AAARGH

SOLAVAYA

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PAUL RASSINIER

La mentira de Ulises

Version española ( 1961) de

Bernardo Gil Mugarza

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y el mismo libro, entero, en uno clic (formato PDF)

II/cap. 1
II/cap. 2
II/cap. 3




SEGUNDA PARTE

LA EXPERIENCIA DE LOS OTROS (1)

 

[129]

 

CAPÍTULO PRIMERO

LA LITERATURA SOBRE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN

 

En política, los campos de concentración alemanes pertenecen al pasado. En literatura están «gastados», carecen de interés. Cediendo como a una orden oculta y quemando alegremente las etapas, la opinión pública se ocupa ahora de los campos rusos.

Perfectamente consciente de esta situación de hecho, he publicado sin embargo hace poco un testimonio rigurosamente limitado a mi experiencia personal sobre el régimen de los campos de concentración hitlerianos. Por supuesto, llegaba con algún retraso y es esto sobre todo lo que se ha señalado. Hoy, reincido bajo otra forma: no faltará quien diga que me obstino inconsideradamente y contra la corriente. En consecuencia, conviene que ante todo pida perdón por ello.

En el campo, todas las conversaciones que nos permitían nuestros escasos instantes de reposo, estaban centradas sobre tres temas: la fecha probable del cese de las hostilidades y nuestra suerte individual o colectiva de sobrevivirla, las recetas de cocina para los días siguientes y lo que se podría denominar como «chismes» del campo, si la palabra tuviese alguna relación con la trágica realidad que designa. Ninguno de los tres nos ofrecía grandes posibilidades de evadirnos de la situación del momento. Los tres, por el contrario, separadamente o en conjunto, según el tiempo de que dispusiésemos para da la vuelta a nuestro universo restringido, nos volvían a él a la mener tentativa a través del «Cuando se cuente esto...», pronunciado con un tono y puntuado en las miradas por un fulgor tal que yo estaba asustado. Reconociendo

[130] en cierto modo mi impotencia para elevar estas rápidas tomas de consciencia por encima del ambiente, yo me replegaba entonces en mí mismo y me transformaba en un testigo obstinadamente silencioso.

Por instinto, me sentía trasladado a los días posteriores de la otra guerra, con los antiguos combatientes, a sus relatos y a toda su literatura. Sin duda alguna esta postguerra tendría, además de este, ex prisioneros y deportados que se reintegrarían a sus hogares con recuerdos más horribles aún. Me parecía libre el camino para el anatema y el espíritu de venganza. En la medida en que me era posible abstraer mi suerte personal del gran dramae que se representaba, todos los montescos, capuletos, armagnacs y borgoñones de la Historia, tomando de nuevo sus disputas desde el comienzo, se ponían a bailar ante mis ojos una zarabanda desenfrenada, sobre un escenario ampliado a la escala de Europa. Yo no lograba hacerme a la idea de que la tradición de odio en vías de nacer pudiera ser contenida cualquiera que fuese el resultado del conflicto.

Si trataba de medir las consecuencias de ello, me bastaba con pensar que tenía un hijo, para llegar no solamente a preguntarme si no sería major que nadie regresase sino también a esperar que las supremas autoridades del III Reich tomarían conciencia bastante pronto de que no podrían obtener perdón más que ofreciendo, en un inmenso y horrible holocausto para la redención de tanto mal, lo que quedaba de la población de los campos. En esta disposición de ánimo, decidí predicar con el ejemplo si regresaba y juré no hacer nunca la mener alusión a mi aventura.

Durante un tiempo que me pareció muy largo, incluso cuando era demasiado tarde, mantuve mi palabra. Esto no resultó fácil.

Por lo pronto tuve que luchar conmigo mismo. A propósito de este, nunca olvidaré una manifestación que los deportados organizaron en Belfort en los primeras días para indicar su regreso. Toda la ciudad se había molestado en ir a escuchar y recoger su mensaje. La inmensa sala de la Casa del Pueblo estaba llena hasta reventar. Delante, la explanada era una negra mancha de gente. Se había tenido que instalar altavoces hasta en la calle. Al no permitirme mi estado de salud asistir a esta manifestación, ni como orador ni como oyente, mi pena era grande. Pero fue mayor todavía cuando al día siguiente los periódicos locales me aportaron la prueba de que con todo lo que se había dicho era absolutamente

[131] imposible construir un mensaje valedero. Mis aprensiones del campo estaban justificadas. Por otra parte, la masa no fue cándida: nunca más se la pudo reunir en lo sucesivo con el mismo objeto.

También fue preciso luchar contra los otros. Dondequiera que fuese, siempre encontraba a los postres o ante la taza de té una cotorra distinguida en busca de raras emociones o un amigo benévolo que creía hacerme un favor atrayendo la atención sobre mí para llevar la conversación al tema: «¿Es verdad que...?» «¿Cree usted que...?» «¿Qué piensa usted del libro de...?» Todas estes preguntas, cuando no estaban inspiradas por una curiosidad malsana, traicionaban visiblemente la duda y la necesidad de confrontación. Ellas me consumían la paciencia. Sistemáticamente, acortaba, lo que no dejaba de provocar a veces juicios severos.

Yo me daba cuenta de ello y, si llegaba a suceder que sintiese algún remordimiento, hacía responsables de ello a mis compañeros de infortunio, salvados como yo, que no terminaban de divulgar relatos frecuentemente fantasiosos en los cuales se atribuían de buena gana la conducta de los santos, de los héroes o de los mártires. Sus escritos se amontonaban sobre mi mesa al igual que muchas solicitudes. Convencido de que se aproximaban los tiempos en que me vería obligado a salir de mi reserva y a hacer perder a mis recuerdos su carácter de santuario prohibido al público me sorprendí, más de una vez, al pensar que la frase atribuida a Riera (2) y según la cual, después de cada guerra, habría que matar despiadadamente a todos los ex combatientes, merecía mejor suerte que la de una simple salida de tono.

Un día, me di cuenta de que la opinión pública se había forjado una falsa idea de los campos alemanes, que el problema de los campos de concentración seguía en pie pese a todo lo que se había dicho, y que los deportados, aunque no gozaban ya de ningún crédito, no habían dejado de contribuir en gran manera a cambiar hacia vías peligrosas las agujas de la política internacional. El asunto se salía del marco de los salones. De repente tuve el sentimiento de que, con obstinarme, me haría cómplice de una mala acción. Y de un tirón, sin ninguna preocupación de orden literario, en una forma lo más simple posible, escribí mi Passage de la ligne, para volver a poner las cosas en su punto e intentar

[132] llevar a la gente a la vez al sentido de la objetividad, y a una noción más aceptable de la probidad intelectual.

