, y casi le ha rozado: él no se ha movido pero ha deducido de ello que no podrá permanecer mucho tiempo en esta situación, sin provocar la alarma. Ha refexionado: al día siguiente es domingo, no le ha costado trabajo establecerlo tomando como referencia el embarque en el campo, que había tenido lugar un miércoles por la noche. Mañana por la mañana pues, estará tranquilo, pero habrá que temer mucho, por la tarde de la predisposición que tienen los alemanes, grandes y pequeños a pasearse por los bosques.
Ha venido la tarde, después la noche. El guardavía con su brazalete no ha cesado de ir y venir. Ninguna alarma, ni el mener ruido de motor en el cielo, durante todo este día.
-- No, no...
La luna, una gran luna de color de brasa, ha difundido su extraña claridad sobre el paisaje. Unos golpes sordos han resonado en la lejanía.
-- Están todavía a cuarenta o cincuenta kilómetros por lo menos. Si se sueltan los perros sobre mí, me habrán encontrado
[34] antes de que estén ellos aquí. Sería preciso partir, ir a su encuentro, pero ¿ante todo, en qué dirección?
Iba a desesperar de todo cuando una sensación de peligro le ha vuelto a dar ánimos. Los aviones han dado vueltas horas y horas por encima de él, y han dejado caer algunas bombas en los alrededores. Tranquilamente, sin ser inquietados, cazados o cogidos en lo más mínimo por el fuego de la defensa antiaérea. Después se han marchado, luego han vuelto otros: un continuo ir y venir hasta el amanecer.
¡ Un estar alerta, un verdadero estar en alerta, una buena puesta en alerta!
-- Esta vez, sin embargo...
El día, una niebla que se disipa rápidamente bajo un sol penetrante, de pronto un cielo sereno: un cielo de domingo, un verdadero cielo de verdadero domingo, de verdadera primavera.
Podrían ser las diez de la mañana cuando ha comenzado por fin la gran conmoción.
--¡Tac!... Tac... ¡Tacatacatacatac!... Tac... Ha calculado la distancia: de cuatro a cinco kilómetros como máximo. Esto viene en la dirección del campo, un poco más allá.
-- ¡ Tac! ¡ Tac!..., ¡ tactactac!... ¡ Tac!
La ametralladora ha insistido, otra ha contestado:
-- ¡ Toc! ¡ Toc!... ¡ Toc, toc! ¡ Toc, toc!
Después un gran estruendo:
-- ¡ Bum! ¡ bum! ¡bum!... ¡ Bum! El cañón: los proyectiles no han caído muy lejos, pero todavía más allá del pueblo.
-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡bum!, bum... Una vez. ¡ Bum!... ¡ bum!... Otra vez. ¡ Bum! ¡ Bum! ¡ Bum!... ¡ Bum! ¡ Bum!... ¡ Bum!
Los disparos vienen directamente hacia él, el tiro es regular, vigoroso, sonoro. Va a ser preciso reflexionar.
Una formidable explosión rasga el aire tras él, casi sobre él.
-- ¡ Buuum!
Después otra:
-- ¡ Buuum!
Tiene los tímpanos destrozados.
-- ¡ Buuum!... ¡ Buuum!
Esto no se para. Y allá abajo, el eco.
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-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!...
El sol es magnífico, el cielo está radiante, el campo desierto, el hombre del brazalete ha desaparecido. Nadie: está solo.
-- ¡Buuum!... Bum, bum., bum., Bum... ¡Buuum!
Él está en el eje de tiro que corta la vía férrea casi perpendicularmente y hacia la cual se repliegan los alemanes: intentarán defenderla, pero no lograrán conservarla mucho tiempo, se retirarán hacia el bosque donde pararán un momento.Hacia el bosque, es decir, hacia él. Le encontrarán.
¡No, allí no se puede quedar!
Se levanta. Desciende por la cuesta dirigiéndose hacia su izquierda para salir del eje. Su pierna ya no arrastra casi, la tierra está seca, el suelo está duro, él está en posesión de todas sus facultades. El último acto de la tragedia va a representarse, no hará ningún falso movimiento, está seguro de sí, desciende.
-- No demasiado cerca de la vía, tampoco demasiado cerca del bosque - decide.
Continúa el duelo:
-- ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!...
-- ¡ Buuum!... ¡ Buuum!... ¡ Bum!... ¡ Bum!
Alargan aún más el tiro: ya cae sobre la vía.
Ve saltar gavillas de tierra en el humo, a lo largo de una línea que corta la vía transversalmente. Siente el olor de las granadas.
-- ¡Diablos, es preciso tumbarse!
Hubiera deseado ir más lejos, pero... Un matorral aislado está cerca.
-- Mal refugio.
Y prefiere el surco profundo que separa dos parcelas a quince pasos delante de él; se agazapa dentro.
-- Ss... ¡ Bum!... Ss... ¡ Bum!
¡Era el momento oportuno! Silban por encima, caen alrededor. Los estampidos que habían cesado tras él comienzan de nuevo, los disparos son más sordos, más lejanos.
-- ¡ Retroceden!
Mientras que los norteamericanos alargan el tiro, los alemanes lo acortan a medida que van retrocediendo. Él se encuentra de pronto como en el centro de un espantoso terremoto, en una nube de humo, de hierro y de tierra. Está casi cubierto de tierra y se pregunta qué milagro hace que no sea pulverizado.
Entre dos estampidos, echa una mirada por encima del surco:
[36] unas formas grises atraviesan la vía, una tras otra, en saltos rápidos... Se esconden en el terraplén: un disparo... ¡Un cuerpo a tierra, un disparo! ¡Un cuerpo a tierra, un disparo!... ¡Aúpa!.... quince pasos hacia atrás... ¡ Aúpa!... ¡ Aúpa!..., se diría que se pasan la palabra y saltan a la vez.
Retroceden sobre él, tratan de abandonar el descampado, de llegar a la espesura. ¡Aúpa!... Quince pasos hacia atrás, un disparo...
-- ¡ Con tal que no venga uno de ellos a ocultarse a mi lado, o encima de mí!
Un disparo restalla a menos de quince pasos a su izquierda, otro a menos de cinco a su derecha. El no ve a los adversarios para responderles:
-- ¿Sobre quién disparan, Dios mío?
El tiro de los cañones se alarga poco a poco, alcanza el bosque, lo atraviesa de un salto. Los disparos se cruzan por encima de él, desde que allá abajo otras formas grises han escalado la via férrea y avanzan hacia el bosque: ¡Aúpa!..., quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!, quince pasos hacia adelante, clac... ¡ Aúpa!
-- ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!... ¡ Clac!
Un fuego nutrido. El de los atacados pierde fuerza, la réplica que parte del bosque se hace cada vez más débil, acaba por extinguirse completamente.
De repente, un inmenso clamor:
-- ¡ Hurra!... ¡ Hurra!... ¡ Hurra!
Los cañones mantienen el fuego, sus disparos son cada vez más sordos, se alejan cada vez más, pero los fusiles y las ametralladoras han enmudecido.
-- ¡Hurra!... ¡Hurra!... ¡Hurra!
Una multitud de hombres, con metralletas en la mano, se ha levantado. Hace un momento, los que huían eran algunas decenas, una centena como máximo: éstos son por lo menos un millar. Como obedeciendo a una misma e imperiosa atracción, se dirigen, se concentran todos en el mismo lugar .
-- ¡ ¡ ¡ Hurra...a...a...a!!!
Vienen de una y otra parte, andan, corren... El fin del drama les ha hecho exaltarse a todos. Ninguno le ha visto: está contento, nunca se sabe lo que puede suceder en estos momentos de excitación y de enervamiento. É1 pone cuidado en no señalar demasiado pronto su presencia, espera a que pase la multitud.
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Finalmente, se atreve a moverse.
Se sienta. A ochocientos metros, unos hombres nerviosos, unos quince escasamente --los otros deben haberse internado en la espesura--van y vienen de un lado para otro, en estado de alerta con las metralletas preparadas. Ante ellos, de espaldas al bosque están alineados otros hombres, con las manos a la nuca, rígidos. Otros por último, con los brazos en alto y un fusil en la mano, se presentan uno a uno, arrojan sus armas al suelo, estrechamente vigilados, se quitan el equipo y van a colocarse en fila en la formación.
-- ¡ Dense prisa!
A uno de ellos, demasiado lento, se le recuerda su condición mediante una fuerte patada. A otro con un culatazo. Un tercero que ha querido parlamentar, tergiversar, quizá protestar: ¡Cra-a-ac! una metralleta se ha descargado a quemarropa en su pecho. Aún algunos puñetazos, patadas y culatazos y el convoy está preparado.
-- ¡ En marcha hacia el campanario!
El grupo pasa a su altura, a unos cien metros. Los prisioneros en cinco filas, sin ningún equipo, con las chaquetillas desabrochadas, los zapatos desatados, las manos tras la espalda, avanzan molestos, silenciosos y dóciles. A cada lado, un cordón armado de siete a ocho hombres les colma de sarcasmos y de advertencias. El juzga oportuno darse a conocer, se endereza de un salto.
-- ¡ Eh!... ¡ Eh!
