1867. Los estadistas europeos buscan a Europa a través de las nacionalidades bien definidas por las fronteras naturales y, en el extremo opuesto, el movimiento socialista a través de la Internacional. Para los intelectuales, Europa es uno de los problemas fundamentales del humanismo. Y para los comerciantes son los contactos comerciales por encima de las fronteras, sean naturales o no.
Los comerciantes son los más prácticos: al comparar sus realizaciones industriales, y aun artísticas, los pueblos no pueden dejar de aprender a entenderse y a estimarse. Los estadistas les animan por afán de extender su influencia, y los intelectuales por principios. Desde 1850, la forma de los contactos es a través de la Exposición universal 1
:en 1851 en Londres, en 1855 en París, en 1862 nuevamente en Londres... El eje Londres-París.
En 1867 le corresponde el turno a París.
Y los organizadores de la Exposición, con el fin de que
los visitantes extranjeros puedan ver en ella algo más
de lo que se había reunido en el recinto instalado en el
Champ de Mars con un anexo en la isla de Billancourt, editan un
catálogo de todo lo que se puede ver allí, o al
menos, de todo lo que ellos desean que se vea. Es la «Paris-Guide».
De este modo les sería posible a los visitantes tomar un
contacto mucho más amplio con Francia por mediación
de Paris. El cuidado de redactar el prefacio de esta especie de
[6] inventario de riquezas de todo género en París, le fue confiado a Víctor Hugo. Recogemos a continuación el pasaje de este prefacio que resume el tema sobre el cual lo escribió:
«En el siglo xx, habrá una nación extraordinaria. Esta nación será grande, lo cual no le impedirá ser libre. Será ilustre, rica, pensadora, pacífica y cordial para el resto de la humanidad. Tendrá la dulce gravedad de una hermana mayor ( ... ) Una batalla entre italianos y alemanes, entre ingleses y rusos, entre prusianos y franceses les parecerá lo que a nosotros una batalla entre picardos y borgoñones. Considerará el derramamiento de la sangre humana como inútil. Sólo experimentará una admiracíón mediocre ante una gran cifra de hombres muertos. Si nosotros nos encogemos de hombros ante la Inquisición, ella lo hará ante la guerra. Contemplará el campo de batalla de Sadowa de la misma manera que nosotros miramos el Quemadero de Sevilla. Encontrará estúpida esta oscilación de la victoria que desemboca invariablemente en fúnebres restablecimientos del equilibrio, saldándose siempre un Austerlitz con un Waterloo. Tendrá hacia la autoridad poco más o menos el respeto que nosotros tenemos por la ortodoxia, un proceso de prensa le parecerá lo que a nosotros nos parecería un proceso por herejía, y no comprenderá más a un Béranger en la celda que a un Galileo en prisión...
"Unidad de idioma, unidad de moneda, unidad de metro, unidad de meridiano, unidad de código; la circulación financiera en grado superlativo, y una incalculable plusvalía resultante de la abolición de los parasitismos; mayor ocio terminada la ociosidad de los militares; suprimido el gigantesco gasto de garitas; los cuatro mil millones que cuestan actualmente los ejércitos permanentes, quedarán en el bolsillo de los ciudadanos; los cuatro millones de trabajadores que anula honrosamente el uniforme, serán restituidos al comercio, a la agricu!tura y a la industria; en todas partes el hierro habrá desaparecido bajo forma de espada y cadena y será forjado de nuevo bajo la forma del arado; la paz, diosa fecunda, asentada majestuosamente en media de los hombres...
"Por guerra, habrá la emulación. El bullicio de las inteligencias hacia la aurora. La impaciencia del bien amonestando los errores y las timideces. Cualquier otro tipo de cólera habrá desaparecido. Un pueblo trabajando en las laderas de la noche y sacando de ella, en beneficio del género humano, una inmensa claridad. Eso será esta nación.
"Y esta nación se llamará Europa."
Ya entrado en su segunda mitad, el siglo
xx en cuestión se
[7] siente mucho más amenazado de terminar en medio de una Europa eslava -- y sovietizada por añadidura -- que sostenido por la esperanza de aquella Europa, lo cual dice bastante sobre la amplitud de la desventura póstuma que alcanzó a Víctor Hugo, como para que sea preciso insistir sobre ello.
