[214]
Entre las dos guerras, el punto de vista que se acaba de exponer fue durante mucho tiempo el del Socialismo internacional. En términos muy parecidos, Jean Longuet, nieto de Karl Marx, lo había expuesto en la tribuna de la Asamblea Nacional, el 18 de septiembre de 1919, en un discurso que hizo época y en el cual pedía a la Asamblea que no ratificara el Tratado. El lema de aquel discurso era un párrafo de un célebre ensayo que Ernest Renan había publicado en la época en que sentaba cátedra, bajo el título: «¿Qué es una nación?», y que reproducimos a continuación:
Una nación es una gran solidaridad constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que se está dispuesto a hacer aún. Supone un pasado, pero se resume en el presente por un hecho intangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida común. La existencia de una nación es un plebiscito de todos los días, del mismo modo que la existencia del individuo es una afirmación perpetua de vida. ¡Oh! Lo sé, esto es menos metafísico que el derecha divino, menos brutal que el pretendido derecho histórico. En el orden de ideas que os someto, una nación no tiene, más que un rey, el derecho a decir a una provincia: «¡Me perteneces, me apodero de tí!» Para nosotros, una provincia son sus habitantes; si alguien tiene derecho a ser consultado en este asunto es el habitante. Una nación no sale nunca realmente beneficiada reteniendo a un país en contra de su voluntad. El voto de las naciones es, en difinitiva, el único criterio legítimo.
[215]
Y para demostrar que «el pretendido, derecho histórico»
de Renan, en el cual querían basarse los partidarios de
la ratificación, en cuyo nombre habló M. Barthou,
era una elaboración de la mente, Longuet se servía
del ejemplo de la propia Francia:
He leído con gran interés el informe de M. Barthou, en su estilo pulido y elegante. Pero encuentro en él a cada instante aquel viejo conocimiento de los derechos históricos, aquella vieja teoría del derecho del más fuerte, que se hace particularmente evidente en su concepto de la frontera del Rin y de la unidad alemana. Quisiera oponer a ella la fecunda enseñanza de una obra que todos deberíamos estar interesados en consultar: el estudio de los orígenes diplomáticos de la guerra franco-alemana que llevó a cabo, con su admirable estilo, con aquella elevación de pensamiento y de corazón que le hicieron insustituible entre nosotros, nuestro gran amigo Jaurès. En su Historia de la Guerra de 1870, Jaurès señala de un modo especial que las pretensiones de algunos de nuestros diplomáticos y estadistas sobre la orilla izquierda del Rin fueron la causa de toda la victoria bismarckiana, la sirvieron constantemente en Alemania y contribuyeron, en consecuencia, a desencadenar el conflicto. Jaurès analiza y somete a juicio las gestiones llevadas a cabo en 1866 por nuestro embajador en Berlín, M. Benédetti, reclamando la orilla izquierda del Rin: Colonia, Maguncia, Bonn. Y ante la actitud negativa de Bismarck, le propuso otro Tratado cuya finalidad era la de apoderarse de Bélgica, con la ayuda del ejército prusiano.
Mientras que «el deseo claramente expresado de continuar la vida común», que era de otro valor, estaba abundantemente provisto de referencias, cuyos ejemplos más significativos citaba:
-- LA NOTA DEL 30 DE NOVIEMBRE DE 1918, DIRIGIDA AL PRESIDENTE WILSON POR EL COMITÉ EJECUTIVO DE LA ASAMBLEA NACIONAL PROVISIONAL AUSTRIACA:
No puede inaugurarse La era de la democracia en la Europa central sojuzgando por la fuerza de las armas un pueblo de 3 millones y medio de seres humanos a un pueblo de 6.300.000 habitantes. No es posible establecer una paz duradera en Europa creando un irredentismo alemán, cuyas constantes apelaciones a Berlín y a Viena pondrían la paz en peligro.
[216]
-- LA PROTESTA DE LOS SINDICATOS DEL PAIS DE LOS SUDETES DE FECHA 4 DE MARZO DE 1918:
El País de los Sudetes, impedido de ejercer su derecho de voto por las medidas de violencia del Estado checoslovaco, dirige a la Asamblea Nacional de la Austria alemana sus saludos fraternos y cordiales con ocasión de su primera sesión. En señal de protesta contra la mediatización de las elecciones, hoy, 4 de marzo, se ha declarado una huelga general en toda la Bohemia alemana y en el País de los Sudetes.
Conscientes de los lazos indisolubles que
nos unen a la comunidad étnica alemana, hoy, nosotros,
austríacos alemanes, estamos con vosotros en la mente
y en el corazón. No nos olvidéis. En lo más
profundo de nuestro espíritu, aspiramos al día
en que seremos liberados del insoportable yugo que hace pesar
sobre nosotros la dominación extranjera.
-- EL DISCURSO DE OTTO BAUER EN LA ASAMBLEA NACIONAL AUSTRIACA EL 7 DE JUNIO DE 1919:
Si la Bohemia alemana y el País
de los Sudetes son entregados a Checoslovaquia, no sólo
3 millones y medio de alemanes serán despojados de su
derecho a la libre determinación, no sólo la Austria
alemana perderá sus esplotacíones carboníferas,
casi toda su industria textil, sus cristalerias y sus fábricas
de porcelana, no sólo nuestra capacidad de producción,
nuestro patrimonto nacional, nuestra capacidad económica
y fiscal sufrirán una reducción de más del
50 %, sino que al mismo tiempo se creará en plena Europa
un Estado que se convertirá en escenario de las más
feroces luchas de nacionalidades, en foco del irredentismo alemán,
húngaro y polaco, en una fuente de constante hostilidad
entre naciónes limitrofes, en un peligro permanente para
la paz. Somos impotentes para impedirlo pero, una vez más,
en el último momento, lanzamos un grito de aviso.
-- UN EXTRACTO DEL DISCURSO DEL CANCILLER KARL RENNER. EL 15 DE JUNIO DE 1919, EN ST. GERMAIN-EN-LAYE:
Las potencias crearon con ello (al incorporar
por la fuerza a los sudetes alemanes a Checoslovaquia), en el
centro de Europa, un foco de guerra civil cuyo brasero podría
llegar a ser mucho
[217] más peligroso para el mundo de lo que lo fue la
continua fermentación en los Balcanes (Canciller Karl
Renner, 15 de junio de 1919, en St. Germain-en-Laye, donde representaba
a Austria).