Y levanta el brazo en un ademán de llamada.
No ha tenido que esperar mucho: el grupo se ha detenido, cuatro hombres se han destacado de él a paso de carrera, y antes de que haya tenido tiempo de darse cuenta de lo que le sucede están apoyados sobre su pecho y en su espalda los cañones de cuatro metralletas.
«¡De este modo, al menos, estoy seguro de que no dispararán!», piensa.
Las preguntas salen a borbotones, amenazadoras, en un lenguaje que él no comprende.
--French man --dice. Es todo lo que sabe de inglés, y ni siquiera está seguro de su autenticidad.
Se le mira con grandes ojos sorprendidos y desconfiados. Evidentememente no ha sido entendido. Entonces :
-- Français!
Tampoco lo es más. Prueba su último recurso:
[38]
-- Französische Häftling!... Franzus!
Esta vez lo es, una de las cuatro metralletas desciende.
-- Was?
El explica brevemente, en frases entrecortadas, y se da cuenta de que está en presencia de un alemán, de dos españoles y de un yugoeslavo, cuya lengua común es una mezcolanza con italiano.
Han comprendido, todas las metralletas descienden, se le tiende una cantimplora. Él bebe: un líquido acre, frío, que le produce ganas de arrojar. Pone mal gesto.
-- Koffé - dice el alemán -, gut Koffé! --Sacan todos unas galletas secas (duras, duras, oh, ¡tan duras!), chocolate, cajas, cigarrillos... Algunos cigarrillos.
-- Primero un cigarrillo...
Pero no hay que perder tiempo.
-- Schnell - ha dicho el alemán -, Wir müssen... --Se han dado cuenta de su estado. Entre dos (han querido ponerse dos), le han levantado sobre sus hombros, y le han llevado como un trofeo viviente, riendo, hacia el grupo que esperaba.
-- Sin-Sin? - ha preguntado uno de los jóvenes de la escolta.,
-- Yes - ha respondido él, pero los otros no han replicado, no había más que un inglés (o norteamericano)en el equipo... Tropas de choque, ha pensado él, brigada internacional, y ha evocado la guerra de España.
Mientras cae la noche, la pequeña trope ha reanudado la marcha hacia el campanario. Él, se mantiene difícilmente en equilibrio sobre dos hombros que pertenecen a dos hombres diferentes y roe lentamente, salivando bien, unas galletas y chocolate. Los sarcasmos y las advertencias, también los juramentos, han comen zado de nuevo a llover sobre los prisioneros, que siempre dóciles, molestos por sus zapatos desatados, avanzan con la cabeza inclinada y las dos manos sobre la nuca.
-- Porco Dio!... Gott verdammt!
De vez en cuando, el alemán toma la palabra:
-- Du!... Blöder Hund!... Du...- Y señala a un prisionero.
Después, sacando un revólver de la funda, se vuelve hacia el que le acaban de entregar:
-- Muss ich erschiessen? (3) - le pregunta.
El prisionero revuelve los ojos espantados y suplicantes, aguardando la respuesta: es una sonrisa neutra, resignada.
[39]
-- Du hast Glück!... Mensch! Blöder Hund... - y escupe despreciativamente -: ¡ Gg!... Lumpen (4).
Los papeles se han invertido.
De sarcasmo en sarcasmo, de pulla en pulla, de amenaza en amenaza, el cortejo, vencedores triunfantes y vencidos chasqueados, hace su entrada en el pueblo todavía antes de la noche. Se ha pasado ante una estación muy pequeña, parecida a otra que él conoce bien de pasar a caballo en el Franco Condado y la Alsacia. En el frontispicio ha leído «Münchhof» en letras góticas. Se ha atravesado un paso a nivel. Le han depositado en tierra, se han separado con él del grupo, después, lentamente, ayudando los unos al otro, se han puesto en marcha entre el ruido ensordecedor de imponentes máquinas de guerra. Estas atraviesan el pueblo desierto aunque intacto a toda prisa y con las armas preparadas dirigiéndose hacia las nuevas posiciones.
Los débiles, los deprimidos, los que han permanecido mucho tiempo retirados de la vida del mundo son a menudo, como los nerviosos y los enfermos, de una sensibilidad extrema, y esta sensibilidad se manifiesta siempre a contrapelo. El empezó a chocar desde las primeras tomas de contacto con la libertad. En primer lugar en casa del comandante, luego cuando encontró el convoy, y, por último, en esta villa en la que pasó dos noches.
Un hombre raro, este comandante: el inglés, el alemán, el italiano, el francés, todas las lenguas parecían serle familiares. Y después, este tono, esta actitud:
-- Primeramente, escoger un albergue, amigo mío, comer, reponerse, reposar, una buena cama. Después, ya veremos... Llame a la primera puerta que juzgue conveniente... No, no, con mis hombres no, ellos no tienen tiempo, deje en paz a mis hombres ahora. Llame: si le abren pida de comer, caliente, pues tiene necesidad de tomar algo caliente. Nosotros le daremos un pequeño suplemento, frío naturalmente... Si no le responden, entre a pesar de todo y, haya alguien o no, obre como en su casa, todas estos gentes son nuestros criados, les ha llegado el turno... ¡ No tienen más que comportarse bien! No, no, no tenga miedo, a la menor falta de consideración... Entendido, ¿no es así? Venga a verme de nuevo
[40] mañana. Hasta entonces ... ¿No está herido?... ¿No está enfermo?... Sí, con toda seguridad, débil, débil solamente. Hasta mañana pues. Y procure encontrar un par de zapatos por ahí... y otro smoking!
Al día siguiente volvió. El comandante, sentado en un sillón, estaba de coqueteo con dos personas muy lindas que reían a carcajadas y parecían muy dispuestas a «comportarse bien» en el sentido militar de la expresión cuando se aplica a los civiles del sexo contrario.
«La hembra siempre se somete riendo a la ley del vencedor - pensó -. En Francia, en 1940... Todas, hijas de Colas Breugnon.». (5)
Pero el otro, inmediatamente:
-- ¡Ah, es usted! Le diré pues, desde ayer por la noche he recibido a no pocos como usted: desde el amanecer, mis hombres no dej an. de transportarlos al «Arbeitsdienst»...(6) ¿Qué voy a hacer, Dios mío? ¡Un tren, suponen un tren! ¡Y no tango medios para transportarlos hacia la retaguardia!... Van a morir todos, mi palabra, van a morir todos! Vaya, ¿qué tal era la pensión en la que estuvo?... ¡Ah! ¡Los cochinos! No te preocupes, amigo, estas dos muchachas...
-- Bueno - prosigue -. ¿Puede usted andar?... Entonces no vaya al «Arbeitsdienst»... Hacia el oeste, amigo mío, hacia el oeste. Evadido, llegado por sus proplos medios a tierra amiga..., convención de La Haya, deportado, prioridad... A la primera ambulancia que encuentre, hágale señal... En ocho días estará en París... Todos los derechos, se lo digo... Le daremos víveres para el camino. ¿Es esto en realidad todo lo que ha encontrado usted desde ayer por la noche? ¡Va a asustar a las chicas en el camino! ¿Es que no había nada donde ha dormido? ¡Pero hombre, la guerra la hemos ganado nosotros!... ¡ Qué broma más divertida! ¡ Ah! Estos franceses nunca aprenderán nada... ¡ Franz!...
Un ordenanza, algunas palabras en mezcolanza de inglés y alemán:
-- Also, bye, bye!... Siga al guía, él le dará algunas provisiones para el viaje. Suerte, pero... ¡procure hacerlo mejor la próxima vez !
Abundantemente provisto con latas de conservas, azúcar, chocolate, galletas, cigarrillos, etc..., etc..., que no sabía dónde meter,
[41] se encontró nuevamente fuera: quería ver el convoy, se dirigió hacia la estación.
La gente, paisanos y soldados, iba y venía atareada sobre los andenes, charlaba, se apresuraba. Se apartaron para que pasase: la ropa que llevaba le hacía digno de una especie de consideración. Unos equipos sacaban de los vagones cuerpos semidesnudos, andrajosos, descarnados, sucios, barbudos, enfangados, los paisanos ayudaban y miraban compasivamente horrorizados... Se alineaban los cadáveres a lo largo de la vía, después de haber tomado los números cuando los había sobre los pobres harapos. El buscó por si había alguna figura conocida entre los muertos... Dos hombres, dos paisanos alemanes, llegaron portando un gran cuerpo delgado.
-- Kaputt, decía uno; nein, replicaba el otro, atmet noch... (7)
Reconoció a Barray: ¡Barray!
Barray era un ingeniero de Saint-Etienne: en el campo, habían dormido tres semanas en el mismo jergón, se hicieron amigos; «si salimos de ésta, nos escribiremos», se habían prometido.
Se enteró por un superviviente de que el desdichado había sucumbido bajo los golpes de los presos alemanes por haber entonado La Marseillaise, en el delirio del hambre, del frío y de la fiebre. Los de la S,S. habían asistido al drama con una gran sonrisa, encontrando que era mucho más entretenido que el monótono y rituel disparo de revólver.
--¡ Barray!... Ninguna esperanza - dijo.