Hoy, los mismos hombres que presentaron al público los campos de concentración alemanes, le presentan los campos rusos y le tienden las mismas trampas. De esta empresa ha nacido ya, entre David Rousset por una parte, Jean-Paul Sartre y Merleau-Ponty por la otra, una controversia en la cual todo tiene que ser falso pues descansa esencialmente sobre la comparación entre los testimonios quizás inatacables - yo digo: quizás - de los que han salido a salvo de los campos rusos y aquellos que no lo son, con toda seguridad, de los que han sobrevivido a los campos alemanes... Sin duda, no hay ninguna probabilidad de volver a colocar esta controversia en las vías que debiera haber seguido. Ya todo está hecho: los antagonistas obedecen a unos imperativos mucho más categóricos que la propia naturaleza de las cosas sobre las cuales disputan.

Sin embargo, podría pensarse que las discusiones del futuro en torno al problema de los campos de concentración, harían progresos si tomasen su punto de partida en una reconsideración general de los acontecimientos de los que fueron teatro los campos alemanes, a través de la masa de testimonios que ellos han suscitado. Al pasar esta idea a convicción, me obligaba a reunir y publicar los primeras elementos de esta reconsideración. Así se explica y se justifica esta «Ojeada sobre la literatura de los campos de concentración».

El lector comprenderá ahora que si después de haber tardado tanto en hablar, intento todavía rejuvenecer un tema que me parece prematuramente envejecido, cuando todo el mundo está callado y parece que nadie tiene nada más que decir, puedo creerme con el derecho a pedirle el beneficio de las circunstancias atenuantes y ésta será mi primera tarea.

 

* * *

La experiencia de los ex combatientes, tan fresca todavía aunque haya sido gratuita, ofrece sin embargo la posibilidad de un paralelo que yo creo significativo.

Ellos volvieron con un gran deseo de paz, jurando que pondrían todo en obra para que ésa fuese «la última de las últimas». Se les testimonió por ello un agradecimiento que no iba sin una

[133] cierta admiración. En la alegría y en la esperanza, en el entusiasmo, toda una nación les dispensó una acogida afectuosa y confiada.

Sin embargo, en vísperas de esta guerra fueron muy discutidos. Sus testimonios eran comentados abundantemente en sentidos diversos, y lo menos que se podría decir es que aunque la opinión no les era indulgente, se apercibió o se preocupó de ellos. Incluso frecuentemente fue injusta. Si bien establecía una separación entre sus discursos y sus relatos, no dejaba menos por ello de pronunciar sobre ambos, juicios definitivos que se unían en su ligereza. Se reía irónicamente de los primeras, por considerar que se trataba del inevitable viejo chocho - ésta era la palabra que ella empleaba - cuyos recuerdos enfrascaban todas las conversaciones, o bien de los líderes de las asociaciones departamentales y nacionales, cuya misión parecía estar limitada a la reivindicación dominical. Respecto a los segundos, era asimismo totalmente categórica, y sólo reconoció un testimonio: Le Feu, de Barbusse.

Cuando en sus raros momentos de benevolencia llegó a hacer alguna excepción, ésta fue para Galtier-Boissière y para Dorgelès, pero por otro título: en razón a su pacifismo burlón e impenitente para uno, y a lo que ella interpretó por realismo en el otro.

¿Quién podría decir las razones exactas de este cambio?

A mi juicio, todas ellas pueden ser inscritas en el marco de esta verdad general: Los hombres están mucho más preocupados por el porvenir que les aguarda que por el pasado del que no tienen nada por esperar. Además, es imposible congelar la vida de los pueblos con un acontecimiento, por extraordinario que sea, con mayor razón por una guerra, fenómeno que tiende a valgarizarse y que se pasa muy rápidamente de moda, al menos en los caracteres que le son peculiares.

Poco antes de 1914, mi abuelo que todavía no había digerido la guerra de 1870, se la contaba a lo largo del domingo a mi padre, que bostezaba de aburrimiento. En vísperas de 1939, mi padre todavía no había acabado de contar la suya y, para no quedar en deuda, cada vez que entraba en ella yo no podía remediarlo y pensaba que Du Guesclin, surgiendo entre nosotros arrogante por las hazañas obtenidas con su ballesta, no hubiese estado más ridículo.

De esta manera se oponen las generaciones en sus pensarnientos. También se oponen en sus intereses. Esto me lleva a decir,

[134] para mayor detalle, que las generaciones que crecieron entre las dos guerras tuvieron la impresión de que no les era posible intentar el menor esfuerzo de arranque hacia la realización de su destino sin estar en oposición al antiguo combatiente, a sus derechos preferentes. Se le habían reconocido «derechos sobre nosotros». El los aprovechó para reclamar otros continuamente. Pues bien, son derechos que incluso el hecho de haber sufrido una larga guerra y haberla ganado no confiere, especialmente el de ser declarado apto para construir una paz, o el más modesto del mérito preferente, bien se trate de un estanco, de un empleo de guarda o de unas oposiciones.

El divorcio tuvo lugar, sin esperanza de un cambio, en los años 30, con la crisis económica. Se agravó hacia 1935, por el olvido de los unos de sus promesas de enmienda, así como por la extrema facilidad con la que aceptaron la enventualidad de una nueva guerra, y por la voluntad de paz de los otros. Sigue siendo una ley de la evolución histórica, que las jóvenes generaciones son pacifistas, pues es por medio de ellas como a lo largo de los siglos la humanidad se consolida progresivamente en la búsqueda de la paz universal. La guerra es siempre, en cierta medida, la redención de la gerontocracia.

Aun exponiéndolo con la reserva necesaria, parece sin embargo que los antiguos combatientes cometieron un error óptico aumentado por una falta de psicología. En todo caso, tras veinte años de agitación tenaz e ininterrumpida, los problemas de la guerra y de la paz quedaron intactos al no haber sido apenas tratados. No obstante, es de justicia reconocérselo: contaron su guerra tal como fue. Al leerles o al escucharles, no hay una palabra que no se sienta profundamente verdadera, o por lo menos verosímil. No se podría decir lo mismo de los deportados.

Los deportados, regresaron con el odio o el resentimiento en la lengua o en la pluma. Cometieron, ciertamente, el mismo error óptico, la misma falta de psicología que los ex combatientes. Además, no estaban curados de la guerra y pedían venganza. Sufriendo un complejo de inferioridad - para hablar a 40 millones de habitantes, apenas se encontraban 30.000 y ¡ en qué estado! - para inspirar con mayor seguridad la piedad y el reconocimiento, se pusieron a cultivar con afán el horror, ante un público que había conocido Oradour y que quería cada vez más lo sensacional.

Excitándose los unos a los otros, fueron cogidos como por un

[135] engranaje y, algunos sin saberlo pero la mayoría a sabiendas, pintaron progresivamente el cuadro con más negros colores todavía. Así le había sucedido a Ulises, que trabajaba en lo fantástico y añadía diariamente durante su viaje una nueva aventura a su odisea, tanto para satisfacer el gusto del público de la época como para justificar ante los suyos su larga ausencia. Pero si Ulises logró crear su propia leyenda y fijar sobre ella la atención de veinticinco siglos de historia, no es exagerado decir que los deportados fracasaron.