-- LA RESOLUCIÓN ADOPTADA POR EL CONSEJO NACIONAL DEL PARTIDO SOCIALISTA FRANCÉS. LOS DíAS 13 y 14 de JULIO DE 1919:
Ese tratado, nacido del más escandaloso abuso que jamás se haya hecho de la diplomacia secreta, que viola abiertamente el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, que reduce a la esclavitud a naciones enteras, que multiplica los nuevos riesgos de guerra, que va acompañado, en fin, de medidas de violencia contra todos los movimientos de liberación, no salamente en Rusia y en Hungría, sino en todos los países del antiguo Imperio habsburgués, en todo el Oriente y en Alemania, no puede, bajo ningún concepto, recibir un voto socialista...
De este modo, los gobiernos aliados han provocado la extensión a toda Europa de la situación de inestabilidad y de rivalidad que existía en los Balcanes y que ha sido una de las causas del conflicto mundial...
La limitación de las reparaciones a los daños materiales de la guerra era la condición misma de una ayuda rápida y eficaz a las poblaciones afectadas, a las cuales un nacionalismo incoherente ha causado daño, haciendo ascender hasta lo absurdo la cifra de sus reclamaciones...
En el aspecto económico, el Partido Socialista hace constar que los jefes de los Estados capitalistas aliados se han regido exclusivamente por el espíritu de desorden y de lucha por el beneficio...
Ante el País, ante la Internacional,
ante la Historia, el Partido Socialista declara que el Tratado
de Versalles debe ser objeto, no sólo de una revisión
parcial, a la cual, por otra parte y llegado el caso, aportaría
su colaboración, sino de una completa transformación.
-- LA RESOLUCIÓN ADOPTADA EL 6 DE SEPTIEMBRE DE 1919 DESPUÉS DE LA FIRMA DEL TRATADO POR LA ASAMBLEA NACIONAL AUSTRIACA:
La Asamblea Nacional protesta solemnemente, ante el mundo entero, contra las disposiciones del tratado de paz que, con el pretexto de proteger la independencia de la Austria alemana,
[218] priva al pueblo austríacoalemán de su derecho a disponer de si mismo, le niega su ardiente deseo de reunión con la tierra materna de Alemania, deseo que constituye una necesidad vital, económica, intelectual y política. La Asamblea Nacional expresa la esperanza de que, en cuanto la paz haya disipado el espíritu de animosidad y de rencor provocado por la guerra, no se seguirá negando al pueblo alemán, gracias a la intervención de la Sociedad de Naciones, el derecho a su unidad y a su libertad nacionales, derecho concedido a todos los otros pueblos.
Con la más dolorosa amargura, la Asamblea Nacional protesta contra la decisión de las potencias aliadas y asociadas, decisión desgraciadamente irrevocable, en virtud de la cual 3 millones y medio de alemanes sudetes son violentamente separados de los alemanes de los Alpes, después de haber formado con ellos, durante siglos, una unidad política y económica. En virtud de aquella decisión se ven prividos de su libertad nacional y sometidos a la dominación extranjera de un pueblo que en ese mismo tratado de paz se reconoce enemigo suyo.
Desprovista de todo poder para impedir ese desastre y para evitar a Europa las inevítables desgracias que han de derivarse de esta ofensa a los derechos más sagrados de una nación, la Asamblea Nacional de la Austria alemana carga, ante la Historia, con la responsabilidad de aquela decisión a la conciencia de las potencias que, desafiando nuestras más serias advertencias, la lleven a la práctica.
Y Jean Longuet concluyó:
No podemos admitir que se nos presente este tratado como la conclusión lógica de una guerra de la cual se ha dicho que era la guerra del derecho. Lo que nos trae no es la paz del derecho, sino una paz de fuerza, una paz de violencia que recuerda todas las que en el pasado, a través de los siglos, han puesto fin a los conflictos que han lanzado a unos pueblos contra otros...
Creo, sobre todo, que no se ha insistido bastante en la idea de que, del mismo modo que Francia ha dado para todos la sangre de sus hijos, había que exigir a cambio, desde el punto de vista económico, que se hicieran pesar las cargas igualmente sobre todas las naciones...
Estamos indignados (Jean Longuet cita aquí a la revista inglesa La Nation) ante el hecho de que un hombre haya podido enriquecerse y otro haya sido arruinado por la guerra. Es igualmente inicuo que unas naciones se hayan enriquecido y otras se
[219] hayan empobrecido, a consecuencia de la guerra, entre los mismos Aliados. No cabe duda de que en el momento actual nos hallamos en presencia de aquella situación, ya que mientras Francia e Italia han salido de la guerra en una situación económica desesperada -- ¡y es una revista inglesa la que escribe esto! --, Inglaterra ha salido de ella en pie, fuerte, y Norteamérica próspera y rica. Con un sentimiento de lealtad y de esfuerzos mancomunados hacia el mismo objetivo, se habría evitado una conclusión tan inicua...
Creo que si se hubiera insistido menos en las reivindicaciones territoriales, si se hubiera atendido más a repartir las cargas y a obtener de Inglaterra y de Norteamérica su aportación a los gastos de una victoria de la cual se han beneficiado tanto, se habría podido obtener una paz que, lo mismo desde el punto de vista francés que del punto de vista humano, habría sido mejor, más justa y más duradera.
En 1938, sin embargo, la resolución adoptada por el Partido Socialista francés en su Congreso de Royan, decía:
El Socialismo francés desea la paz, incluso con los imperialismos totalitarios, pero no está dispuesto a inclinarse ante todas sus exigencias. Si se viera obligado a ello, cosa que tratará de impedir por todos los medios, sabrá defender la independencia nacional y la independencia de todas las naciones protegidas por la firma de Francia.
La firma de Francia en cuestión era la que Francia había estampado en Versalles o posteriormente a favor del respeto del tratado... En otras palabras, los socialistas franceses estaban dispuestos a luchar en defensa del mismo tratado contra el cual, veinte años antes, se habían pronunciado con tanto vigor y tanta obstinación.
Allí empezaron mis desavenencias con el Partido Socialista: la guerra, Nuremberg... Después de Nuremberg, seguí manteniendo nuestro punto de vista común de 1919, y esto significó la ruptura.