Y se alejó pensando que había verdaderamente una fatalidad en las casas y que ciertas predicciones se comprobaban en la vida: por lo menos quince días antes, Barray juraba por todo lo sagrado que estaría libre el lunos de Cuasimodo... Tomó sin embargo la resolución de escribir a su viuda y a los dos hijos de los que habían hablado tan frecuentemente por la noche antes de dormirse.
El superviviente - ¡ él decía el superviviente! - le contó la historia del convoy... Había sido inmovilizado dos kilómetros después de haber pasado la estación, en las primeras horas del sábado. Los de la S.S., precipitadamente, obligaron a descender a todos los hombres sanos, les agruparon en una gran columna que no terminaba nunca y les hicieron caer a tierra en media de los aullidos de los perros y los disparos asesinos. Allí abandonaron a
[42]los muertos, a los moribundos y a todos los que, gracias a la confusión general, tuvieron la suerte de pasar por tales: había demasiados, visiblemente, y no tuvieron tiempo de matarlos uno a uno, no tuvieron el tiempo o el gusto. (8)
Continuó su inspección. En un gran vagón abierto y del que nadie se ocupaba, emergían de un montón de muertos unos troncos vivos, tiritando a pesar del fuerte sol; se apretujaban entre ellos contra un frío que eran los únicos en sentir.
-- ¿Qué esperáis?
-- Bien..., esperamos la muerte, ¿no lo ves? --¿ Eh?
-- ¡Bah!... Estamos todavía vivos catorce, todos los demás han muerto, esperamos el turno...
No comprendió el que ellos estuviesen tan poco aferrados a la vida.
«Aquéllos la han abandonado - pensó -, no vole la pena ocuparse de ellos ... Ya están al otro lado y se encuentran bien allí.» Recibirían la vida como un castigo del que tendrían prisa por verlo levantado.
Y pasó indiferente. Cuántos de estos seres había conocido en el campo, que arrastraban tras ellos una especie de fatalidad y a los que no se podía encontrar nunca de nuevo sin pensar que ya estaban muertos, que su cadáver se sobrevivía en cierto modo a sí mismo... Nunca les faltaba una ocasión para abordarle a uno, meterle a la fuerza en la cabeza que la guerra terminaría en dos meses, que los norteamericanos estaban aquí, los rusos allá, Alemania en revolución, etc. Eran irritantes, le consumían a uno la paciencia. Un buen día, ya no se les veía más: habían transcurrido los dos meses, no habían visto venir nada, como se decía habían «soltado la barandilla», se habían dejado morir en la fecha prevista. Estos abandonaban la lucha en la mata, terminaban los dos meses en el ¡día de la libertad! El sabía por experiencia que no había nada que hacer.
Dos pasos más allá, tuvo un remordimiento.
-- No os quedéis así, levantaos, los norteamericanos están aquí, vacían el vagón de al lado, vienen a por vosotros. Van a daros de comer , hay un hospital en el pueblo.
[43]
No le creyeron, pero él se quedó con la conciencia tranquila. Diez, doce, quince vagones, muertos, moribundos.
-- ¡ Morir aquí!... ¡ Venir a morir aquí!
En la cola del tren, los víveres: sacos de guisantes, de harina, latas de conserva, paquetes de todos los sucedáneos imaginables, alcohol, cerveza, licores, ropa, zapatos, accesorios, etc... Tomó una mochila de soldado y un par de zapatos italianos con lengüeta de tela y suelas lisas, que le iban maravillosamente a su pie, después partió, apresurándose a abandonar toda esta miseria.
Quiso sin embargo ver todavía el campo del «Arbeitsdienst» a dos pasos, donde le había dicho el comandante que se transportaba a los vivos: un gran terreno rodeado de barracones de madera, algunos esqueletos que iban y venían, apretando las manos sobre sus intestinos retorcidos, unos cadáveres acá y allá... Eran quinientos o seiscientos. Algunos enfermeros benévolos se ocupaban de ellos, corrían de uno a otro, esforzándose en vano en hacerles comprender que debían permanecer prudentemente extendidos sobre los jergones en el interior de los barracones. Escasos eran los que habían guardado en sus ojos la voluntad y en el corazón el ansia de vivir. Los que todavía se hubieran podido salvar empezaban a morir de diarrea disentérica por haberse arrojado demasiado vorazmente, desdeñando los consejos, sobre los víveres que se les distribuía con profusión: comían, sentían una gran necesidad de aire, querían salir e iban a morir en el patio... No, no, éste no era un lugar para él. Por lo pronto se estaba demasiado cerca de las líneas, aún se oían fuertemente los cañonazos. Se marcharía. A pie hasta el fin, si era preciso: evocó el regreso de Ulises.
Se encaminó hacia la villa en la que había dormido la víspera y en donde le esperaba una nueva desazón. En el intervalo encontró a un soldado norteamericano, que, en la puerta de un granero, divertido, quiso afeitarle.
A decir verdad, no era una villa sine una pequeña casa de ingeniero o de jubilado, como tantas que había en Francia, con un jardín y una verja alrededor. La víspera, él la había encontrado desierta, con todas las puertas abiertas. En la cocina ni siquiera se había levantado la mesa: queso blanco en un plato, confitura --¡ la mermelada de los alemanes!--en otro. En el comedor, las puertas del armario estaban entreabiertas, la ropa blanca y diversos objetos estaban apilados sobre el diván, sobre la mesa, sobre las sillas, todo revuelto, un baúl cuya tapa estaba abierta a la
[44] espera. El dormitorio se encontraba en perfecto orden. En él había respirado la reciente angustia de gante acomodada que había tenido esperanza hasta el fin y esperó hasta el último minuto para marcharse.
«No están lejos - pensó -, van a volver de un momento a otro.»
Había dormido en la cama grande del dormitorio, en ella había matado el tiempo por la mañana fumando un cigarrillo; se había desperezado en el calor de las sábanas, bajo un amplio haz de rayos de sol que rebotaban sobre los muebles barnizados. Al abandonar esta vivienda para volver a casa del comandante, hacia las diez de la mañana, pensó en lo que le sucedió en 1940, cuando replegándose de la Alsacia quiso pasar por última vez por su casa. Se volvió a ver con un lápiz para escribir un letrero que hubiese fijado en la puerta si no le hubiese retenido en el último una especie de arrogancia que siempre había creído inoportuna: «Usen de todo, no roben nada, no rompan nada. No se venguen en las casas de lo que tengan que reprocher a los individuos... No hagan pagar a los individuos lo que crean que es un error de la colectividad». Y sólo había tomado en el armario la ropa blanca indispensable: una camisa, unos calzoncillos, un pañuelo, bajo el aparador de la cocina el par de sandalias imitación de cuero que tanto habían hecho reír al comandante... También había vencido una tentación muy fuerte cuando al pasar ante el garaje en el jardín, en el último momento antes de salir, había levantado el cierre ante un magnífico Opel.
Ahora todo había desaparecido, el magnífico Opel estaba lejos, los muebles despanzurrados, la lencería había volado, la vajilla estaba rota.
«Y yo que tuve tantos escrúpulos - pensó -. ¡La guerra, ah, la guerra!» En la mesilla de noche, un despertador que vio la noche anterior, había quedado intacto por milagro. Marcaba las 18,30.
Se tumbó vestido sobre la cama y se durmió.
A la mañana siguiente, temprano, cuando el sol ya estaba alto, se puso en camino... El estampido de los cañones seguía retumbando; detrás de él, las poatentes máquinas de guetra seguían subiendo para reforzar el frente... A la salida del pueblo, ante una
[45] casa aislada, unos paisanos cocían algo en un caldero puesto sobre dos piedras: estaban allí una media docena, mal vestidos, mal lavados, sin afeitar, sucios, y vio que uno de ellos alimentaba el fuego con libros que cogía de un montón. Se acercó con curiosidad: eran obreros forzados belgas y holandeses, los libres eran los de la «Hitler-Jugend-Bücherei».
Echó una mirada sobre los títulos: Kritik über Feuerbach, Die Räuber, de Schiller; Kant und die Moral, Goethe, Hölderlin, Fichte, Nietzsche, etc., allí estaban todos como en una cita trágica y esperaban a que fuese decidida su suerte entre señores de linaje menos noble, como los Goebbels y los Streicher. El papel era bueno, la encuadernación sencilla, la presentación de buena contextura. Siempre había tenido una debilidad por los libros, cualesquiera que fuesen. Tomó uno de ellos : Tú y el arte, por un jefe del nacionalsocialismo. Lo abrió maquinalmente y via una reproducción en colores de «La liberté guidant le peuple», de Delacroix. Pasó las hojas más atento: unas flores de Monet, un detalle de Renoir, «La Gioconda», «Madame Récamier», «El rnartirio de San Sebastián»... El contraste con el infierno del que salía le dolió, pidió autorización para llevarse este libroe, fruto sin embargo de esta civilización que había sido tan cruel con él y que asombrará y escandalizará al mundo hasta el fin de los siglos. La autorización le fue concedida con una sonrisa y un mal chiste. Ciertamente, era difícil de comprenderlo.