Todo fue bien en los primeras tiempos de la Liberación. No se podían discutir sus testimonios sin correr el riesgo de resultar sospechoso y, si se hubiera podido, no se hubiera tenido el gusto. Pero, lentamente, y como en el silencio de una conspiración, la verdad tomó su desquite. Con el tiempo a favor y el retorno a la libertad de expresión en condiciones de vida cada vez más normales, se manifestó a la luz del día. Con la certidumbre de traducir el malestar general y de no equivocarse, se pudo escribir:

o también:

cosas que nadie se hubiera atrevido nunca a pensar, ni siquiera de Le Feu, de Les Croix de Bois, de La Grande illusion, de Nada nuevo en el Oeste, o de Cuatro de la Infantería.

Los ex combatientes tardaron quince años en perder su crédito ante la opinión pública: bastaron menos de cuatro para que los

[136] deportados, mejor armados sin embargo, tuviesen que quemar sus naves. Salvo esta diferencia, su sino político fue común. Tal es la importancia de la verdad en la Historia.

 

* * *

Yo desearía contar aún una pequeña anécdota personal que es típica en lo que se refiere al valor relativo que hay que conceder a los testimonios en general.

La escena tiene lugar ante un tribunal, en el otoño de 1945. Una mujer está en el banco de los acusados. La Resistencia, que sospecha de ella por colaboracionismo, no ha logrado matarla antes de la llegada de los norteamericanos, pero una noche del invierno 1944-45, su marido ha caído bajo una ráfaga de metralleta en la esquina de una sombría calle. Yo no he sabido nunca qué es lo que había hecho la pareja, sobre la cual había oído antes de mi detención las más inverosímiles habladurías. Al regresar, para asegurarme de la verdad, me he dirigido a la audiencia.

En los asuntos no hay gran cosa. Por ello los testigos son más numerosos y más despiadados. El principal de ellos es un deportado, antiguo jefe de grupo de la Resistencia local, como él dice. Los jueces están visiblemente molestos por las acusaciones que vienen desde la barandilla y cuya consistencia les parece muy discutible.

El abogado defensor busca un error en las deposiciones.

Llega el principal testigo. Declara que unos miembros de su grupo han sido denunciados a los alemanes y que este sólo pudieron hacerlo la acusada y su marido, que vivían en íntima amistad con ellos y conocían sus actividades. Añade que él mismo ha visto a la acusada en amable y quizá galante conversación con un aficial de la Kommandantur que vivía en un patio, tras la tienda de sus padres, mientras cambiaban unos papales, etc.

 

El abogado. -- ¿Iba usted, pues, frecuentemente a esta tienda?

El testigo. -- Sí, precisamente para vigilar ese comercio.

El abogado.-- ¿Puede usted hacerme una descripción de ella?

(El testigo se presta al juego de muy buena gana. Sitúa el mostrador, las estanterías, la ventana del fondo, dice las dimensiones aproximadas, etc., todo lo cual no provoca ningún incidente.)

El abogado. -- Usted ha visto, por la ventana del fondo que da al patio, darse mutuamente papales la acusada y el oficial.

[137]

El testigo. -- Exactamente.

El abogado. -- ¿Puede usted precisar entonces dónde se encontraban ellos en el patio y dónde se encontraba usted en la tienda?

El testigo. -- Los dos cómplices estaban al pie de una escalera que conduce a la habitación del oficial, la acusada reclinada en la barandilla, su interlocutor muy próximo a ella, lo que daba que pensar...

El abogado. -- Esto me basta. (Dirigiéndose al tribunal y entregando un papel): Señores, no hay ningún sitio desde el cual pueda verse la escalera en cuestión: he aquí un plano de la casa trazado por un perito geómetra.

(Sensación. El Presidente examina el documento, lo pasa a sus asesores, reconoce lo evidente, y después, al testigo):

El Presidente. -- ¿Mantiene usted su declaración?

El testigo. -- Es decir que... No soy yo quien lo ha visto... Fue uno de mis agentes quien me suministró un informe a petición mía... Yo...

El Presidente (secamente).-- Puede retirarse.

 

La continuación del proceso carece de importancia pues el testigo no fue detenido en plana audiencia por ultraje al magistrado o falso testimonio, y puesto que la acusada, habiendo reconocido que siguió los cursos franco-alemán, lo cual le había creado, decía ella, cierto número de relaciones amistosas con algunos de la Kommandantur, fue condenada finalmente a una pena de prisión por un conjunto de circunstancias que no le afectaban más que implícitamente.

Pero, si se hubiera acorralado al testigo, probablemente se hubiese descubierto que el agente al cual pretendía haber solicitado un informe era inexistante y que su declaración sólo era un conjunto de estos "se dice" que envenenan la atmósfera de las pequeñas poblaciones donde todos se conocen.

Lejos de mí la idea de asemejar a éste todos los testimonios que han aparecido sobre los campos de concentración alemanes. Mi propósito aspira solamente a establecer que hubo algunos que no tienen nada que envidiarle, incluso entre aquellos que tuvieron la mejor fortuna en la opinión pública. Y que aparte de la buena o mala fe, hay tantos imponderables que influyen en el narrador, que siempre es preciso desconfiar de la historia contada, especialmente cuando está aún a lo vivo. Les Jours de notre mort, que consagraron el prestigioso de David Rousset, son, desde

[138] el principio hasta el final, y en la mayoría de los hechos a los que el autor se refiere, si no un conjunto de "se dice" que corrían en todos los campos y que nunca se podía comprobar sobre el terreno, sí al menos, una serie de testimonios de segunda mano yuxtapuestos - armoniosamente, hay que reconocerlo - con el designio de servir una interpretación particular.

En esta obra, donde se trata de la verdad y no del virtuosismo, no se encontrará ningún extracto de ellos.

 

* * *

Los textos que cito, están transcritos literalmente. En su mayoría, van precedidos o seguidos por un comentario personal.

Para hacer más cómoda la confrontación, he clasificado a sus autores en tres categorías: los que no estaban preparados para ser testigos fieles y a los cuales - por lo demás, sin ninguna intención peyorativa - yo llamaría los testigos menores; los psicólogos víctimas de una predisposición demasiado pronunciada por el argumento subjetivo; y los sociólogos o los estimados como tales.

En guardia hasta conmigo mismo, para no ser acusado de hablar sobre cosas que se situarían un poco en exceso fuera de mi propia experiencia, de caer en el defecto que yo reprocho a los otros y de arriesgar, por mi parte, alguna retorsión de las reglas de la probidad intelectual, he renunciado deliberadamente a presentar un cuadro de la literatura sobre los campos de concentración. No se trata más que de una "ojeada", insisto aún, y sólo descansa sobre hechos o argumentos que he podido apreciar por mí mismo.

El número de los autores recogidos está pues forzosamente limitado en cada categoría y en el conjunto: tres testigos menores (3) (el abate Robert Ploton, el hermano Birin, de las escuelas cristianas de Epernay, el abate Jean-Paul Renard), un psicólogo (David Rousset), un sociólogo (Eugen Kogon). Fuera de categoría: Martin-Chauffier. Una afortunada casualidad ha querido que fuesen ellos los más representativos, la claridad de la exposición gana con ello y las vías de la reconsideración del problema de los campos de concentración pueden ser señaladas mejor.