De esta gran esperanza, formulada de ese modo, lo único que hay que conservar pues en la memoria es la intención y la forma de expresión. Sobre todo su elevado punto de vista: las nacionadades, las fronteras naturales, la unidad alemana, la unidad italiana, etc.; si se le hubiera hecho observar por qué mencionaba esto, imagino que Hugo hubiera respondido encogiéndose de hombros del mismo modo que si se le hubiera propuesto dar una solución definitiva al problema de los güelfos y de los gibelinos, al de los armañacs y de los borgoñones -- por otra parte, él dice picardos y borgoñones -- al de Richelieu y la Casa de Austria, al de la guerra de los Cien Años o, qué se yo, al de la consagración de Clodoveo, por ejemplo.
Y sin embargo, nacionalidades, fronteras naturales, etc. todo esto era respecto a Europa, al fin y al cabo, buscarla a un nivel intelectual que, comparado con el nivel con que se la busca hoy en día, puede parecer relativamente elevado. No quiero hablar aquí, ni de los estadistas que sólo la conciben cortada por lo menos en dos, ni de los comerciantes cuyo único afán parece ser sólo el de la multiplicidad de las fronteras, ya que las licencias de importación o de exportación, favorecen un mercado negro de oro y de divisas tanto más provechoso cuanto más numerosas sean. En las naciones modernas, los estadistas y los comerciantes no son -- o ya no son -- la élite. Pero, ¿qué pensar de los intelectuales?
Si al terminar la guera de 1939-45 los intelectuales han vuelto a platicar sobre Europa, ellos sólo lo han hecho, en una aplastante mayoría, para destacar las razones de no hacerla, y que sólo eran las siguientes: los crímenes alemanes, los campos de concentración alemanes, una infinidad de Oradours, el militarismo pruriano, etc. Muy recientemente, han tratado de movilizar la opinión mundial sobre el comportamiento durante la guerra de un simple teniente coronel alemán: la eterna Alemania, esta pelada, esta sarnosa de la que viene todo el mal y con la cual sólo es posible relacionarse manteniéndola de rodillas, si no tendida y con el cuchillo al cuello.
No hay duda alguna de que, rebajadas y mantenidas
a este nivel, las discusiones públicas sobre temas tan
arcaicos y en flagrante contradicción con las realidades,
sólo pueden prolongar las viejas rencillas, no apaciguarlas,
y que Europa no tiene de
[8] esta manera ninguna posibilidad de tomar conciencia de sí misma. Estos intelectuales vinen a concebir Europa no solamente sin, sino contra Alemania.
Lo más grave de todo, es que los intellectuales de 1962 no ven:
-- por una parte, que los alemanes les podrían replicar fácilmente con Dresde, Leipzig, Hamburgo (tragedias como la de Oradour), el militarismo francés (o ruso), los campos de concentración argelinos (de los que la Cruz Roja Internacional señaló un día que no tenían nada que envidiar a los suyos) o rusos (de los cuales, después de Margareth Buber-Neuman, el comunista italiano Navareno Scarioli, refugiado en Moscú en 1925, y que los conoció de 1937 a 1954, nos ha hecho aun en la revista romana Vita del 23 de noviembre de 1961, una descripción que sobrepasa en horror a todo lo que se ha podido escribir por los supervivientes de los campos alemanes e incluso por los que más han exagerado);
-- por otra parte, que no hay ni puede haber guerra sin campos de concentración, sin Oradours por ambos lados y sin tenientes coroneles - por ambas partes también- obedientes y activos como Eichmann;
-- y finalmente, respecto a la fijación de responsabilidades, que la guerra de 1935-45 sólo fue la consecuencia del abominable TRATADO DE VERSALLES y que, por consiguiente, los que lo hicieron llevan la parte principal y más pesada.
Nada más terminar la primera guerra mundial, estas cosas todavía eran verdades indiscutidas para la mayoría de los intelectuales. Entre ellos, los que se situaban en la izquierda, y que fueran las relaciones literarias o personales de mi juventud ardiente y entusiasta, no eran los menos categóricos: Hermann Hesse, heredero espiritual de Bertha von Süttner, Romain Rolland, Alain, Mathias Morhardt, Victor-Margueritte, Anatole France, Félicien Challaye, Jean Giono, Georges Demartial, René Gérin, Barthélémy de Ligt, Lucien Roth, la pareja Alexandre, etc.... A éstos nadie logró contarles horrores y responsabilidades de la guerra con carácter unilateral: ellos cribaron todo y acarrearon una vida muy dura a los hombres de Versalles sostenidos únicamente por algunos intelectuales decrépitos, fatigados o fosilizados, de una derecha que ya no les seguía.