Tomó de nuevo la dirección oeste, con el presentimiento de que no encontraría nunca una ambulancia de buena voluntad, de que tendría que ir a pie hasta el fin... Bruscamente se sintió en el umbral de una nueva aventura y, aunque en otra época y bajo otro cielo, hubiera querido que se pareciese a la de Ulises que había evocado el día anterior.
Ante él, veía carreteras, campesinos en los campos, zarzales en cierne, árboles brotando, granjas, gentes que le preguntaban su historia y a las cuales se la contaba de buena gana, carreteras y más carreteras y, allá abajo, en el fondo de este horizonte de espejismo, una casita bajo las tuyas, en las afueras de una pequeña ciudad. En el jardín, un chiquillo que seguía teniendo dos años y que jugaba con la arena, levantaba grandes ojos asombrados al verte llegar con su traje de presidiario... Le dirigió la palabra:
-- ¿Cómo te llamas, pequeño? ¿Dónde está tu mamá?...
Y lloró.
Las seis de la mañana, al parecer. Somos una veintena de hombres de todas las edades y condiciones, franceses todos, ataviados con los más inverosímiles oropeles y dócilmente sentados alrededor de una gran mesa rudimentaria. No nos conocemos ni tampoco intentamos conocernos. Mudos o poco menos, nos contentamos con observarnos y procurar, si bien con pereza, adivinarnos mutuamente. Sentimos que unidos en lo sucesivo a un destino común, estamos destinados a convivir en una dolorosa prueba y tendremos que resignarnos a confiarnos los unos a los otros, pero nos comportamos como si quisiésemos retrasar esto lo máximo posible. El hielo es difícil de romper.
Absorto cada uno en sí mismo, intentamos recuperar nuestros espíritus, reflexionar sobre lo que acaba de sucedernos: cien en el vagón durante tres días y tres noches, el hambre, la sed, la locura, la muerte; el desembarco en la noche, bajo la nieve, en medio de los chasquidos de las pistolas, los gritos de los hombres y los ladridos de los perros, bajo los golpes de los unos y los colmillos de los otros; la ducha, la desinfección, la «cuba de petróleo», etc... Estamos completamente atemorizados por todo ello. Tenemos la impresión de que acabamos de atravesar un no man's land, de participar en una carrera de obstáculos más o menos mortales, sabiamente graduados y meticulosamente calculados.
Tras el viaje y sin transición, una larga serie de salas, oficinas y galerías subterráneas pobladas por seres extraños y amenazadores,
[45] teniendo cada uno su no menos extraña y humiliante especialidad. Aquí la cartera, la alianza, el reloj, la pluma estilográfica; acá la chaqueta, el pantalón; allí los calzoncillos, los calcetines, la camisa; por último el nombre: se nos ha quitado todo. Después el peluquero ha cortado al rape en todas las partes, el baño de cresol, la ducha. Finalmente la operación inversa: en esta taquilla una camisa en jirones, en esa otra un calzoncillo agujereado, en la de más allá un pantalón remendado y así hasta los zapatos con suela de madera y la cinta que lleva el número del registro, pasando por el sobretodo gastado o la guerrera fuera de servicio, el gorro ruso o el sombrero de bersaglieri. No se nos ha devuelto ni una sola cartera, alianza, pluma estilográfica o reloj.
-- Esto es como en Chicago - ha dicho blandiendo su número uno de entre nosotros que quería hacer un chiste -: en la entrada de la fábrica están los cerdos, a la salida las latas de conserva. Aquí se entra como hombre y se sale como un número.
Nadie ha reído. Entre el cerdo y la lata de conservas de Chicago, seguramente no hay más diferencia que la que media entre lo que éramos y esto en que nos hemos convertido.
Cuando nosotros, todo el primer grupo, hemos llegado a esta gran sala clara, limpia, bien aireada y a simple vista confortable, hemos experimentado algo así como un alivio: idéntico sin duda al de Orfeo subiendo del infierno. Después nos hemos entregado a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones, en especial a la que domina y refrena todo deseo de especulación interior y que se lee en todos los ojos:
-- ¿Comeremos hoy? ¿Cuándo podremos dormir?
Estamos en Buchenwald. Bloque 48, Flügel a. Son las seis de la mañana, al parecer. Y es domingo, el domingo 30 de enero de 1944. Un domingo sombrío.
El bloque 48 es una sólida construcción - levantada en piedra, cubierta de tejas - y contrariamente a casi todos los demás, que son de tablas, consta de un piso bajo y de otro sobre él. Hay comodidades arriba y abajo: lavabo con dos grandes pilones circulares de diez o quince plazas y chorro de agua que vuelve a caer en forma de ducha, W.C. con seis plazas para permanecer sentado y otras seis de pie. A cada lado, comunicándose por un
[48] pequeño paso, hay un comedor (Ess-Saal) con otras grandes mesas rudimentarias y un dormitorio (Schlaf-Saal) que contiene treinta o cuarenta literas. Un domitorio y un comedor forman un ala o Flügel. Existen cuatro de éstas: «a» y «b» en el piso bajo, «c» y «d» en el primero. El edificio cubre de ciento veinte a ciento cincuenta metros cuadrados, veinte a veinticinco de largo por cinco o seis de ancho: el máximo de confort en el mínimo espacio.
En previsión de nuestra llegada, ayer fueron desalojados del bloque 48 sus ocupantes habituales. Sólo ha quedado el personal administrativo que a él pertenece: el Blockältester o decano, es decir el jefe de bloque, su Schreiber o contable, el peluquero y los Stubendienst --dos por Flügel --o encargados de la limpieza y del orden interior. En total once personas. Ahora, desde el amanecer, se llena de nuevo.
Nuestro grupo, que ha llegado el primero, ha sido alojado en el mismo Flügel del jefe de bloque. Poco a poco llegan otros grupos. También poco a poco se anima la atmósfera. Los compatriotas que han sido detenidos al mismo tiempo o por el mismo asunto se encuentran de nuevo. Se sueltan las lenguas. Por mi parte he vuelto a encontrar a Fernando, que acaba de sentarse a mi lado.
Fernando es uno de mis antiguos discípulos, un obrero enérgico y consciente. Veinte años. Durante la ocupación se me ha unido en forma totalmente espontánea. Hemos hecho el viaje hasta Compiègne encadenados el uno juno al otro, y, ya en Compiègne, hemos formado un simpático y retirado islote entre los diecisiete detenidos por la misma cuestión que nosotros. En verdad, les habíamos abandonado: primero estaba el que había confesado durante el interrogatorio; luego el inevitable suboficial de carrera convertido en agente de seguros y que, al mismo tiempo que se había condecorado con la Legión de Honor, había juzgado indispensable para su dignidad concederse el grado de capitán. En fin, había otros, todos ellos gante amante del orden y seria, cuyo silencio y mirada daban a conocer a cada instante que sentían en su conciencia haber dado un mal paso. Sobre todo los irritaba el agente de seguros con su megalomanía, sus modales grandilocuentes, sus aires afectados como si estaviese en el secreto de los dioses y las chanzas tontamente optimistas con las que no cesaba de abrumarnos.
[49]
--Ven - me dijo Fernando -, ésta no es gente de nuestro mundo.
En Buchenwald, adonde llegamos en el mismo vagón, nos hemos unido de nuevo el uno al otro, y hemos aprovechado un momento de distracción del grupo para escabullirnos y presentarnos a lo que habría que llamar las formalidades de registro del campo. Separados un momento, aquí nos hemos vuelto a encontrar.
A las ocho de la mañana no queda sitio para partir un huevo en la mesa y continúan las charlas, tan raidosas que llegan a molestar al jefe de bloque y a los Stubendienst. Se hacen las presentaciones, por encima de las cabezas se dan a conocer las profesiones acompañadas por los puestos ocupados en la resistencia: banqueros, grandes industriales, comandantes de veinte años, coroneles que apenas tienen algunos más, jefes supremos de la resistencia que gozan de la confianza de Londres y conocen sus secretos, en especial la fecha del desembarco. Algunos profesores, varios sacerdotes que se mantienen tímidamente aparte. Pocos son los que se confiesan empleados o simples obreros. Cada uno quiere tener una situación social más envidiable que la del vecino, y sobre todo haber sido encargado por Londres de una misión de la mayor importancia. Las acciones violentas no se cuentan. Nuestras dos modestos personas se encuentran por ello desfasadas.
-- Lo mejor de la buena sociedad..., majaderos - me susurra Fernando al oído, muy bajo.
Tras un cuarto de hora, verdaderamente molestos, sentimos una irresistible gana de orinar. En el pequeño paso que conduce a los W.C. hay una animada conversación entre cinco o seis. Al pasar, nos enteramos de que se trata de millones.
-- ¡Dios! ¿En qué ambiante hemos caído pues?
En los W.C. todas las plazas están ocupadas, se hace la cola y tenemos que esperar. Al volver, después de diez minutos largos, el mismo grupo sigue en el pequeño paso y la conversación gira siempre en torno a los millones. Ahora ya se habla de catorce. Queremos enterarnos de ello y nos paramos; es un pobre anciano el que se extiende en lamentos sobre las sumas fabulosas que su estancia en el campo le hará perder.