El lector tratará naturalmente de situar estas posturas en el

[139] gran drama de la deportación, enfrente de sus trágicas consecuencias de conjunto, sobre el plano humano, y quizás obtenga como conclusión que me he detenido excesivamente en los detalles. Si yo recalco que los transportes de Francia a Alemania se hacían a razón de cien en vagones destinados a recibir cuarenta personas como máximo, y no a razón de ciento veinticinco como algunos han pretendido, se observará que esto no mejora sensiblemente las condiciones del viaje. Si yo preciso que un campo llevaba el nombre de Bergen-Belsen y no el de Belsen-Bergen, no cambio nada, de seguro, en la suerte de los que allí se internaba. Que la palabra "Kapo" esté formada por medio de las iniciales de las que componen la expresión alemana "Konzentrationslager Arbeits Polizei", o derive de la expresión italiana "Il Capo", no tiene en sí ninguna importancia. Y los malos tratamientos, el hambre, la tortura, etc., que hayon tenido lugar en un campo u otro, quedarán siempre como malos tratamientos, los haya visto o no el que los refiera, hayon sido cometidos directamente por la S.S. o por una persona interpuesta de los presos escogidos cuidadosamente.

Observaré por mi parte que un conjunto está compuesto por detalles y que un error de detalle de buena o mala fe, además de ser susceptible de falsear la interpretación en el espectador, le lleva lógicamente a dudar de todo si lo descubre. A dudar solamente cuando no hay más que un error: si hay muchos...

Se me comprenderá meajor si me remito a un suceso que entretuvo a la actualidad hace algunos años. Poco antes de la segunda guerra mundial, un estudiante extranjero, aprovechando un momento de descuido de los guardianes, robó en el Louvre un cuadro de Watteau conocido por el nombre de El indiferente. Algunos días después, lo devolvió o se le encontró en su casa, pero le había hecho sufrir una pequeña modificación: molesto por la mano que se elevaba en un ademán que todos los especialistas consideraban incompleto, sea a causa del propio maestro o bien por la depredación, la había apoyado sobre un bastón. Este bastón no cambiaba en nada el personaje. Por el contrario, armonizaba maravillosamente con su apostura. Pero él determinaba el sentido de su indiferencia y modificaba sensiblemente la interpretación que se podía dar en sus causas o en su finalidad. Por ejemplo, se podía sostener que esta interpretación hubiese sido diferente si en vez del bastón se hubiese puesto en su mano un par de guantes o se hubiese dejado caer negligentemente un ramo de flores.

[140]

A pesar de que no se pueda jurar que en el origen, si el bastón no existió efectivamente en el cuadro, él no había estado en las intenciones de Watteau más que el par de guantes o el ramo de flores, se le borró y se puso de nuevo el cuadro en su sitio. Si se le hubiera dejado subsistir, nadie habría notado una disonancia, ni en el propio cuadro, ni en el general de las galerías de pintura del Louvre. Pero si, en vez de limitarse a la corrección de El indiferente, nuestro estudiante se hubiese atrevido a resolver todos los enigmas de todos los cuadros, si hubiera colocado un antifaz de terciopelo sobre la sonrisa de la Gioconda, sonajeros en las manos de todos los Niños Jesús que reposan, admirados, en las rodillas y en los brazos de vírgenes inmóviles, gafas a Erasmo, etc., si se hubiera dejado subsistir todo esto, ¡imagínese el aspecto que habría tomado el Louvre!

Los errores que se pueden censurar en los testimonios de los deportados son del mismo orden que el bastón de El indiferente, o una máscara fortuita sobre el rostro de la Gioconda: sin modificar sensiblemente el cuadro de los campos, han falseado el sentido de la historia.

Pasando de un hecho al otro y asociándolos, el deportado de buena fe tiene la misma impresión que si recorriese las galerías de un Louvre de atrocidades totalmente revisado y corregido.

Así será también para el lector si, antes de pronunciar su juicio sobre cada uno de los textes citados, haciendo abstracción de otras consideraciones, se pregunta si su autor podría mantenerlo íntegramente ante un tribunal regularmente constituido y que además fuese minucioso.

Mâcon, 15 de mayo de 1950.



[140]

 

CAPÍTULO II

 

LOS TESTIGOS MENORES

 

Estos testigos sólo cuentan lo que han visto o pretenden haber visto, sin comentar mucho; la crítica sólo lleva aquí a detalles frecuentemente insignificantes. El lector me disculpará por ello: los grandes enigmas del problema de los campos de concentración solamente pueden ser abordados con los testigos mayores, pero no se pueden olvidar los otros.

 

I.--Hermano Birin (Verdadero nombre: Alfred Untereiner)

Publicó un relato cronológico de su paso por Buchenwald y Dora.

Título: 16 meses de presidio.

Publicado por la editora Matot-Braine, en Reims, el 20 de junio de 1946.

Prefacio de Emile Bollaert.

En el prólogo las circunstancias que motivaron su arresto y su deportación.

En el apéndice, un poema en versos libres del abate Jean-Paul Renard: He visto, he visto y he vivido...

Y en el epílogo, dos notificaciones; una comunicando la

[142] concesión de la Cruz de guerra, otra el ingreso en la orden de la Legión de honor, así como un extracto del discurso pronunciado por Emile Bollaert, entonces comisario de la república de Estrasburgo, con motivo de esto último.

Fue detenido en diciembre de 1943, deportado a Buchenwald el 27 de enero de 1944 y a Dora el 13 de marzo siguiente. Formamos parte de los mismos convoys de deportación y de transporte desde un campo al otro. Por otra parte, nuestros números de registro se seguían muy de cerca: 45.652 para él, 44.362 el mío.

Hemos sido liberados juntos. Pero en el interior del campo nuestros destinos fueron divergentes: gracias al perfecto conocimiento de la lengua alemana que él tenía por su origen alsaciano logró hacerse asignar como secretario de la Arbeitsstatistik, puesto privilegiado por excelencia, mientras que yo seguía la suerte común que sólo interrumpió la enfermedad.

Como secretario en la Arbeitsstatistik prestó innumerables servicios a un número considerable de presos, y especialmente a los franceses. Su abnegación carecía de límites. Implicado en un complot que yo siempre he creído aparente, fue encarcelado en la prisión del camnpo durante los cuatro o cinco últimos meses de su deportación.

Actualmente enseña - salvo error - en las escuelas cristianas de Epernay.

16 meses de presidio pretende ser un fiel relato. «Yo, sin embargo, sólo quiero relatar lo que he visto», escribe el autor (página 38.) Quizá, por otra parte, lo cree muy sinceramente.

Se le va a juzgar.

 

LA SALIDA HACIA ALEMANIA. (Desde la estación de Compiègne).