Fui vengado por Churchill, el cual, en sus Memorias, escribió en 1952:
Las cláusulas económicas
del Tratado de Versalles eran vejatorias y tan estúpidamente
concibidas, que resultaban manifiestamente inoperantes. Alemania
era condenada a pagar unas reparaciones que se elevaban a una
cifra fabulosa. Las decisiones impuestas a Alemania expresaban
la cólera de los vencedores y la convic-
[220] ción de sus pueblos de que ningún país,
ninguna nación vencida podría pagar nunca un tributo
lo bastante pesado como para cubrir los gastos de una guerra
moderna. Las masas permanecían sumidas en la ignorancia
de las realidades económicas más elementales, y
sus jefes, que sólo pensaban en las elecciones, no se
atrevían a desengañarlas. Los periódicos,
según su costumbre, se hacían el eco fiel o amplificado
de las opiniones dominantes. Muy pocas voces se alzaron para
explicar que el pago de reparaciones no puede ser efectuado más
que mediante servicios o mediante el transporte material de mercancías
por ferrocarril a través de las fronteras terrestres,
o por barcos a través del mar; o para señalar que
dichas mercancías, a su llegada a los países importadores,
no dejarían de provocar un desorden en la producción
industrial local, salvo en las sociedades de carácter
muy primitivo o rigurosamente controladas... Y no se encontró
a nadie situado en las alturas, suficientemente influyente, suficientemente
inmune a la imbecilidad general, que dijera a los lectores esas
verdades esenciales en su brutalidad; y, si se hubiera encontrado
uno, nadie le hubiera creído. Los Aliados victoriosos
siguieron diciendo que oprimirían a Alemania «hasta
que rechinaran las pepitas». Sin embargo, todo aquello
tuvo un efecto intenso y desastroso sobre la prosperidad del
mundo y sobre la actitud de la raza germánica» (Tomo
I, página 6).
Y:
La segunda tragedia capital de aquelIa época fue el completo desmembramiento del Imperio austro-húngaro por los tratados de St. Germain y de Trianón. Durante siglos, aquella reencarnación viviente del Sacro Imperio romano y germánico había aportado, en el marco de una vida común, muchas ventajas económicas y de seguridad a numerosos pueblos, ninguno de los cuales poseía, en nuestra época, la potencia o la vitalidad necesarias para resistir por sí mismo la presión de una Alemania o de una Rusia resucitadas... No hay una sola nación, una sola provincia de las que constituyeron el Imperio de los Habsburgo, que no haya conocido, con el recobramiento de la independencia, todas las torturas que los poetas y los teólogos de antaño reservaban a los condenados. Viena, la noble capital, el centro de una crltura y de una tradición antiquísimas, el cruce de tantos caminas, de tantos ríos y ferrocarriles, Viena fue dejada presa del hambre, como un gran mercado vacío en una región empobrecida, de la cual han partido casi todos sus habitantes (Tomo I, páginas 8 y 9).
Si Mr. Churchill hubiese dicho todo esto en 1919, es poco probable que le hubiesen escuchado: en aquella época no era más [221]que un personaje de segundo plano. Pero no cabe duda de que si lo hubiese dicho en 1945, el proceso de Nuremberg no se habría celebrado.
Y eso era lo que yo quería decir.
En 1932, con el pequeño grupo de
sindicalistas no conformista (anarcosindicalistas) de la tendencia
llamada La revolución proletaria, participé
en las tareas de edición y de vulgarización en Francia,
bajo el título Compendio de geografía económica,
de una colección de conferencias pronunciadas ante
Ias colegas obreros de su país por el economista inglés
J. F. Horrabin. Nos había parecido que el problema a resolver
no había sido nunca mejor planteado, que nunca se había
puesto más en evidencia la falta de discernimiento, la
carencia total de perspectivas históricas, la mediocridad,
en suma, de los responsables del Tratado de Versalles. Para decirlo
todo, habíamos encontrado en aquellas conferencias los
motivos fundamentales de todas las guerras a partir de la Guerra
de los Cien años, incluida la que sentíamos llegar.
Se me disculpará si, a riesgo de ser acusado de un abuso
de citas, reproduzco unidos unos a otros y subtitulados por mí,
los párrafos que me parecen resumir mejor una tesis que,
al cabo, de treinta años, conserva toda su actualidad:
1. - HISTORIA DEL IMPERIO DE LOS MARES
Durante millares de años, la Historia tuvo por eje el Mar Mediterráneo. Los países que rodean a ese mar hacían entonces los progresos más considerables en los terrenos técnico, económico y social. Mientras duró ese estado de cosas, la situación geográfica de la Gran Bretaña constituyó una desventaja para sus habitantes. Situada más allá de las orillas del mundo del comercio, muy alejada de los caminos y centros principales, no tenía lugar en el mundo conocido. Permaneció en ese estado hasta la llegada de los fenicios, y luego de los romanos. Y cuando la potencia romana se desvaneció, la Gran Bretaña volvió a encontrarse durante otros mil años entre los países perdidos. Pero llegó un momento en que el comercio de las ciudades mediterráneas se extendió hacia el norte a través del valle del Rin, y en que los comerciantes de la Liga Hanseática hicieron del Mar del Norte y del Báltico un nuevo Mediterráneo. La Gran Bretaña, aunque siempre muy alejada. se encontró entonces en contacto más estrecho con el resto del mundo.
[222] Fue la terminal Noroeste de las grandes rutas comerciales que cruzaban el continente partiendo del Mediterráneo. Pero no era más que una terminal, no una base en sí misma. Finalmente, llegó la conquista del Atlántico y el descubrimiento del Nuevo Mundo que se encuentra al oeste de dicho Océano. Entonces, los países del Noroeste de Europa, los países que tenían costas atlánticas y no costas mediterráneas, se encontraron en la más deseable de las posiciones, de cara a las costas del nuevo Continente.
Fue entonces, y solamente entonces, cuando la posición de la Gran Bretaña se convirtió en una ventaja. Y de aquella época data el comienzo de la supremacía británica en Europa y finalmente en el mundo. Hasta entonces, Inglaterra se había encontrado en un camino secundario. Ahora, ocupaba el mejor emplazamiento en el principal de los caminos.