-- Pero oiga - me atrevo a decir -, ¿qué es lo que hace usted, pues, en la vida civil para manipular tales sumas? Debe de tener una situación importante.
[50]
He tomado un aire de admirativa conmiseración al decir esto.
-- ¡ Ah, señor mío! ¡ No me hable de ello, aquí!
Y me muestra los chanclos que lleva en los pies. No tango fuerza para reprimir la risa. El no comprende y vuelve a comenzar para mí sus explicaciones.
-- Comprenda usted, de éstos me han encargado ellos primeramente mil pares que han venido a recoger sin controlar ni el número ni las facturas. Después otros mil pares, luego dos mil, cinco mil, más tarde... En los últimos tiempos aumentaban los pedidos. Y nunca los controlaron. Entonces comencé a hacer un poco de trampa en las cantidades, más tarde sobre los precios. ¡Diantre!... Cuanto más dinero se les quitase, más se les debilitaba y se facilitaba a los ingleses su tarea. ¡Pero estos cochinos boches! Un buen día, han cotejado las facturas con las cuentas de sus destinatarios de esa gente hay que esperarlo todo. Han descubierto que se les había robado unos diez millones. Entonces me han enviado aquí. Directamente. Y sin el menor juicio, señor. Figúrese usted: ¿yo, un ladrón? ¡La ruina, ahora me arruinaré, señor mío! Y sin el mener juicio...
Está verdaderamente escandalizado. Muy sinceramente, él tiene la impresión de que ha cumplido un indiscutible acte de patriotismo y de que es, como tantos otros, la víctima de una denegación de justicia. Otro, sin hacer una mueca, continúa:
-- Lo mismo que a mí, señor, yo estaba de administrador en la...
-- Vente - me dice Fernando -, ¡ya lo ves!
Los días pasan. Nos familiarizamos en la medida de lo posible con nuestra nueva vida.
Primeramente se nos dice que estamos aquí para trabajar, que muy pronto seremos asignados a un comando al parecer de fuera del campo y que entonces partiremos «en transporte». Entretanto permaneceremos en cuarentena de tres a seis semanas, según se declare o no una enfermedad epidémica entre nosotros.
Seguidamente se nos da a conocer el régimen provisional al cual estaremos sometidos. Durante la cuarentena, prohibición absoluta de abandonar el bloque o su pequeño patio rodeado, por lo demás, de alambradas. Todos los días, levantarse a las cuatro y media con «charanga» por el Stubendienst --con la porra de goma
[51] en la mano para aquellos a los que les entre la tentación de rezagarse--, lavado a paso de carrera, distribución de los víveres para el día (250 gr. de pan, 20 gr. de margarina, 50 gr. de salchichón, queso blanco o mermelada y media litre de sucedáneo de café no azucarado). Llamada a las cinco y media para pasar lista que durará hasta las seis y media o siete. De siete a ocho faenas de limpieza del bloque. A eso de las once, recibiremos ún litro de sopa de nabos, y hacia las dieciséis tomaremos café. A las dieciocho, nueva llamada que podrá durar hasta las veintiuna raramente más, pero ordinariamente hasta las veinte horas. Después a dormir. En los intervalos, confiados a nosotros mismos, podremos contarnos nuestras pequeñas historias, nuestros desalientos, nuestros temores, nuestras aprensiones y nuestras esperanzas, sentados alrededor de las mesas y a condición de no meter demasiado ruido. De hecho, desde la mañana hasta la noche, la conversación girará en torno a la fecha del posible cese de las hostilidades y a la forma en que terminarán: la opinión general es que todo habrá acabado en dos meses, pues uno de nosotros ha dado a conocer con toda seriedad que había recibido un mensaje de Londres dándole el comienzo de marzo como fecha segura del de sembarco .
Fernando y yo establecemos conocimientos progresivamente entre las personas que nos rodean, guardando sin embargo las distancias y permaneciendo retraídos. En dos días, hemos adquirido la certeza de que la mitad por lo menos de nuestros compañeros de infortunio no se encuentran aquí por los motivos que declaran, y que en todo caso estos motivos no tienen más que un parentesco muy lejano con la resistencia: nos parece que el mayor número de víctimas procede del mercado negro.
Lo que resulta más complicado es coger el ritmo del círculo en el que acabamos de entrar. Por mediación de un luxemburgués que apenas conoce la lengua francesa, el jefe de bloque nos pronuncia todas las tardes largos discursos explicativos, pero...
Este jefe de bloque es el hijo de un antiguo diputado comunista en el Reichstag, que fue asesinado por los nazis. El es comunista, no lo oculta --lo cual me extraña-- y lo esencial de sus charlas consiste en la afirmación reiterada de que los franceses son sucios, charlatanes como las urracas y perezosos; que no saben lavarse y que todos los que le escuchamos tenemos la doble suerte de haber llegado en el momento en que el campo se ha
[52] convertido en un sanatorio, y de haber sido asignados a un bloque cuyo jefe es un político en vez de un delincuente. No se puede decir que sea un mal muchacho: hace once años que está encerrado y ha tomado las costumbres de la casa. Raramente golpea: sus manifestaciones de violencia consisten generalmente en unos vigorosos Ruhe! (9) lanzados en medio de nuestras charlas y seguidos de imprecaciones en las cuales siempre menciona el crematorio. Le tememos, pero tememos más aún a sus Stubendienst rusos y polacos.
Del resto del campo no sabemos nada o casi nada, nuestra zona de investigaciones se limita a las cuatro Flügel del bloque. Presentimos que se trabaja alrededor nuestro y que el trabajo es duro, pero no disponemos más que de la «radio-bulo» para asegurarnos sobre su naturaleza. Conocemos muy rápidamente por el contrario todos los rincones y escondrijos de nuestro bloque y de sus ocupantes. Hay de todo dentro de él: aventureras, gante de origen y condiciones sociales mal definidas, resistentes auténticos, gante seria, Crémieux, el procurador general del rey de los belgas, etc. Inútil decir que Fernando y yo, no sentimos ningún deseo de aglatinarnos en cualquiera de los grupos afines que se han constituido.
La primera semana ha sido particularmente penosa.
Entre nosotros hay lisiados, mutilados de una o de ambas piernas, gente con parálisis congénita que ha tenido que dejar en la entrada, al mismo tiempo que su cartera o sus alhajas, sus bastones, sus muletas o sus piernas artificiales: se arrastran lamentablemente, se les ayuda o se les lleva. Hay también enfermos graves a los que les han sido retirados los medicamentos indispensables que llevaban siempre consigo: éstos, incapaces de alimentarse, mueren lentamente. Por otra parte, hay la gran revolución provocada en todos los organismes por el cambio brutal de la alimentación y su trágica insuficiencia: los cuerpos empiezan a supurar y pronto es el bloque un vaste absceso que unos médicos improvisados o sin medios cuidan o parecen cuidar. En fin, en el plano moral unos incidentes inesperados hacen todavía más insoportable la promiscuidad que nos es impuesta: el administrador
[53] con grado de coronel es cogido mientras quitaba el pan a un enfermo del que había querido ser enfermero; una violenta disputa a propósito del reparto de pan ha enfrentado al procurador del rey de los belgas y a un doctor; un tercero que se pasaba de grupo en grupo encareciendo sus aptitudes para prefecto tras la liberación, ha sido sorprendido a punto de sustraer de la ración común al llegar al bloque, etc. Estamos en el Patio de los Milagros. (10)
Todo este provoca el despertar de los filántropos. No hay Patio de los Milagros sin filántropos y Francia, rica en este terreno, ha tenido que exportar hacia aquí a quienes no piden más que dar su patente y, de ser posible, remuneradora abnegación. Un buen día echan una altiva mirada de conmiseración sobre esta masa de seres harapientos, abandonados a todas las construcciones del espíritu y víctimas posibles de todo tipo de perversiones. Nuestro nivel moral les parece en peligro y se apresuran a socorrerle pues en una aventura como ésta el factor moral es esencial. Así es en la vida: hay gentes que os miran con el rabillo del ojo por vuestro pan, otras por vuestra libertad y otras por vuestra moral.
Un lionés que se titula director de L'Effort - ¡menuda referencia! -, un coronel si no recuerdo mal, un alto funcionario de abastecimientos y un pequeño cojo que dice que es comunista pero al que los habitantes de Toulouse acusan de haberles entregado durante su interrogatorio a la Gestapo, preparan un programa de turnos de cantos y conferencias sobre diversos temas Hasta el domingo, oímos un relato sobre la sífilis de los perros; otro sobre la producción petrolera en el mundo, y el papel del petróleo tras la guerra, un tercero sobre la organización comparada del trabajo en Rusia y en América. Estos discursos no llegan a nuestro nivel.
El domingo, un programa continuo desde las tres a las seis, con un director de escena. Unos diez voluntarios han contribuido cada uno con lo que podía; los sentimientos más diversos han ascendido del fondo de las almas y las más variadas personalidades se han confirmado desde el «Violín roto» al «Soldado alsaciano» pasando por G.D.V., (11) «Margot se queda en el pueblo» y «Corazón de lila». Los más atrevidos chistes verdes y también
[54] monólogos de lo más divertido. Estas payasadas desdicen del lugar, del público, de la situación en la cual nos encontramos, y de las preocupaciones que debiéramos tener: decididamente, los franceses merecemos la fama de ligereza que el mundo nos ha conferido.