«Se nos hizo entrar en un vagón "8 caballos, 40 hombres"... pero en número de 125.» (Página 28.)

En realidad, a la salida del campo de Royallieu, se nos colocó en columnas de a cinco y por secciones de cien, siendo destinada cada sección a un vagón. Quince o veinte enfermos habían sido llevados a la estación en coche y se beneficiaron de un vagón completo para ellos solos. La última sección de la larga columna que desfiló aquella mañana por las calles de Compiègne, entre soldados

[143] alemanes armados hasta los dientes, era incompleta. Comprendía unas cuarenta personas que fueron repartidas por todos los vagones al final del embarco. Nosotros recibimos a tres en nuestro vagón, lo cual subió nuestro número a ciento tres. Yo dudo de que haya habido razones especiales para que el vagón en el cual se encontraba el hermano Birin recibiese veinticinco.) De todas maneras, aunque hubiese sido así, hubiera sido necesario presentar honestamente el hecho coma una excepción.


LA LLEGADA A BUCHENWALD.

 


El lector desprevenido pensará con toda seguridad que estos barberas improvisados que ríen con ironía y acribillan a sus pacientes son de la S.S. y que las porras que fustigan las cabezas son manejadas por los mismos. De ningún modo, son presos. Y al estar ausentes los de la S.S. de esta ceremonia que sólo vigilan de lejos, nadie les obliga a comportarse coma lo hacen. Pero la precisión es omitida y la responsabilidad recae en su totalidad sobre la S.S.

Esta confusión, que ya no censuraré más, es mantenida a lo largo del libro por el mismo procedimiento.

EL RÉGIMEN DEL CAMPO.

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¿Por gué diablos haber olvidado u omitido mencionar el medio litro de café por la mañana y por la noche y la rodaja de salchichón o la cucharada de queso o de confitura que acompañaban regularmente a los veinte gramos de margarina? El carácter de insuficiencia de la nutrición cotidiana no hubiese sido menos marcado y la veracidad de la información hubiera sufrido menos.

Yo era de este convoy. Todos teníamos, además, un capote. Si esta indumentaria no podía resguardarnos del frío no se debía al número de piezas que la formaban, sine a que estas piezas eran de fibrana.

 

EN DORA.

El primer convoy llegó allí, con toda exactitud, el 28 de agosto de 1943.

Yo no recuerdo que se lanzase a los perros sobre nosotros, ni

[145] que se disparasen tiros. Por el contrario, recuerdo muy bien que los Kapos y los Lagerschutz que vinieron a hacerse cargo de nosotros eran mucho más brutales que los soldados de la S.S. que nos habían escoltado.

Antes de pasar a dos errores muy graves, quisiera todavía citar otros dos que lo son menos, pero que acusan la ligereza del testimonio, sobre todo cuando se sabe que por sus funciones en el campo su autor estaba en posesión de la situación de los efectivos, lo cual le quita toda excusa:

Por una parte, había en Dora un doctor Mathon y un doctor Girard. El segundo era muy anciano y es al que hemos llamado el buen papá Girard. Por otra, el abate Bourgeois murió en el segundo mes después de su llegada a Dora, entre el 10 y el 30 de abril de 1944, antes de la salida de un transporte de enfermos para el cual había sido designado. Por tanto, él no ha podido abastecer al hermano Birin durante diez meses. Se podría añadir aún que si bien los sacerdotes eran maltratados por las mismas razones que los demás deportados y además por su condición religiosa, sin embargo no se exponían a la muerte conservando junto a ellos la Sagrada Forma.

 

UNOS ERRORES GRAVES.

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No es exacto que hayan sucedido tales cosas en Dora. En Buchenwald hubo el asunto de una lámpara de piel humana tatuada. Figura en los documentos de Ilse Koch llamada «la perra de Buchenwald». E incluso en Buchenwald, el hermano Birin no puede haber asistido a la elección de las víctimas coma pretende en su ya citada declaración de la página 38, por ser anteriores a nuestra llegada los hechos incriminados, si es cierto que se produjeron realmente.

Además, él da a esta selección de las víctimas un carácter de costumbre y de generalización, y hace de ella una descripción notablemente precisa. ¿Cómo no se va a pensar que la acusación que pesa sobre Ilse Koch respecto a este, resulta muy frágil si el que ha situado el hecho en Buchenwald basándose sobre el cuerpo del delito (las lámparas en cuestión) lo ha hecho por el mismo procedimiento? (4)

Para terminar con este asunto, quisiera precisar que en febrero y marzo de 1944, el rumor de los internados en Buchenwald acusaba a los dos Kapos del Steinbruch y del Gärtnerei (5) de este crimen, perpetrado antaño por ellos con la complicidad de casi todos su colegas. Los dos compinches, se decía, habían industrializado la muerte de los presos tatuados, y por conducto del Kapo y del S.S. de servicio en el crematorio vendían las pieles a Ilse Koch y a otros a cambio de pequeños favores.

Pero ¿se paseaban por el campo la mujer del comandante y las otras mu jeres de los oficiales en busca de bellos tatuajes a cuyos propietarios designaban ellas mismas para la muerte? ¿Se organizaban formaciones con vestido a lo Adán para facilitarles esta búsqueda? Yo no puedo confirmarlo ni anularlo. Todo lo que puedo decir es que, contrariamente a lo que afirma el hermano Birin, esto no se ha producido nunca en Dora ni en Buchenwald du rante nuestro internamiento común.

[147]

Es exacto que al final de la guerra, a fines de 1944 y comienzos de 1945, los sabotajes se hicieron tan numerosos que se ahorcaba en grupos. Se tomó la costumbre de ahorcar no solamente en la plaza sino en el mismo túnel, con la ayuda de un polipasto movido por un torno, y con maderos de ejecoción semejantes a los de un campo de fútbol. El 8 de marzo de 1945, fueron colgados de esta manera dieciocho reos, y el domingo de Ramos cincuenta y siete - ¡el domingo de Ramos, ocho días antes de la liberación cuando ya oíamos muy cerca los cañones aliados y el resultado de la guerra no podía ser dudoso para la S.S.!

Pero la historia del gancho de carnicero, contada con referencia a Buchenwald, donde se encontró el instrumento en el horno crematorio, tiene todas las probabilidades de ser falsa en lo concerniente a Dora. En todo caso, yo nunca oí hablar de elloe en los propios lugares y no cuadra además con las costambres habituales del campo.

[148]

Esto tampoco sucedió nunca en Dora. Pero la historia me fue contada en el campo, poco más o menos en los mismos términos, por presos llegados de otros campos y que pretendían haber asistido a la escena: Mauthausen, Birkenau, Flössenburg, Neuengamme, etc. De regreso en Francia, la he encontrado en diversos autores: no había ningún interés en hacerla figurar en un testimonio escrito a cuenta de un campo donde no se ha producido. Tomando a un autor en flagrante delito de error, la opinión pública francesa duda respecto a todos los campos y la opinión pública alemana saca argumento de la mentira.