Los descubrimientos marítimos desplazaron los centros de Europa. Los sustrajeron a los mares cerrados para trasladarlos a las orillas del Atlántico. Venecia y Genova cedieron el lugar a Bristol y Lagos. El activo aunque reducido comercio del Báltico, el cual, desde el siglo XII al siglo XVII labró la riqueza y la preeminencia histórica de las ciudades hanseáticas, perdió su relativa importancia cuando el Atlántico se convirtió en el campo marítimo de la Historia. La preeminencia se desplazó hacia el Oeste, pasó de Lubeck y Stralsund a Amsterdam y a Bristol.
La historia de los tres siglos siguientes es la historia de la lucha por la supremacía de esos países del Noroeste europeo. Dos siglos antes del final del capítulo mediterráneo, se encuentra ya un tratado comercial portugués, firmado en 1294, que revela un comercio de cierta importancia a lo largo de las costas del Atlántico. Pero España y Portugal fueron las precursoras, con mucho, de los grandes descubrimientos. Y unas semanas después del regreso de Colón de su primer viaje, el Papa promulgó una Bula adjudicando el hemisferio occidental a España y el oriental a Portugal. Esto dejaba al margen a las naciones nórdicas, especialmente a Holanda e Ingleterra. Los navegantes de esos dos países se dedicaron entonces, durante varios años, a buscar caminos hacia las Indias por el Noroeste y el Nordeste, por el Norte de América y el Norte de la Siberia. Ambos caminos se revelaron impracticables. Los dos países, en consecuencia, sólo podían tomar su parte de la riqueza de las Indias y de América rompiendo con el Edicto papal. Así, desde antes de la mitad del siglo XVI los dos habían roto con el Papa y caído en brazos del Protestantismo. El poder del Papa era considerable. Pero no podía modificar las condiciones geográficas, ni el impacto de esas condiciones en el cere[223] bro de los hombres. A finales del siglo XVI los ingleses habían destruido la Armada de Felipe de España. Y los holandeses, después de haber sacudido el yugo español, se establecían en las Indias Occidentales y Orientales, en diversas regiones arrancadas a los españoles y a los portugueses. El poder del Papa, señor del Mediterráneo, se desvanecía al tiempo que declinaba la importancia del propio Mediterráneo.
El siglo siguiente contempló la gran rivalidad de las burguesías inglesa y holandesa por el dominio de las rutas oceánícas, rivalidad en la que intervino, ora de un lado, ora del otro, un tercer país del Noroeste de Europa, Francia. Para comprobar hasta qué punto los cuatro extremos de la tierra estaban atados -- sí, atados, literalmente encadenados -- a los Estados del Noroeste de Europa, bastará leer este simple párrafo, con un atlas al alcance de la mano:
En el cénit de su poder, unos años más tarde, es decir, a mediados del siglo XVII, los holandeses reinaban en las Antillas. Tenían posesiones en el Brasil y en la Guayana... Poseían establecimientos comerciales en las costas de Guinea, y en Cape Town (el Cabo de Buena Esperanza), en la ruta de las Indias. Eran dueños de las islas de Ceilán y de Maurice (de Nassau). Poseían, finalmente, las llaves de la América del Norte en su ciudad de Nueva Amsterdam (actualmente Nueva York) (Fairgrive, pág. 151).
Pero, a comienzos del siglo XVIII Gran Bretaña había ocupado el lugar de Holanda como arriero de los mares y como dueña de los puntos clave de las grandes rutas oceánicas mundiales. Según la jactanciosa declaración de un escritor, «Inglaterra se encontró, al salir de las guerras, en condiciones de extender su comercio marítimo con un renovado vigor. Estaba dispuesta a continuar, en todos los mares, la obra que los griegos, los fenicios y los venecianos habían llevado a cabo a lo largo de las costas del Mediterráneo». Pero, señalémoslo, esto no era debido a los beneficios de una Providencia que extraía a los ingleses de una arcilla superior a la de los franceses y holandeses. Era, en primer lugar. resultado de la ventajosa posición geográfica de la Gran Bretaña en las rutas atlánticas; en segundo lugar, del hecho de que la Gran Bretaña poseía una agricultura y una industria muy superiores a las de sus rivales y que constituían un fundamental apoyo para sus expediciones marítimas. La revolución industrial, en efecto, había empezado antes de finales de siglo. Y, a partir de entonces, sus recursos naturales de hierro y de carbón le dieron un predominio duradero sobre las otras naciones, y aseguraron definitivamente las bases de su supremacía mundial en el siglo XIX.
[224]
II. - HISTORIA DE INGLATERRA
El grupo británico comprende al Imperio britanico propiamente dicho y a algunas naciones dependientes de él. La primera observación fundamental que hay que hacer acerca de ese grupo es que no constituye una unidad geográfica como lo son más o menos todos los otros grupos. Los Dominios o dependencias británicas están esparcidas por todos los mares. Su único lazo de unión es el Océano. El Imperio británico está basado, por tanto, en la potencia naval. Y en un mundo de rivalidades imperialistas, sólo podrá seguir siendo una unidad si conserva la supremacía marítima.
Inglaterra empezó a convertirse en una potencia mundial con la apertura de las rutas oceánicas, en el siglo XVI... En el curso del siglo siguiente, consiguió asegurarse el monopolio de los transportes comerciales del mundo entero. Estableció factorías comerciales y puertos de escala en todas las partes del mundo. Su objetivo era entonces el de garantizar sus rutas comerciales, sus extensas líneas marítimas a lo largo de las cuales navegaban sus barcos mercantes con sus cargamentos. No tenía ninguna necesidad de extensión territorial: al contrario... En el siglo XVIII numerosos miembros del mundo comercial inglés consideraban que dos diminutas islas de las Pequeñas Antillas eran más importantes que el gran Canadá. Esto derivaba del hecho de que en la época de la navegación a vela, aquellas islas de las Antillas dominaban la gran ruta que iba desde Europa hasta los puertos americanos. Empujados por los vientos alisios, los barcos seguían la ruta del Sudoeste hasta las Antillas y, desde allí, se navegaba a lo largo de la costa, sea hacia el norte, séa hacia el sur. Por ello, Jamaica, las Bermudas y las Barbadas fueron de las primeras entre las posesiones británicas. Y el Cabo de Buena Esperanza, en otra ruta, sólo tenía importancia porque dominaba la ruta de las Indias. Si Inglaterra adquirió, en aquella época, territorios de alguna extensión, fue sobre todo en regiones en las cuales necesitaba puntos de apoyo contra su rival, Francia, como en las Indias y el Canadá, donde, para asegurar su posición, debía tomar posesión de grandes espacios. Con sus colonias norteamericanas -- y éstas, más que colonias propiamente dichas, eran lugares de exilio para ciudadanos indeseables --, muy importantes, ya que Inglaterra obtenía en ellas sus materiales de construcción naval, los territorios hurtados a Francia eran prácticamente las únicas posesiones territoriales de la Gran Bretaña a finales del siglo XIX.