Como final, un joven inteligente, de buena presencia, de unos veinte años, canta con voz cálida La pequeña iglesia, de Jean Lumière y provoca en todos una nostálgica unanimidad.
A todos les saltan las lágrimas, los rostroes adquieren de nuevo aspectos humanos, estos desequilibrados vuelven a ser hombres. Yo comprendo lo que «la lenta flauta de Bertrandou, el antiguo pastor pífano» fue para los cadetes de Gascuña de Cyrano de Bergerac. (12)
Perdono a los filántropos y, desde el campo, dedico a Jean Lumière un eterno agradecimiento.
En la segunda semana, cambio de decorado. Hay que cumplir todavía algunas formalidades. El lunes por la mañana, irrumpen los enfermeras en el bloque con la lanceta en la mano: las vacunaciones. Todos tenemos que desnudarnos en el dormitorio; se es cogido al pasar al comedor y pinchado en cadena. La operación se repite tres o cuatro veces con algunos días de intervalo. Por la tarde, es la politische Abteilung - Sección política del campo - quien actúa, y nos somete a un estrecho interrogatorio sobre el estado civil, la profesión, las convicciones políticas y los motivos de la detención y de la deportación. Son tres o cuatro días difíciles con las vacunaciones y el «servicio de m...»
El servicio de m..., ¡ay, amigos! Todas las defecaciones de los treinta o cuarenta mil habitantes del campo convergen en un abajadero en forma de cono. Como es preciso que no se pierda nada, un comando especial vierte todos los días la valiosa cargo en los huertos que dependen del campo y producen legumbres para los de la S.S. Desde que los convoys extranjeros llegan al campo en forma continua, los presos alemanes que tienen la dirección
[55] administrativa del campo han ideado el que estos trabajos sean realizados por los recién venidos: para ellos es algo así como la tradicional broma que se suele gastar a los reclutas en los cuarteles franceses y esto les divierte una enormidad. El servicio es uno de los más penosos: los presos, acoplados de dos en dos a una «Trage» (recipiente de madera en forma de tronco de pirámide de base rectangular) conteniendo la casa, dan vueltas como caballos de circo desde el depósito a los huertos, durante doce horas consecutivas, en el frío y en la nieve, regresando por la noche al bloque entumecidos y malolientes.
Un día, se nos anuncia que nuestro bloque, sin estar por tanto adscritos a un comando, se encargará mañana y tarde durante el resto de la cuarentena de suministrar las piedras. El jefe de bloque ha decidido que en vez de enviar por relevas grupos de cien hombres, que trabajarían doce horas de un tirón, nos resultará mucho más fácil si vamos todos, es decir los cuatrocientos, y permanecemos fuera sólo dos horas para cada servicio. Todo el mundo está de acuerdo.
A partir de este día, todas las mañanas y tardes marchamos a través del campamento para trasladarnos al Steinbruch --cantera-- donde cada vez tomamos una piedra, de peso proporcional a nuestra fuerza, la llevamos al campo a unos equipos que la parten para construir las avenidas y una vez terminado el trabajo regresamos al bloque. Este trabajo es fácil, sobre todo en comparación con el de los canteros que extraen la piedra bajo los insultos y los golpes de los «Kapos» (K.A.Po., abreviatura de Konzentrationslager Arbeitspolizei o policía de control del trabajo.) Cuatro voces al día pasamos muy cerca de unos chalets, donde según los rumores se encuentran custodiados León Blum, Daladier, Reynaud, Gamelin y la princesa Mafalda, hija del rey de Italia. Todos envidiamos la suerte de estos privilegiados. Cada vez que pasamos oigo las observaciones:
-- Los lobos no se comen entre ellos .
-- Según seas poderoso o miserable...
-- Los grandes, amigo, te juegas la piel por ellos y ellos se hacen gentilezas.
-- Las leyes raciales de Hitler se aplican a todos los judíos excepto a uno.
Etc..., etc...
En nuestras filas, se encuentra un ex primer ministre de Bélgica,
[56] un ex ministro francés, y otras personalidades de mayor o mener importancia. Ellos están más mortificados que nosotros por el tratamiento de que gozan los habitantes de los chalets. Se cuenta que cada uno dispone de dos habitaciones, radio, periódicos alemanes y extranjeros, que comen tres veces al día. Existe la certeza de que no trabajan.
Se envidia en especial a León Blum. La casualidad ha querido que Fernando y yo, que siempre estamos juntos, nos encontremos en uno de los viajes al lado del ministre francés.
-- ¿Por qué León Blum y no yo? - nos dice.
En la inflexión de su voz, percibimos que no encuentra extraño del todo el que nosotros estemos sometidos a estos viles trabajos de esclavos; pero él, vamos, ¡él, que fue ministro!
Fernando se encoge de hombros. Yo estoy perplejo.
Otro día, en vez de conducirnos al transporte de piedras se nos lleva al servicio de antropometría, donde se nos va a fotografiar de frente y de perfil y tomar las huellas digitales. Unos individuos fuertes y gruesos, bien alimentados, por lo demás presos como nosotros, pero llevando en el brazo la insigna de una autoridad cualquiera y en la mano la porra que la justifica, gritan detrás de nosotros. Delante de mí van el doctor X..., y el pequeño cojo comunista que tiene los favores del jefe de bloque y pasa como su hombre de confianza ante los ojos de los franceses. Oigo la conversación. El doctor X..., del que todo el mundo sabe que fue varias veces candidato de la U.N.R. para el Consejo general o en otras elecciones de su departamento, explica al pequeño cojo que él no es comunista pero tampoco anticomunista sino todo lo contrario: la guerra le ha abierto los ojos y quizá cuando tenga tiempo para asimilar la doctrina... Desde hace dos días se habla de un posible transporte a Dora y el doctor X... empieza a dar los primeras pasos para quedarse en Buchenwald. ¡Qué miseria!
Súbitamente recibo un formídable puñetazo: absorto en los pensamientos nacidos de la conversación he debido salirme un poco de la fila. Me vuelvo y recibo en pleno rostro una sarta de injurias en alemán entre las que logro oír:
-- Hier ist Buchenwald, du lump. Schau mal, dort ist das Krematorium. (13)
Esto es todo lo que he podido saber sobre el motivo del puñetazo.
[57] En cambio, y como para explicarme que estaba justificado, el pequeño cojo se ha vuelto hacia mí:
-- ¡ Ya podías tener cuidado, es Thälmann!. (14)
Llegamos a la entrada del edificio de antropometría. Otro con porra y brazalete nos empuja brutalmente en filas contra la pared. Esta vez, es el pequeño cojo quien recibe un puñetazo acompañado de insultos. Una vez pasada la tormenta se vuelve hacia mí:
-- No me extraña nada de este c..., es Breitscheid.
No siento la mener preocupación por cerciorarme de la identidad de los dos valientes. Me limito a sonreír pensando que han logrado realizar finalmente la unidad de acción de la que tanto hablaban antes de la guerra y a admirar este agudo sentido de los matices que el pequeño cojo posee hasta en sus razonamientos.
Yo soy pesimista, al menos tengo la reputación de serlo.
En primer lugar, me resisto a aceptar como auténticas las noticias optimistas que cada atardecer trae Johnny al bloque. Johnny es un negro. Le he visto por vez primera en Compiègne, donde le oí contar con un acento americano muy pronunciado que era capitán de una fortaleza volante y que durante un raid sobre Weimar había sido alcanzado su aparato, por lo que tuvo que lanzarse en paracaídas. Una vez llegado a Buchenwald, se ha puesto a hablar corrientemente en francés y se ha ofrecido como médico. Habla otros dos idiomes más o menos tan bien como el francés: el alemán y el inglés. Gracias a esta superioridad, a su imaginación y a una indiscutible cultura, ha logrado que se le destine como médico a la enfermería, antes incluso de que haya terminado la cuarentena. Los franceses estamos convencidos de que no es médico ni capitán de fortaleza volante, pero nos inclinamos ante la habilidad con la que ha sabido ponerse a cubierto. Cada noche se le rodea por todas partes: la enfermería es considerada
[58] como el único lugar de donde pueden venir noticias ciertas. También, pese a su fuma de charlatán, Johnny es tomado en serio por todos cuando habla de los acontecimientos de la guerra. Una noche nos viene con la revolución en Berlín, otra con la sublevación de las tropas en el frente del Este, una tercera con el desembarco de los aliados en Ostende, la cuarta con el paso de los campos de concentración a la Cruz Roja International, etc., etc. A Johnny no le faltan nunca buenas noticias que hacen que cada noche, tras su llegada al bloque, la opinión general sea, en febrero de 1944, de que la guerra habrá terminado en dos meses. El me gasta la paciencia y también los otros con su credulidad. A los que se me acercan con la certidumbre que les ha infundido Johnny, les contesto sistemáticamente que por mi parte estoy persuadido de que la guerra no terminará antes de dos años. Como por lo demás soy de los pocos que no creyeron en la caída de Stalingrado, por decirlo así, hasta que fue casa hecha, y lo he confesado incluso después, se me ha clasificado inmediatamente.