 

EL DESTINO DE LOS DEPORTADOS.

 

Aquí no se trata de un hecho sino de un argumento. Ha sido utilizado por todos los autores de declaraciones, hasta incluso por León Blum en El último mes. Este ha encontrado una apariencia de justificación en el caso de los deportados a los que poco tiempo antes de la liberación se les metió en unos barcos y perecieron ahogados en el Báltico al ser hundidos los barcos desde tierra, (6) así como en una declaración del doctor de la S.S. de Dora que atestiguó la existencia de órdenes secretas en este sentido y por eso salvó la vida.

El problema planteado es el de saber si los presos ahogados en el Báltico constituyen un hecho aislado debido a las iniciativas

[149] demasiado celosas de los subalternos a última hora, o bien forrnaban parte de un plan de exterminio general elaborado en los servicios del Reichsführer de la S.S., Himmler, jefe del departamento de policía. Que yo sapa, no parece que existan textos en favor de la segunda hipótesis y el historiador puede sospechar que el médico de la S.S. de Dora sólo hizo esta declaración para salvar la vida.

En todo caso, los Geheimnisträger de Dora no fueron exterminados. El convoy en el que se encontraba León Blum tampoco. Siempre se podrá decir que si pasó esto poco más o menos en cualquier otro lugar que no fuese el Báltico, fue únicamente porque en el desorden de la derrota alemana la S.S. no tuvo el tiempo ni los medios para poner en ejecución sus siniestros proyectos.

Pero el razonamiento es gratuito. Ya que en lo que concierne a los ahogados del Báltico, la tesis alemana (nota 67 de la página anterior) parece tan plausible como la tesis francesa; de ello hace fe la acogida que le ha dispensado el mundo entero.



II.--Abate JEAN-PAUL RENARD

Fue deportado con el número de registro 39.727. En Buchenwald nos precedió al hermano Birin y a mí en algunas semanas, y después en Dora donde le volvimos a encontrar.

Publicó una colección de poemas inspirados en un misticismo a veces conmovedor con el título de Cadenas y luces. Estos poemas constituyen una serie de reacciones espirituales más que una prueba de testimonio objetivo.

Sin embargo, uno de ellos enumera hechos: «Yo he visto, he visto y he vivido...» El hermano Birin lo publica coma apéndice de su propio testimonio, tal como indiqué én otro lugar.

En él se puede leer:

[150]

En realidad, el abate Jean-Paul Renard no ha visto nada de esto, ya que ni en Buchenwald ni en Dora existían cámaras de gas. En cuanto a la inyección, método que tampoco se practicó en Dora, ya no se empleaba más en Buchenwald en el momento en que él estuvo allí.

Cuando a comienzos de 1947 se lo hice observar, me respondió:

Yo encontré el razonamiento delicioso. En aquel momento no me atreví a objetar que la batalla de Fontenoy también fue una realidad histórica pero que no era una razón para decir en un "giro literario" semejante que él había asistido a ella. Ni me atreví a decirle que si veintiocho mil supervivientes de los campos nazis pretendieran haber asistido a todos los horrores recogidos por todos los testimonios, los campos tomarían ante la historia un aspecto muy diferente al que tendrían si cada uno de ellos se limitase a decir solamente lo que había visto. Ni tampoco a afirmar que había interés en que ninguno de nosotros fuese tomado en flagrante delito de mentira o de exageración.

Posteriormente, en julio de 1947, «Yo he visto, he visto y he vivido...», apareció en Cadenas y luces. Tuve la satisfacción de comprobar que si bien el autor había dejado subsistir íntegramente su testimonio sobre la inyección, sin embargo en lo concerniente a las cámaras de gas había añadido honestamente una nota marginal que trasladaba la responsabilidad sobre otro deportado.

 

III.--Abate ROBERT PLOTON

Fue párroco de la iglesia de la Natividad, en St. Etienne. Actualmente es párroco de Firminy.

Deportado en Buchenwald con el número de registro 44.015, en enero de 1944, en el mismo convoy que yo. Fuimos a parar juntos al bloque 48, que abandonamos también juntos para ir a Dora.

Publicó en marzo de 1946 De Montluc à Dora, en la editorial Dumas de St.-Etienne.

[151]

Testimonio sin pretensiones que ocupa 90 páginas. El abate Robert Ploton cuenta simplemente los hechos, tal como los ha visto sin profundizar nada y frecuentemente sin control. Manifiestamente es obra de buena fe, y si peca es por una predisposición natural hacia lo superficial, agravada por la prisa que se ha dado en contar sus recuerdos.

En el momento de la derrota alemana fue conducido a Bergen-Belsen: él escribe Belsen-Bergen a lo largo del capítulo que relata el acontecimiento, lo cual hace que no se pueda penser en un error tipográfico.

En el bloque 48 de Buchenwald ha oído decir que

y lo ha admitido. En realidad, este jefe de bloque, Erich, sólo era hijo de un diputado comunista.

En lo que a la alimentación se refiere, sin duda en condiciones similares, ha escrito:

Tanta gente ha dicho que la margarina era extraída de la hulla, tantes periódicos lo han escrito sin ser desmentidos, que ya no se planteó más la cuestión sobre el origen exacto de este producto. En definitiva, Louis Martin-Chauffier ha obrado major escribiendo:

[152]

Cuando el abate Ploton empieza a hablar de la emblemática de los detenidos, encuentra ocho categorías sin darse cuenta de que realmente hubo unas treinta y de que es incompleto.

Cuando habla del régimen del campo, escribe:

pues no sabe que este procedimiento innoble es utilizado en todas las prisiones del mundo precisamente parque es eficaz, y lo era mucho antes de que Hitler escribiese Mein Kampf (7) ¿Es necesario recordar que en el Dante no vio nada de Albert Londres se determina la parte de Francia en su aplicación a sus prisiones y presidios?

Sobre la duración de las formaciones, que afectó a todos los presos, él da la siguiente explicación:

Pues bien, si la duración de las formaciones dependía del talante del Rapportführer de la S.S., también dependía de la gente encargada de establecer diariamente la situación de los efectivos. Entre ellos, estaban los de la S.S., que generalmente sabían contar, pero había también y sobre todo presos analfabetos o poco menos, que sólo se habían convertido en secretarios o contables de la Arbeitsstatistik por recomendación. No hay que olvidar que el empleo de cada preso en un campo de concentración estaba determinado por su maña y no por su capacidad. En Dora, coma en todas partes, se encontraban albañiles que eran contables, los contables eran albañiles o carpinteros, los carreteros médicos o cirujanos, e incluso podía suceder que un médico o un cirujano fuesen ajustadores, electricistas o terraplenadores. (8)

[153]

Respecto a las inyecciones, el abate Robert Ploton se coloca entre la opinión general:

lo cual es falso. (9)

Salvo estas observaciones, a este testigo improvisado no le ofusca la manía de exagerar. Está solamente abrumado por una experiencia que le rebasa. Y las inexactitudes de que se ha hecho culpable son de mener tamaño en comparación a las del hermano Birin: por eso es bastante menor su trascendencia.