[225]
Sobre aquel conjunto de factorías y puertos de escala se
desarrolló, en el siglo XIX, el Imperio británico.
De 1800 a 1850, su superficie se triplicó. Y en 1919, después
de la gran guerra, se había vuelto a triplicar, alcanziando
13.700.000 millas cuadradas, habitadas por 475 millones de seres
humanos, más de la cuarta parte del territorio y de la
población mundiales. La base de aquel enorme crecimiento
fue el dominio marítimo que dio al hombre el advenimiento
de la navegación a vapor. Los Estados Unidos y Rusia son
esencialmente Estados de ferrocarril. Pero el Imperio británico
de hoy es, según la frase de Wells, un imperio de buques
a vapor. Sin embargo, el alejamiento y la gran dispersión
de las diversas partes del Imperio provocan una formidable complicación
en sus problemas internos, lo mismo sociales que religiosos, políticos
o comerciales. Además, apenas puede producirse un acontecimiento
en cualquier parte del globo sin que afecte más o menos
directamente a algún interés británico. Y
la suerte de todo el grupo depende de la potencia naval y de la
libertad de los mares. Este es su talón de Aquiles.
En realidad, la potencia dominante del grupo es, todavía hoy, la Gran Bretaña.
Después de la Revolución industrial, Inglaterra no se limitó ya a transportar las mercancías del mundo entero. Pasó a ser el primer vendedor del mundo. Sus navíos transportaron a través de los mares su carbón y sus prsductos manufacturados. No sólo tenía grandes reservas de carbeín, sino que además las tenía ventajosamente situadas muy cerca de la costa. Y esto, antes de la era del transporte terrestre, le confería una gran ventaja sobre los países mineros continentales. El cénit de su potencia se encuentra en el siglo XIX. Entonces, sus capitalistas, seguros de la sólida posesión de sus recursos, de su flota, de su dominio del mar, no reclamaban más que el libre cambio como condición de la universal supremacía británica.
La población de la Gran Bretaña se hallaba concentrada en las regiones mineras e industriales. Y así fue convirtiéndose en más y más dependiente de los países de ultramar para su aprovisionamiento alimenticio. El seis por ciento de la población británica se ocupa en trabajos agrícolas, en tanto que la proporción es del cuarenta por ciento en Francia y del setenta y dos en Rusia. «Los habitantes de las Islas Británicas están encerrados en grandes aglomeraciones. Y su bienestar se elabora con el carbón, el acero, el hierro y la libertad de los mares» 1 (según Bowmann, The New World).
[226]
Según el mismo Bowmann, la clasificación correcta de las diversas partes del Imperio británico es la siguiente:
1.) Los seis «Dominios» de gobierno autónomo: Canadá, Australia, Africa del Sur, Nueva Zelanda, Irlanda y Terranova. Todos son Estados capitalistas. Y sus intereses no son obligadamente idénticos a los de la «madre patria». Excepto en Africa del Sur, los indígenas están en minoría. Capitalistas y asalariados son igualmente blancos.
2.) Las «Posesiones», tales como la India, Sudán, el Este y el Oeste africanos, Mesopotamia. Algunas reciben el nombre de «Protectorados», otras el de «Dependencias», otras el de «Territorios bajo mandato». Inglaterra gobierna en ellas a razas indígenas de diversos grados de civilización. En la India, sin embargo, el proceso de industrialización, está muy avanzado y ha permitido el desarrollo de una clase capitalista independiente. Este grupo es el que constituye el Imperio propiamente dicho 2..
3.) Las «bases navales» y los «enclaves estratégicos», tales como Gibraltar, Aden, Singapur y Hong Kong. A estas partes del grupo británico hay que añadir, aunque no estén políticamente integrados en el Imperio, a ciertos Estados independientes, tales como Portugal y las colonias portuguesas. Y también Argentina. En cuanto a las Indias holandesas, están unidas a la Gran Bretaña por la combinación Royal-Deutsch-Shell, y sus puntos de mando estratégicos son Singapur y Australia, ambos británicos. También Noruega y Dinamarca están estrechamente unidas a Inglaterra por intereses navales, así como por su situación geográfica. Grecia, finalmente, ha servido a los intereses británicos en el Mediterráneo y ha recibido, a cambio, toda clase de tratos de favor.
Los Dominios británicos están ampliamente dispersos. Pero existe una vasta región donde se hallan concentrados los principales intereses británicos: el Océano Indico y la gran ruta que lo une a Europa.
Hace cuatro siglos, el Océano Indico era un lago portugués. Ahora es un lago británico. Las adquisiciones territoriales posteriores a la guerra han formado el círculo de las posesiones británicas alrededor de sus orillas: toda la costa oriental de Africa es ahora británica, excepto en dos regiones, una de las cuales es por-
[227] tuguesa. A continuación viene Aden, centinela a la puerta del Mar Rojo, luego Arabia y el Golfo Pérsico, que conduce a Mesopotamia. Después la India, joya inapreciable entre todas las demás posesiones, Birmania y los Establecimientos de los estrechos, que conducen a Hong Kong y a Indonesia, y finalmente Australia.
He aquí, pues, alrededoir de un océano, a un grupo de territorios que constituiría por sí solo un imperio de primer orden para una potencia industrial, dada su riqueza en materias primas y su poder de absorción de los productos industriales. Las ventajas que representa esta concentración de los intereses británicos son evidentes, tanto desde el punto de vista de la seguridad naval como desde otros puntos de vista. Por otra parte, esta concentración está estimulada por la creciente rivalidad de Norteamérica en las esferas Atlántico y Pacífico. En el Océano Indico, por lo menos, Inglaterra posee un monopolio de hecho. Sin embargo, existe una evidente desventaja: la situación de esos territorios, a miles de millas marinas de Inglaterra, centro industrial y financiero del grupo. El único lazo de unión entre ellos es una larga ruta marítima, cuyo dominio es de vital importancia para Inglaterra.