En efecto recibo todo con un escepticismo inquebrantable: los más refinados horrores que se cuentan sobre el pasado de los campos, las suposiciones optimistes sobre el futuro comportamiento de la S.S. que, como se suele decir, ya siente pasar el viento de la derrota sobre Alemania y quiere rescatar ante los ojos de sus futuros vencedores los rumores tranquilizadores sobre nuestra ulterior intercesión. Yo discrepo hasta en lo que parece ser evidente, por ejemplo la famosa inscripción que se encuentra sobre la verja de hierro que cierra el acceso al campo. Cuando íbamos a cargar piedras, leí un día: «Jedem das Seine», y los rudimentos de alemán que poseo me permitieron traducir: «A cada uno su destino». Todos los franceses están convencidos de que es la traducción de la célebre advertencia que Dante coloca en la puerta del infierno: «Abandonad toda esperanza los que aquí entráis.». (15)
Esto es el colmo y yo soy un incrédulo.
[59]
El bloque está dividido en dos castas: por un lado los recién llegados, por el otro los once individuos, jefe de bloque, escribiente, peluquero y Stubendienst, germanos o eslavos, que forman su aparato administrativo, con una especie de solidaridad que elimina todas las discrepancias, todas las diferencias de condiciones o de concepciones y les une a todos incluso en la reprobación contra los demás. Ellos, que también son presos como nosotros, pero desde hace más tiempo, y que conocen todas las bribonadas de la vida penitenciaria, se comportan como si fuesen nuestros amos, nos mandan con el insulto, la amenaza y el garrote. Nos es imposible considrarlos como agentes provocadores o esbirros de la S.S. Yo entiendo al fin lo que son los «Chaouchs», esos carceleros y sus hombres de confianza en los presidios, de los cuales nos habla la literatura francesa sobre prisiones de todo tipo. Desde la mañana hasta la noche, los nuestros, arqueando el torso, alardean del poder que tienen para enviarnos al crematorio a la mener salida de tono y con una simple palabra. Y, también desde la mañana hasta la noche, comen y fuman lo que insolentemente, visto y sabido por todos, nos roban de nuestras raciones: litros de sopa, rebanadas de pan con margarina, patataes guisadas con cebolla o con pimiento picante. Ellos no trabajan. Están gordos. Nos repugnan.
En este ambieante he conocido a Jircszah.
Jircszah es checo. Abogado. Antes de la guerra fue teniente alcalde de Praga. Lo primero que hicieron los alemanes al entrer en Checoslovaquia fue detenerlo y deportarlo. Hace cuatro años que vive en los campos. Los conoce todos: Auschwitz, Mauthausen, Dachau, Oranienburg... Un incidente trivial le salvó hace dos años y le ha traído a Buchenwald en un transporte de enfermos. A su llegada, uno de sus compatriotas le ha encontrado el puesto de intérprete general para los eslavos. Espera poder conservarlo hasta el fin de la guerra que, aunque no lo cree próximo, siente que finalmente llegará. Vive con los «Chaouchs» del bloque 48 que le consideran como uno de los suyos, pero él nos da a continuación garantías que nos permiten considerarlo como uno de los nuestros: sus raciones que distribuye, los libros que se procura y nos presta.
Jircszah toma por primera vez contacto con los franceses. Nos
[60] contempla con curiosidad. También con compasión, ¿son éstos franceses? ¿Es ésta la cultura francesa de la que tanto se hablaba en sus tiempos de estudiante? Está decepcionado, no vuelve más.
Mi escepticismo y la manera casi sistemática con la que me mantengo al margen de la bulliciosa vida del bloque, le aproximan a mí.
-- ¿Es ésta la resistencia?
Yo no respondo. Para reconciliarle con Francia le presento a Crémieux.
El no aprueba ciertamente el comportamiento de los «Chaouchs», pero no se escandaliza por ello ni tampoco les desprecia.
-- He visto cosas peores - dice -. No hay que pedir a los hombres demasiada imaginación en el camino del bien. Cuando un esclavo gana un galón sin salir de su estado es más tirano que sus propios tiranos.
Me cuenta la historia de Buchenwald y de los otros campos.
-- Hay mucho de verdad en todo lo que se dice sobre los horrores de los cuales son escenario, pero también hay mucho de exageración. Hay que contar con el complejo de la mentira de Ulises que es el de todos los hombres, y en consecuencia también de todos los internados. La humanidad tiene necesidad de lo maravilloso, tanto en lo malo como en lo bueno, en lo feo como en lo bello. Cada uno espera y desea salir de la aventura con la aureola del santo, del héroe o del mártir y cada uno adorna su propia odisea sin darse cuenta de que la realidad ya se basta ampliamente a sí misma.
No tiene ningún odio hacia los alemanes. Para él los campos de concentración no son específicamente alemanes y no denotan instintos que sean propios del pueblo alemán.
-- Los campos - los Lager, como él dice - son un fenómeno histórico y social por el que pasan todos los pueblos cuando llegan a poseer la conciencia de nación y de Estado. Se les ha conocido en la Antigüedad, en la Edad Media, en los tiempos modernos, ¿por qué quiere usted que sea la época contemporánea una excepción? Ya mucho antes de Cristo los egipcios en su prosperidad no encontraron más que este medio para hacer inofensivos a los judíos, y Babilonia sólo conoció su apogeo maravilloso gracias a los internados. Los propios ingleses tuvieron que recurrir a los campos con los desgraciados boers, tras Napoleón que ya había
[61] inventado Lambessa. (16) Actualmente hay campos en Rusia que no tienen nada que envidiar a los de los alemanes; hay de ellos en Italia e incluso en Francia: aquí encontrará españoles y verá lo que le cuentan por ejemplo del campo de Gurs, en Francia, donde se les encerró al día siguiente de la victoria de Franco.
Yo me atrevo a hacer una observación:
-- En Francia, después de todo, se ha recogido a los republicanos españoles por motivos humanitarios, y no sé nada de que hayan sido maltratados.
-- También en Alemania es por motivos de humanidad. Los alemanes cuando hablan de la institución emplean el término «Schutzhaftlager» que quiere decir «campo para detenidos protegidos». En el momento de llegar al poder, el nacionalsocialismo ha querido impedir a sus adversarios, en un gesto de mansedumbre, el que le puedan perjudicar, pero también protegerles contra la cólera del público, acabar con los asesinatos en las esquinas de las calles, regenerar las ovejas descarriadas y llevarlas a una concepción más sana de la comunidad alemana, de su destino y de la tarea de cada uno en su seno. Pero el nacionalsocialismo ha sido rebasado por los acontecimientos, y sobre todo por sus agentes. En cierto modo es la historia que se cuenta en los cuarteles sobre el eclipse lunar. El coronel dice un día al comandante que habrá un eclipse de luna y que los jefes harán observer y explicarán el fenómeno a todos los soldados. El coronel lo transmite al capitán y la noticia llega por el cabo al soldado en la siguiente forma: «Por orden del coronel esta noche a las veintitrés horas tendrá lugar un eclipse de luna; todos los que no participen en él quedarán arrestados durante cuatro días». Lo mismo sucede en los campos de concentración; el estado mayor nacionalsocialista los ha concebido, y ha fijado el reglamento interior que antiguos parados ignorantes hacen aplicar a través de unos «Chaouchs» escogidos entre nosotros. En Francia el gobierno democrático de Daladier había concebido el campo de Gurs y había fijado el reglamento: la aplicación de este reglamento fue confiada a unos gendarmes y guardias móviles cuyas facultades de interpretación eran muy restringidas.
«Es el cristianismo el que ha introducido en el derecho romano
[62] el carácter humanitario que ha sido conferido al castigo y le ha asignado como primera finalidad el lograr la regeneración del delincuente. Pero el cristianismo no ha contado con que la naturaleza humana no puede llegar a la consciencia de sí misma más que sobre un fondo de perversidad. Créame, hay tres clases de seres que permanecen invariables, cada uno en su género, durante todas las épocas de la historia y en todas las latitudes: los policías, los sacerdotes y los soldados. Aquí tenemos que ver con los policías.
Evidentemente, tenemos que ver con los policías. Yo no he tenido luchas más que con los policías alemanes, pero he leído y he oído decir frecuentemente que los policías franceses no se distinguen por una dulzara particular. Recuerdo que en este momento de la charla de Jircszah me vino a la memoria el asunto Almazian. Pero Almazian estaba implicado en un crimen de derecho común, mientras que nosotros somos «políticos». Los alemanes no parecen establecer diferencias entre el derecho común y el derecho político y esta promiscuidad de unos y otros en los campos...
-- Vamos, vamos - me dice Jircszah -, usted parece olvidar que ha sido un francés, un intelectual del que Francia está orgullosa, de esmerada formación, un gran filósofo, Anatole France, quien escribió en cierta ocasión: «Soy partidario de la supresión de la pena de muerte en materia de derecho común y de su restablecimiento en materia de derecho político.»