El afán de objetividad obligaba sin embargo a señalarlas.







Apéndice al Capítulo II

LA DISCIPLINA EN LA PRISIÓN CENTRAL DE RIOM

«Tres destacados elementos deben ser recogidos en cuanto a los medios de disciplina.

»El primero es la institución de una jerarquía interior de presos que cooperan con los guardianes en el mantenimiento del orden. He oído frecuentemente a franceses indignarse por la institución de estos auxiliares benévolos de los cabos de presidio en los penales nazis: son los mismos que no pueden admitir que algunos alemanes ignoraban lo que pasaba en su suelo, y que no saben lo que pasa en Francia. Hay precedentes, no obstante, para los Kapos, los Schreiber, los Vorarbeiter, los Stubendienst, etc... Los contables de los talleres, los capataces (annque hay también civiles), toda la administración, son tomados entre los presos, y gozan evidentemente de ciertas ventajas. Hay que dejar aparte a los prebostes u oficiales, explícitamente encargados de mantener el orden. Esto va desde el preboste de dormitorio, que tiene cerca de su cama un botón para alertar a los carceleros cuando sucede algo anormal (fumar, lectura, conversaciones, etc.) y del que felizmente hace poco uso - hasta el verdugo aficial o preboste del «Quartier».

»Ahora me falta por decir lo que es el «Quartier»: la prisión especial en el interior de la cárcel, y de hecho el lugar de tortura (aseguro que la palabra no es exagerada). Este segundo elemento de la disciplina lleva, como en el «Infierno» de Dante, diversos círculos. Empieza con la sala de disciplina, donde en principio se

[155] contentan con hacer andar en círculo a los condenados, con pauses muy breves, a un ritmo sostenido por una ración especial para el entrenador - mientras que la regla para los otros es la disminución de la comida -; de hecho, llueven los golpes. Yo mismo he tenido la suerte de escapar a ellos, pero puedo afirmar que muy frecuentemente he visto salir de la «Sala» a las pobres víctimas con las huellas visibles de los recientes golpes. Y va hasta la celda - en principio hasta 90 días consecutivos, equivalentes prácticamente a la pena de muerte - con una escudilla de sopa cada cuatro días y unes crueles refinamientos que repugna el expresarlos. En especial, afirmo que ha sido frecuentemente aplicada la llamada tortura de la camisole, camisa de fuerza que junta los brazos tras la espalda y muy frecuentemente los lleva después hasta el cuello. Aseguro, por haber reunido innumerables testimonios concordantes, que ciertos carceleros - ayudados especialmente por el preboste - golpean con diversos instrumentos, incluyendo la aguja de forja, y a veces hasta que sobreviene la muerte. Igualmente afirmo que los nazis sólo han aportado perfeccionamientos de detalle al arte de matar lentamente a los hombres.

»Ahora bien, y éste es el tercer instrumento de la disciplina, estas condenas aaccesorias» que van a veces hasta la pena de muerte implícita, no son pronunciadas por los tribunales instituidos por la ley, sine por una jurisdicción que, me parece, ella ignora: el Prétoire. Este es un tribunal interno de la prisión, presidido por el director, el cual está asistido por el subdirector (en el argot penitenciario el sous-mac) y el jefe de guardia en funciones de escribano. Ninguna defensa, una acusación en ocasiones ininteligible, ninguna respuesta salvo el ritual "Gracias, señor director" que sigue a la condena. Por mi parte, yo siempre he podido salir de él con una simple multa, reduciendo solamente el derecho de compra en la cantina (los recursos están limitados al salario, o más bien a una parte disponible muy escasa, y a una ayuda exterior que entonces era extremadamente reducida pues sólo se permitía el paquete de ropa interior.) Pero las condenas severas llueven, incluso por el simple incumplimiento de la tarea impuesta.» Pierre Bernard. (Revolución Proletaria, junio de 1949.)

[156]


EN LAS PRISIONES DE LA «LIBERACIÓN»

«Todos los franceses han querido esto», dicen nuestros «patriotas».

«Edouard Gentez, impresor en Courbevoie, condenado en julio de 1946 no como criminal sino como impresor, es trasladado de Fresnes a Fontevrault en septiembre de 1956. A consecuencia de los golpes, de las privaciones y del frío, ha cogido una pleuresía, por lo que ha sido borrado de la lista para el traslado a Fontevrault.

»Una hora antes de la salida, los condenados de la S.P.A.C (10) que estaban incluidos en esta lista son borrados de ella por orden superior; todavía se tiene necesidad de ellos. Se les reemplaza y Gentez está entre los nuevos inscritos.

»Al llegar a la prisión central, dos horas y media de pie, en pleno sol, después ocho días en un agujero llamado mitard; tras este plazo, Gentez es admitido en la enfermería, donde reina como amo un carnicero asesino, Ange Soleil, mulato que había descuartizado y emparedado a su amante, lo cual le preparó para las funciones de preboste-enfermero-doctor de la prisión, más poderoso que el joven médico civil, un fatuo llamado Gaultier o Gautier.

»Soleil, con una regla sumamente clara y simple, admite en la enfermería sólo a los enfermos que reparten con él los dos tercios de sus paquetes y rechaza a aquellos cuyos paquetes son los más pequeños.

»Gantez, que no tiene pequetes ni giros, no puede pagar, y a pesar de su grave enfermedad es trasladado a los "desocupados". Estos se encuentran sometidos diariamente, desde la mañana hasta la noche, incluso los domingos, a tres cuartos de hora de marcha rápida separados por un cuarto de hora de descanso.

»A Gentez, demasiado débil, se le exime de esta tortura, pero no por ello se le autoriza a acostarse, ni siquiera a sentarse, durante la marcha tiene que permanecer de pie, inmóvil, con las manos tras la espalda, sin prenda de abrigo.

»Al agravar el frío su pleuresía, Gentez va semanalmente a la consulta, donde se le da aspirina, aceite de hígado de bacalao y se le ponen ventosas, pero sin admitirle nunca en la enfermería.

»El se queja sin cesar durante la noche. Los dos médicos presos,

[157] el cirujano Percibert y el doctor Lejeune, le auscultan el sábado por la mañana, descubriéndole una bronconeumonía doble.

»Gantez cae en el patio, y avisado el enfermero éste busca a Ange Soleil, que empieza a gritar, le acusa de simulador y le hace encerrar en el calabozo, así como al doctor Perribert, culpable de haber auscultado sin au torización.

»A Gentez se le desnuda para el registro y de este modo es encerrado en la celda a 15 grados bajo cero. Golpea y llama durante toda la noche, nadie va. Al día siguiente, el 14 de enero de 1947, se le encuentra muerto.

»Se le conduce - ¡finalmente! - a la enfermería, donde se le declara muerto en este lugar de una crisis cardíaca. Se le entierra con un simple núrnero: 3.479.