Esa vía marítima pasa por el Mediterráneo, Suez y el Mar Rojo. Después de cuatro siglos de eclipse, y gracias al desarrollo técnico que permitió al hombre cortar el istmo de Suez, el Mediterráneo vuelve al primer plano del escenario del mundo. Y cualquiera que haya captado, la importancia de aquella ruta comprenderá fácilmente las grandes líneas directrices de la política internacional de Inglaterra. El proyecto alemán de un ferrocarril Berlín-Bagdad amenazaba a aquella ruta. El ferrocarril en cuestión hubiera sido una ruta terrestre destinada a enlazar el Noroeste de Europa con las orillas del Océano Indico. En consecuencia, después de la guerra, el «arreglo» de Europa fue dictado en parte por el deseo de Inglaterra de sustraer un tal proyecto de la esfera de las posibilidades políticas. (De ahí el engrandecimiento de Grecia y la división de Austria y de Turquía en múltiplas pequeños Estados.) El deseo de salvaguardar aquella ruta, tanto como el petróleo de Persia y de Mesopotamia, determina el interés vital de Inglaterra en todas las cuestiones del Cercano Oriente. Directamente o no, los países que se encuentran al borde de aquella ruta deben ser puestos y mantenidos bajo control británico. ¿Quién ocupará Constantinopla? Es una cuestión de interés británico, puesto que Constantinopla es una de las puertas del Mediterráneo y «la ruta británica» pasa por ese mar. Y, sobre todo no hay ni que pensar en una independencia efectiva de Egipto, ya que Egipto domina Suez, llave de la ruta Y si la Gran Bretaña permitiera a
[228] alguna potencia establecerse en Egipto,
sería como si los Estados Unidos dejaran establecerse al
Japón en una de las orillas del canal de Panamá.
En el mundo moderno, los pueblos que aspiran a la independencia
tendrían que procurar no vivir en regiones que dominen
las grandes rutas comerciales.
III. -- EL MUNDO DESPUÈS DE 1919
Las realidades políticas del mundo de la posguerra no son los Estados nacionales, sino unos grupos de Estados, cada uno de los cuales está dominado por una gran potencia industrial e incluye un número más o menos grando. de colonias o de pequeños Estados vasallos, algunos de ellos independientes «de jure», pero, desde el punto de vista económico, es decir, «de facto», igualmente dependientes de la gran potencia.
Y cada uno de los grandes grupos busca el bastarse a sí mismo, es decir, el asegurarse el disfrute, directo o no:
1.) De cantidades suficientes de todas las materias primas esenciales: carbón, hierro, cobre, petróleo, caucho, algodón, trigo, etcétera.
2.) De «conductos comerciales y de territorios no desarrollados», propicios a la exportación de los capitales.
3.) De las vías marítimas y terrestres necesarias para el transporte y el reparto de las materias primas y de los productos.
Si recordamos que el reparto (del mundo) no ha terminado aún y que existen todavía diversas zones menores, nominalmente independientes, que no se han incorporado definitivamente a uno de los grupos; si recordamos que los límites de cada uno de los grupos no están siempre perfectamente claros y que en sus orillas existe un cierto número de «no man's land», podemos calcular en cinco el número de los grupos. Son los siguientes:
-- el grupo norteamericano;
-- el grupo británico;
-- el grupo extremo-oriental (China y Japón);
-- el grupo ruso;
-- el grupo francés (con la Europa central y el Africa del Norte);
El gobierno real de cada uno de esos grupos de Estados, a excepción de Rusia, es un grupo de capitalistas 3. No es siempre el mismo grupo, pero es en todo momento un grupo de capitalistas que posee influencia sobre todo el mecanismo gubernamental, incluidos los políticos que están nominalmente al frente de los asuntos públicos. Así, cuando hablamos de Washington o del gobierno
[229] de los Estados Unidos, designamos
en realidad a la Standard Oil Company, o al grupo Pierpont-Morgan,
o a cualquier otra facción de Wall Street que en aquel
momento está considerada lo iuficientemente fuerte, o lo
suficientemente interesada en una determinada cuestión,
como para dictar la política de Norteamérica. Así,
cuanríamos decir el «Comité des Forges».
En cuanto al gobierno britáríamos decir el «Comité
des Forges». En cuanto al gobierno britanico, es, según
la época, ora la Royal-Dutsch-Shell, ora los grandes industriales
del carbón y del acero, ora las cinco grandes bancas y
los financieros.
IV. -- LA RIVALIDAD FRANCO-ALEMANA
La base de la potencia de Alemania estaba en sus grandes reservas de hierro y de carbón. El tratado de paz cedió el hierro a Francia, al menos en su mayor parte. Y el objetivo incesante de la política francesa después de la paz fue el de asegurarse el control del carbón indispensable para el tratamiento del mineral de hierro. Antes de la guerra, las grandes minas de Lorena se hallaban repartidas entre Francia y Alemania. El 75% de la producción de hierro procedía de las minas de Lorena. Ahora son enteramente francesas. «Francia controla ahora el mineral de hierro de mejor rendimiento que hay en Europa o que es utilizado en Europa.»
El hecho capital de la Francia de la posguerra es que su grupo capitalista más poderoso es el grupo de la industria pesada. Tal como han repetido numerosos escritores, la Francia de la anteguerra era por encima de todo una nación de pequeños propietarios agrícolas. Se bastaba prácticamente a sí misma, excepto en lo que se refiere al carbón. De cara al exterior, era una nación prestamista de dinero. En forma de préstamos, derramaba sobre los Gobiernos extranjeros tales como el del Zar los ahorros de sus campesinos y de su pequeña burguesía. Pero, la nueva Francia, al igual que la antigua Alemania, está edificada sobre el cimiento más moderno del hierro y del acero. La política de Francia está hoy dirigida por los industriales del hierro y del acero, por el Comité des Forges y los financieros que están detrás de él. Esos hombres se han apoderado de las riendas del poder. La adquisición de Lorena les proporcionó los medios para ello, y la
[230] necesaria reconstrucción del sistema económico francés después de la conmoción y de la dislocación de la guerra. Su instrumento es el militarismo francés. Y el sentimiento sobre el cual se apoyan para conseguir que el pueblo defienda su principal reivindicación -- el debilitamiento permanente de Alemania -- es la pasión francesa por la «seguridad».