Terminadas las hostilidades en 1945, si
de momento sólo hubo poca gente que considerara necesario
cribar los horrores y las responsabilidades de la segunda guerra
mundial, es notable que estas gentes hayan sido sobre todo de
la derecha, y que además hayan fundado su actitud en los
principios en nombre de los cuales
[9] les los intelectuales de izquierdas rechazaron Versalles veinticinco años antes. En lo referente a los intelectuales de la izquierda, y el fenómeno no es menos curioso, en su aplastante mayoría han aprobado y exaltado a Nuremberg en nombre de los principios de los cuales, en la época de Versalles, reprochaban el carácter reaccionario a los de la derecha que los hacían suyos. Hay en esto, en todo caso, una evolución bastante curiosa en el terreno de los principios, y en ella, precisamente, se inscribe mi drama personal.
Aunque comprometido políticamente, yo seguía sometido a las costumbres de la historia. La izquierda era mi familia espiritual. Yo había encontrado el confort espiritual en un socialismo que era ante todo un humanismo y se alimentaba de una esperanza fundada en una interpretación de los hechos históricos que se esforzaba por alcanzar la objetividad mediante la probidad. Desde el momento en que los intelectuales de izquierda, primero ante la guerra y luego en la resistencia, empujados por cualquiera sabe qué diablo, se replegaron a las posiciones políticas de este nacionalismo a la manera de Déroulède, que incluso los de la derecha más extrema habían repudiado hacía tiempo, yo sufrí tanto como si se tratase de una felonía cualquiera de la cual se hubiera hecho colectivamente culpable ni verdadera familia. ¿Reacción de enloquecimiento de los intelectuales de izquierda ante el peligro, o más bien renegaron deliberadamente? Forzado a esperar, opté por la primera posibilidad. Pero alejado el peligro -- con el precio que nos hizo pagar su actitud, es decir con la guerra -- y habiendo llegado la hora de la liquidación de las cuentas, descubrí entonces que, lejos de volver a sus tradiciones y a sus principios, sólo pensaban en justificar mediante tesis insostenibles las indefendibles posiciones políticas que habían adoptado, y no vacilaban en desfigurar los hechos históricos con la demanda y la falsificación de documentos, incluso sutilizándolos o inventándolos. Entonces supe que había esperado contra toda esperanza y que se trataba de un acto de renegación deliberada. Al mismo tiempo, aprendí también que ni mis convicciones políticas y filosóficas, ni mi afán por la verdad histórica y mi probidad me permitirían jamás asociarme a esta renegación o dejarme aparecer sospechoso de ella.
La ruina total. Tanto en el aspecto moral
e intelectual, como en el económico y social. Había
que comenzar todo de nuevo a partir de cero: tomar los hechos
uno a uno, estudiarlos en su realidad y finalmente volverlos a
colocar correctamente en su contexto histórico. Esta es
tarea para una generación, pensaba yo,
[10] forzado de nuevo a esperar. Ocupándose de ella sin tardar --añdía yo -- quizás...
Comencé, pues, por el hecho histórico respecto al cual, por aberlo vivido, me consideraba mejor informado: el fenómeno de los campos de concentración. Como estaba en un primer plano de la actualidad y todas las discusiones públicas se referían a él, se me perdonará si llegué a pensar que nunca se presentaría una occasión más favorable. «La mentira de Ulises» fue pues mi primer acto de fidelidad a los principios de la izquierda de 1919. Con diez años de intervalo, «Ulysse trahi par les siens», que es su complemento, fue el segundo.
Ese es el tercero. Después del análisis, la síntesis que tíende a volver a colocar el fenómeno de los campos de concentración en su contexto histórico que es la guerra de 1939-45. Si he estimado que este contexto no podría ser mejor definido que con una comparación entre lo que fue la materia de los trece proces de Nuremberg -- sin olvidar el catorceavo que se ha celebrado en Jerusalén -- y el Tratado de Versalles, es porque los juicios fragmentados son para mí los más seguros.
Remontaremos el curso de la historia, para mayor comodidad el lector.
P. R. París, febrero de 1962.
* Ambas obras han sido recogidas en un solo
volumen en la edición española, bajo el título
común de «La mentira de Ulises».
=========================
EDICIONES ACERVO, Apartado 5319, BARCELONA
Versión española de JOSÉ Ma. AROCA y BERNARDO GIL MUGARZA
Título de la obra original: LE VÉRITABLE PROCÈS EICHMANN ou Les Vainqueurs incorrigibles, 1962
PRIMERA EDICIóN: Noviembre, 1962
Depósito Legal; B.27720 -1962 N·
de Registro: B. 5649- 62
1
En realidad, la idea ya venía de más lejos: la primera
manifestación de este género, aunque más
modesta, tuvo lugar en Praga en 1791. Pero las guerras napoelónicas
y sus consecuencias motivaron que no pudiera ser continuada hasta
1851.