»Pero hubo un testigo embarazoso, el hijo de Gentez al que conocí en prisión y junto al cual he vivido las peripecias de este sombrío drama. Obtuvo una investigación. Esta fue correcta. Ange Soleil fue enviado a Fresnes, pero se le puso en libertad a consecuencia de las medidas de amnistía (sic). Los directores Dufour, Vessieres y Guillonnet fueron trasladados.

»Después de este trágico asunto, André Marie prometió reducir la pena del hijo de Gentez a tres años. Hace ya más de tres años de esto y si estoy bien informado aún sigue en prisión. Firmado: BENOIT C. »

 

Este es el extracto de una carte que me ha sido enviada desde la prisión de X.. en algún lugar de Francia. (Mi discreción se explica por el cuidado que tengo en no exponer a su autor a la jurisprudencia de la cual se habla en el documento precedente.)

Benoit C... no ha leído Bailad, salchichas, que desconoce, pero sí Vértigos.

Me informa sobre la proporción de los asistentes sociales que hablan a borbotones - no lo digo de ningún modo para reprochárselo a ellos - y me cuenta sin lamentarse demasiado por ello los curiosos modales de ciertos «señores de la obra de San Vicente de Paul con los dedos cargados de sortijas».

Este testimonio, al proceder de una persona preocupada por el sexo débil pero en ningún modo por la política, no puede ser más concluyente. (Comunicado por Albert Paraz.)


[158]

EN POISSY

 

«En febrero de 1946 se encuentra Henry Béraud (11) en el taller 14 del segundo piso de la prisión central de Poissy, con la cabeza rapada, chanclos y un traje de droguete. Bajo la mirada de un vigilante que hace respetar la "ley del silencio", una ley que pesa sobre la prisión día y noche, confecciona etiquetas con nudo americano o alambre enroscado por 0,95 francos el millar.

»Estupidez penitenciaria: el jefe de la mesa es un ladrón profesional que tiene bajo sus órdenes, además de Bérand, al general Pinsard, un coronel, dos presidentes de audiencia, un fiscal, el redactor jefe del Journal de Rouen, un catedrático de universidad y algunos periodistas.

»En su libro Salgo del presidio, uno de sus compañeros de prisión en Poissy, así como en la isla de Ré, recoge las ganancias del presidiario Béraud durante el mes de abril de 1945: Trabajo manual: 15 francos. Descuento de la administración penitenciaria: 12 francos. Remanente: 3 francos. Fondo de reserva: 1,50 francos. A disposición del preso: 1,50 francos.»

»Se trata de un trabajo de más de siete horas diarias. (La Bataille, 21 de septiembre de 1949.)


PRISIONEROS ALEMANES EN FRANCIA

 

La Rochelle, 18 de octubre de 1948.-- El juez de instrucción de La Rochelle enterado de los hechos escandalosos de los que se hizo culpable el ex oficial Max Georges Roux, de 36 años, que fue adjunto del comandante del campo de prisioneros alemanes de Chatelaillon-Plage, los ha sometido ante el tribunal militar de Burdeos al que ha sido trasladado Roux. El ex oficial purga actualmente una pena de 18 meses de prisión que le fue impuesta en La Rochelle el pasado mes de agosto por abuso de confianza y estafas en perjuicio de diversas asociaciones.

Infinitamente más graves son los delitos cometidos por Roux en el campo de prisioneros. Se trata de auténticos crímenes y de

[159] una amplitud tal que parece difícil que sólo Roux lleve responsabilidad de ella ante los jueces. En Chatelaillon, el innoble personaje hizo desnudarse a varios prisioneros de guerra, por ejemplo, y les derribó a golpes de un látigo con plomo. Dos de los desdichados sucumbieron a estas sesiones de látigo.

Un testimonio abrumador es el del médico alemán Klaus Steen, que estuvo internado en Chatelaillon. Interrogado en Kiel, donde vive, Steen ha declarado que desde mayo a septiembre de 1945 comprobó en el campo de prisioneros el fallecimiento de cincuenta de sus compatriotas. Su muerte había sido provocada por una alimentación insuficiente, por los ímprobos trabajos y por el perpetuo temor a ser torturados en el cual vivían los desgraciados.

El régimen alimenticio del campo, que fue puesto bajo las órdenes del comandante Texier, consistía efectivamente en un plato de sopa clora con un poco de pan. El resto de las raciones sin distribuir iba al mercado negro. Hubo un período en el que el porcentaje de los disentéricos alcanzó el 80 por ciento.

Texier y Roux, con sus subordinados, sometían además a los prisioneros a unos registros quitándoles todos sus objetos de valor. Se valora en cien millones el total de los robos y de las ganancias obtenidas por los gangsters con galones. Tenían tan bien organizado su negocio que los billetes de banco y las joyas eran enviados directamente a Bélgica en automóvil.

Es de esperar que con Roux serán encarcelados pronto en el fuerte del Hâ los otros culpables y que será tomada una sanción ejemplar contra estos verdaderos criminales de guerra.

(De los diarios, 19 de octubre de 1948.)


1 / Aparecido en 1950 con el título de "La mentira de Ulises".
2 / Humorista francés contemporáneo. (N. del T.)
3 / Ruego que no se vea indirectamente ninguna intención de anticlericalismo en el hecho de que los tres sean sacerdotes.
4 / Tan frágil, que incluso la audiencia de lo criminal de Augsburg, que tuvo que conocer la acusación, no la retuvo contra la acusada... !por falta de pruebas! (Nota de la 2a edición francesa).
5 / Cantera y jardinería.
6 / Véase el prefacio del autor para la 4a edición francesa, página 296, tesis de M. Sabille y la nota 178. Sobre los presos ahogados en el Báltico, la tesis actualmente admitida por el mundo entero es la de que el "Arcona" navío que transportaba deportados a Suecia, fue hundido por las fuerzas aeronavales que atacaron al convoy sin conocer su naturaleza. La réplica de las baterás costeras alemanas a la defensa antiaérea debió ser el origen de la confusión al creer los horrorizados testigos que los cañones tiraban sobre el "Arcona" cuando en realidad disparaban sobre los aviones aliados.
7 / Véase en el apéndice a este capítulo "La disciplina en la prisión central de Riom en 1939" por Pierre Bernard, que estuvo internado en ella, y "en las prisiones de la "Liberación", un testimonio comunicado por A. Paraz.
8 / Véase la primera parte la página 99.
9 / Véase la página 150.
10 / Sección especial de la administración central de prisiones. (N. del T.)
11 / Periodista y novelista francés que obtuvo el premio Goncourt en 1922 con su obra Le Martyre de l'Obèse. Salió de la prisión en grave estado el año 1950 y murió poco después. (N. del T.)



Ediciones ACERVO, Barcelona, 1961. Títulos de la obras originales:
PASSAGE DE LA LIGNE, Primera edición: 1948 Editions bressanes
LE MENSONGE D'ULYSSE, Primera edición: 1950 Editions bressanes
ULYSSE TRAHI PAR LES SIENS, Primera edición: enero 1961 Documents et témoignages.
Véase obras originales.

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