El desarrollo industrial de Francia, en el sentido más moderno, es cosa que data de ayer. Ha sido retardado por la falta de carbón. El desarrollo industrial de Francia dependía de la misma causa que el de Alemania. Empezó en la misma época que el de esta última, a médidados del siglo XIX. Se remonta también, en consecuencia, a la época de la construcción de las primeras vías férreas. Pero, en tanto que Alemania tenía mucho carbón, Francia tenía muy poco. Y, a excepción de los yacimientos del nordeste, cerca de la frontera belga, el poco carbón que tenía Francia estaba repartido en pequeñas minas esparcidas a lo ancho del país.
Aquellas condiciones no permitían el desarrollo de una industria estrechamente agrupada, basada en la utilización intensiva del carbón. Pero determinaron una dispersión de las manufacturas locales, nunca demasiado grandes, especialmente en aquellas industrias que no utilizan más que pequeñas cantidades de combustible. En consecuencia, Francia se convirtió en el mejor ejemplo de país de industria ampliamente dispersa, en tanto que Inglateterra, Alemania y Norteamérica eran países de industria altamente concentrada, agrupada alrededor de las minas de carbón. (Eckel.)
En la parte de Lorena que le fue dejada en 1871, Francia poseía grandes reservas de hierro. Extraía el mineral en cantidades siempre crecientes. Pero, al no disponer de coque para tratarlo, se veía obligada a exportarlo. En 1913, Francia era el país que exportaba más mineral de hierro del mundo. De modo que, en lo que respecta a la industria básica de la época moderna, se encontraba, en relación con Inglaterra, de Norteamérica y de Alemania, en la situación de una simple colonia, de una simple fuente de materias primas.
Pero el tratado de paz de 1919 duplicó las reservas de mineral de hierro de Francia. ¿Iba, pues, a seguir siendo una simple exportadora de materias primas? O por el contrario, sus capitalistas iban a emprender un camino más provechoso, tratando y manufacturando ellos mismos el hierro? La respuesta a esta pregunta dependía por entero de la cantidad de carbón que Francia pudiera controlar. Y este factor fue el que provocó la aparición de una ola de imperialismo sobre el suelo europeo, con el secuestro
[231] de territorios y la explotación -- o al menos la tentativa de explotación -- de sus recursos sin tener en cuenta para nada la voluntad de sus habitantes. El Tratado de Versalles había entregado a Francia las minas de carbón del Sarre. Pero el Sarre no producía más que el 15 % del coque que empleaba Alemania para tratar el mineral de hierro de Lorena. La mayor parte del coque -- casi las dos terceras partes -- utilizado por Alemania procedía del Ruhr. Y he aquí la consideración fundamental que empujó a los industriales franceses del hierro y del acero a apoderarse de aquel territorío. Hacen falta varias toneladas de carbón para tratar una sola tonelada de mineral. Por lo tanto, es más económico llevar el hierro cerca del carbón que viceversa. El hierro de Lorena era casi inútil sin el carbón del Ruhr. Las dos regiones están unidas por numerosos medios de transporte, terrestres y fluviales La frontera política que las separaba era un anacronismo.
Para invadir el Ruhr, Francia dio como excusa el deseo que sentía de presionar a Alemania a fin de inducirla a pagar sus deudas de las «Reparacicones». Pero la ocupación tenía evidentemente necesidad de una base más permanente: de aquí el proyecto de una República renana, Estado-tapón «independiente» que debía incluir a las regiones más altamente industrializadas de Alemania y que en realidad hubiera sido tan independiente de Francia como pueda serlo Panamá de los Estados Unidos. Dueños del mineral de Lorena y del coque del Ruhr, los industriales franceses del hierro y del acero debían aparecer como los verdaderos vencedores de la gran guerra. Pero el plan no pudo ser realizado. Inglaterra y Norteamérica, últimos aliados de Francia, no estaban dispuestos a permitir que una parte tan importante de los despojos de la victoria fuesen a parar a manos de los dueños de la industria pesada francesa. Su intervención se concretó en la imposición a Alemania de un yugo económico conocido por el nombre de plan Dawes y plan Young. Esos planes debían garantizarles, lo mismo que a Francia, el pago de un tributo, lo cual implicaba en cierto modo un estímulo para la industria alemana. A partir de entonces, la política francesa consistió en exigir que Alemania pagara hasta el último gramo de su «libra de carne» y a impedirle de mil modos distintos que se desarrollara libre y plenamente como un Estado independiente.
[232]
Para mantener a Alemania en estado de debilidad, había,
entre otras cosas, que rodearla de Estados hostiles y unidos a
Francia por lazos económicos y políticos lo más
estrechos posible. En la frontera oriental de Alemania se encuentra
Polonia, ocupando grandes superficies del territorio alemán
de anteguerra. Polonia se convirtió rápidamente
en una esfera de influencia francesa. Francia concertó
tratados con Checoslovaquia en 1924, con Rumania en 1927 y con
Yugoslavia también en 1927. Combatió a sangre y
fuego la propuesta de unir Austria a Alemania, y sus financieros,
desde entonces, han hecho de Austria un Estado casi vasallo. La
barrera alrededor de Alemania quedaba así completa, y una
cadena de alianzas aseguraba el dominio de Francia sobre la mayor
parte de la Europa central, desde el Báltico hasta el Adriático.
Y J. F. Horrabin añade algo que en aquella época resultaba casi profético:
Bélgica también forma parte del grupo francés. Por sus reservas de carbón, es una parte muy importante de él. Mientras Europa consistió en una media docena de potencias rivales, aproximadamente iguales, Bélgica tenía asegurada una especie de independencia consagrándose a la neutralidad permanente. Pero cuando, como sucede hoy, el desarrollo económico ha conducido a la hegemonía de una sola potencia, un Estado como Bélgica está obligado a convertirse en satélite de esa potencia, especialmente cuando es su vecina más próxima.