Al acabar la cuarentena, como la S.S. nunca se había mezclado en la vida interna del campo, que parecía de este modo confiado a sí mismo y señor de sus leyes y reglamentos, estaba convencido de que Jircszah en gran parte tenía razón: el nacionalsocialismo, la S.S., recordaba este medio clásico de coerción y los detenidos lo habían transformado empeorándolo.
Tratamos juntos otros problemas, en especial el de la guerra y la postguerra. Jircszah era un burgués demócrata y pacifista.
-- La otra guerra dividió al mundo en tres bloques rivales - me decía -, los anglosajones como capitalistes tradicionales, los soviets y Alemania, esta última apoyándose en el Japón e Italia: sobraba uno de ellos. La postguerra conocerá un mundo dividido en dos, la democracia de los pueblos no ganará nada con ello y la paz no será menos precaria. Ellos creen que luchan por la libertad y que la edad de Oro nacerá de las cenizas de Hitler.
[68] Será terrible después: los mismos problemas se plantearán para dos en vez de para tres, en un mundo que estará material y moralmente arruinado. Bertrand Russell tenía razón en la época de su briosa juventud: «Ninguno de los males que se pretende evitar con la guerra es tan grande como la guerra misma.»
Yo era de la misma opinión, e incluso iba más allá.
Posteriormente he pensado con frecuencia en Jircszah.
10 de marzo, las quince horas: un oficial de la S.S. entra en el bloque. A formar en el patio.
-- Raus, los! Raus, raus!
Tenemos que partir y empiezan las formalidades. Desde hacía ocho días corría el rumor sobre este transporte y las suposiciones seguían su curso: a Dora, decían unos, a Colonia para descombrar las ruinas y salvar lo que se pueda todavía, recuperar lo aprovechable, decían otros. Es esta última suposición la que se abre camino en la opinión. La gante bien informada munifiesta que ahora, al sentir que ha perdido la partida, la jefatura del nacionalsocialismo suprime el comando de Dora, considerado como el infierno de Buchenwald, y no envía allá a nadie más. Añaden que al ser empleados en adelante en los peligrosos trabajos de descombro se nos tratará bien. En cualquier momento habrá el peligro de que explote una bomba, pero se comerá abundantemente, primero la ración del campo y luego lo que se encuentre en los sótanos, algunos de los cuales están repletos de comestibles.
Nosotros no sabemos qué es Dora. Ninguno de los que hasta ahora han sido enviados allí ha regresado. Se dice que es una fábrica subterránea en perpetuo estado de instalación y en la que se fabrican armas secretas. Se vive allí dentro, se come, se duerme y se trabaja sin salir nunca a la luz del día. Diariamente, camiones cargados de cadáveres los llevan a Buchenwald para ser quemados, y por estos cadáveres se deducen los horrores del campo. Felizmente, no iremos nosotros allá abajo.
Las dieciséis horas: nos encontramos todavía ante el bloque, en la posición de Stillgestanden, (17) bajo la mirada de la S.S. El jefe de bloque pasa por entre las filas y hace salir a un anciano o un mutilado así como a los judíos. Crémieux, que reúne en sí
[64] esta triple condición, está en el grupo. El pequeño cojo también, y algunos rostros que no pertenecen a ancianos, mutilados, ni judíos, pero de los que sabemos todos que sus propietarios se han hecho pasar por comunistas o realmente lo son, están entre los favorecidos por el jefe de bloque.
Las dieciséis y media: en dirección a la enfermería para la inspección sanitaria - inspección sanitaria por llamarlo así -. Un médico de la S.S. fuma un enorme puro, arrellanado en un sillón; pasamos ante él uno tras otro en la fila, y ni siquiera nos mira.
Las diecisiete treinta: en dirección al Effektenkammer, (18) se nos viste de nuevo, pantalón, chaqueta y capote, todo a rayas, zapatos ad hoc (de cuero, con suelas de madera) para reemplazar los chanclos impropios para el trabajo.
Las dieciocho treinta: formación que dura hasta las veintiuna. Antes de acostarnos, tenemos todavía que coser nuestros números sobre las prendas que acabamos de recibir, en la parte izquierda del pecho para la chaqueta y el capote, bajo el bolsillo derecho en el pantalón.
11 de marzo, las cuatro treinta: diana.
Cinco treinta: formación hasta casi las diez. ¡Estas formaciones! En marzo, en el frío, llueva o haga viento, tenemos que permanecer de pie horas y horas para ser contados una y otra vez. Esta es una formación general para todos aquellos, sin distinción de bloque, que han sido designados para el transporte, y tiene lugar en la plaza, ante la torre.
A las once, la sopa.
A las catorce horas, nueva formación que dura hasta las dieciocho o las diecinueve: hemos perdido la noción del tiempo.
12 de marzo: nos despertamos como de costumbre, formación de cinco y media a diez. Formaciones, siempre formaciones. Quieren volvernos locos. A las quince, abandonamos definitivamente el bloque 48 y, tras una estancia de algunas horas en la plaza, somos conducidos al bloque del cine, donde pasamos la noche, los más favorecidos sentados, la mayoría de pie.
Al día siguiente, nos despertamos a las tres y media, una hora antes de lo habitual. Se nos lleva junte a la torre, donde esperamos de pie, para ser embarcados, en la noche, en el frío, sin
[65] nada en el vientre desde el día anterior a las once. Entre las siete y las ocho subimos a los vagones.
Viaje sin nada de particular. Nos ponemos cómodos y charlamos. Tema: ¿adónde iremos? El tren toma la dirección oeste: a Colonia, eso es. ¡Hemos ganado! Alrededor de las dieciséis para en pleno campo, en una especie de apartadero donde bajo la nieve, chapotean en el lodo unos seres desgraciados, pálidos, sucios, con unos harapos rayados al igual que nuestra ropa nueva. Descargan vagones, cavan en unas obras de canalización, transportan la tierra extraída. Unos individuos con brazalete y un número bien vestidos, rebosantes de salud, les aguijonean con amenazas, injurias y porras de goma. Está prohibido hablar a los que trabajan. Al pasar a su lado, si casualmente están fuera del alcance de la vigilancia, nos atrevemos a preguntarles en una voz lo más baja posible:
-- Dime, ¿dónde estamos?
-- En Dora, amigo, no has terminado de estar en la m...
Fernando y yo, nos miramos. Difícilmente llegamos a creer al charlatán optimista de Colonia. Sin embargo, un gran desánimo nos invade, los brazos nos cuelgan lacios, sentimos pasar la sombra de la muerte.
1
/ Aparecido en 1948 con el título de "El paso de la
línea".
2 / ¡Atención,
atención!... No intenten evadirse! ¡Fusilados en
el acto!
3 / ¿Voy
a tener que matarte?
4 / ¡Tienes
suerte!.., Idiota!... ¡Bribón!
5 / Personaje
de una obra de Romain Rolland (N. Del T.)
6 / Campo
del Servicio del Trabajo.
7 / No,
respira todavía...
8 / Desde
que se escribió este, se ha probado que ellos tampoco recibieron
la orden: véase el preámbulo para la 2ª y 3ª
edición, página 296.
9 / ¡Silencio!
10 /
Cour des Miracles: asilo de los mendigos y maleantes parisinos.
(N. del T.)
11 /
Gueules de Vaches: hocicos de vaca, insulto que se suele lanzar
a los policías franceses. (N. del T.)
12 /
Durante el sitio de Arras, los jóvenes soldados protestan
por la falta de víveres. Uno de ellos toca la flauta y
entonces callan sus compañeros, en los que hace revivir
nostálgicamente los recuerdos y las canciones de la región.
(N. del T.)
13 /
¡Aquí estamos en Buchewald, granuja! ¡Mira,
allí está el crematorio!
14 /
Ernst Thälmann, jefe del Partido comunista alemán
tras la caída de Ruth Fischer en 1925. al subir al poder
el nacionasocialismo fue internado en Buchenwald, donde murió
en agosto de 1944. Al firmarse en 1939 el tratado de no agresión
germanosoviético, el gobierno ruso pidió y obtuvo
la entrega de unos cincuenta jefes comunistas que estaban en campos
de concentración alemanes. Wilhelm Pieck, refugiado en
la Unión Soviética y enemistado con Thälmann
por viejas rencillas, intervino cerca de Stalin para que el jefe
del K. P. D. no fuese reclamado. (N. del T.)
15 /
Al ser liberado en mayo de 1945, cuando todavía me encontraba
en Alemania y en el camino de regreso, oí una charla radiofónica
de un deportado Gandrey Retty, si no recuerdo mal, en la que ofrecía
esta interpretación. Así nacen los bulos.
16 /
Colonia de castigo en Argelia bajo el gobierno de Napoleón
III. (N. Del T.)
17 /
Firmes.
18 /
Vestuario.
Ediciones ACERVO, Barcelona, 1961. Títulos
de la obras originales:
PASSAGE DE LA LIGNE, Primera edición: 1948 Editions bressanes
LE MENSONGE D'ULYSSE, Primera edición: 1950 Editions bressanes
ULYSSE TRAHI PAR LES SIENS, Primera edición: enero 1961
Documents et témoignages.
Véase obras
originales.