El Imperio de los mares... Si J. F. Horrabin continuara hoy su razonamiento, llegaría a las siguientes conclusiones:
l.a) El Océano Atlántico y el Pacífico están llamados a desempeñar próximamente, alternativa o conjuntamente, el papel que el Mediterráneo desempeñó hasta el siglo XV.
2.a) Los centros nerviosos de aquel imperio están a punto de desplazarse desde Londres y Tokio (no hay que perder de vista que Japón es la Inglaterra de Extremo Oriente) hacia Washington.
3.a) Norteamérica ha llegado a un estado de desarrollo económico y a un potencial de irradiación tales, que le permiten tomar el relevo de Inglaterra.
4.a) El polo de las reacciones continentales se halla en trance dé no ser ya París, ni Berlín, sino Moscú, y esto es un evidente peligro para Europa.
5.a) El imperio central no es ya europeo,
sino indoafricano,
[233] y se constituirá rompiendo las ataduras del colonialismo,
cuya época ha periclitado. En unión de China, será
objeta de las apetencias de los dos competidores y está
llamado a oscilar más o menos parcialmente hacia el uno
y el otro. En la actual coyuntura, el movimiento de los pueblos
colonizados llegando a las ideas de Estado, de Nación y
de Patria, combatido estúpidamente por las metrópolis
beneficiarias del colonialismo, inclina peligrosamente a ese imperio
central hacía Moscú.
Doble problema, pues: el del imperio central del mundo, y el del imperio central de Europa, la antigua Mittleuropa. Y parece evidente que si queremos solucionar el primero, evitando un tercer conflicto mundial, hay que solucionar previamente, y con toda urgencia, el segundo: Europa.
Séame permitido ahora citar un texto de otro historiador, el francés Léon Emery, el cual publicó entre las dos guerras las célebres Feuilles libres 4
, periódico pacifista cuyas tesis, aunque basadas en la historia más que en la economía política, coinciden con las de J. F. Horrabin. He aquí lo que dice León Emery en Les Cahiers Libres (núm. del 1 de octubre de 1951), periódico que dírige desde el final de la guerra, como continuación de las Feuilles Libres:
Parece que Europa, desde hace varios siglos, tenga tendencia a definirse mediante una decisión tripartita. En el Oeste, en las orillas atlánticas, tiene que existir una potencia marítima que sirva de enlace con los otros continentes; a su contacto y más al Este, se ve formarse, morir, renacer, un imperio continental que busca su equilibrio desde el Tíber a Flandes, desde el Sena al Elba; finalmente, más al Este aún, aparece un vasto y confuso Estado eurasiático, el cual no forma propiamente parte de Europa, ya que no participa de sus decisivas experiencias culturales e ignora, en sus profundidades, lo esencial de nuestras tradiciones.
La historia, familiar entre todas, de Napoleón I permite en este caso compendiar. Es sabido que Napoleón constituyó un Imperio compuesto donde los Estados satélites, asimilados mediante la conquista, formaban un cinturón alrededor de Francia, y que fue finalmente vencido por la doble resistencia del mar británico y de la estepa rusa. Más cerca de nosotros en el tiempo, el Imperio
[234] bismarckiano, hábilmente construido
a base de guerras limitadas, y que se enorgullécía
de haber trasladado de París a Berlín el centro
de gravedad de Europa, pudo mantenerse e incluso atribuirse un
papel de árbitro mientras evitó cuidadosamente chocar
con Inglaterra y con Rusia; pero, en el instante en que la Alemania
wilhelmiana quiso lanzarse a su vez a la gran aventura de la competencia
colonial y naval, hizo resurgir la coalición que había
destruido la obra napoleónica y, a su vez, sucumbió.
La tentativa de Hitler confiere a la repetición de los
acontecimientos un carácteir fatídico realmente
alucinante. Su significado histórico procede, en efecto,
del hecho de que Hitler quiso apelar contra las decisiones del
destino, las cuales se obstinó en explicar, no por causas
profundas, sino por la traición y la ineptitud. Quiso realizar
un milagro de la voluntad, violentar los hombres, las cosas y
el ritmo del tiempo; creó, también él, mediante
la intriga, la diplomacia y la conquista, un imperio central que
durante algunos meses se extendió desde el Atlántico
al Volga. Pero, después de haber jurado que no recaería
en los errores de sus antecesores, no pudo evitar el verse cogido
y triturado entre las dos mordazas del torno. ¿Estamos
asistiendo, acaso, a una tragedia esquiliana?
Las causas profundas a que alude Léon Emery son las que pone de manifiesto J. F. Horrabin.
Y la tragedia esquiliana a que alude en el plano Europa es, en el plano mundial, la de las migraciones humanas y del desplazamiento de los centros de la Civilización. Es el problema eternamente evocado y siempre oscuro de las invasiones que antaño se llevaban a cabo en orden disperso y que ahora se efectúan en orden concertado, partiendo de bases de apoyo -- Estados o grupos de ¡Estados -- sólidamente organizadas y de acuerdo con una técnica minuciosamente elaborada.
Así, arrancado de los senderos batidos por el dios Marte y circunscrito por los dos textos yuxtapuestos de J. F. Horrabin y de Léon Emery, que tan armoniosamente se complementan, el problema de Europa en el siglo XX se reduce a la búsqueda de una estructura económica y de una política de las migraciones humanas susceptible de neutralizar la gran migración eslava hoy, y mañana, tal vez, la gran migración amarilla que se dibuja ya con perfiles amenazadores.
De lo que se infiere que la solución del verdadero problema se sitúa bastante lejos y muy por encima de las mezquinas combinaciones de Versalles, así como de la macabra parodia de justicia de Nuremberg.
NOTAS
1 Hoy podríamos añadir: el petróleo.
2 Desde
1933, fecha en la cual se escribío esto, la India ha conquistados
su independencia política.
3 En Rusia
es un grupo de burócratas, prefiguración de los
«Directores» de J. Burnham.
4 Actualmente
edita Les Cahiers Libres en Nimes (Gard), 16, rue Jeanne-d'Arc.
La Asociación de Antiguos Aficionados a los Relatos de Guerras y Holocaustos (AAARGH) ofrece este texto en Internet con fines meramente educativos, para alentar la investigación, sin intereses comerciales y en vistas a una utilización comedida. La dirección electrónica de la Secretaría es <[email protected]> . La dirección postal es : PO Box 81475, Chicago, IL 60681--0475, USA.