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La Operación "Vicario"

Paul Rassinier

(1966)


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INDICE

CAPITULO PRIMERO

Variaciones sobre un falso problema .

CAPITULO II

El verdadero problema

CAPITULO III

El mecanismo político de la operación

Post-Scriptium .

APENDICES DOCUMENTALES

Apéndice I: Lo que se opinaba generalmente de Pío XII hasta M. Rolf Hochhuth .

Apéndice II: Pío XII por sí mismo

Apéndice III: Los principales argumentos de los defensores de Pío XII

Apéndice IV: El Cardenal Merry del Val y la Primera Guerra Mundial

Apéndice V: El problema de las reparaciones debidas por Alemania .

La iniquidad del ataque contra Pío XII mediante la representación de la obra teatral "El Vicario" ha motivado que una persona no creyente, como es Paul Rassinier, luchador infatigable por la verdad, salga en defensa del Pontífice que no puede replicar por sí mismo porque pasó ya a otra vida, por cierto hace bien poco. La gravedad de la maniobra es evidente, pues desprestigiando a Pío XII se quiere descalificar todo un período de actuación de la Iglesia y, además, porque, aunque parezca inconcebible, El Vicario tuvo acogida favorable en muchos ambientes, e incluso entre algunos sacerdotes católicos.

Nada parece más indicado para presentar la obra que la reproducción de la siguiente carta, dirigida al autor por el superior del "Opus Cenaculi":

Roma, 24 de octubre de 1965.

Muy señor mío:

Acabo de terminar la lectura de su libro: El papel de Plo XII ante la Historia... y esa lectura me ha impresionado.

Conoce usted la parábola del Buen Samaritano, del Evangelio según San Lucas. Un hombre baja de Jerusalén a Jericó; cae en manos de unos bandidos, los cuales le roban, le muelen a golpes y le dejan medio muerto... Un sacerdote baja por el mismo camino, ve al desdichado... y pasa de largo. Pasa un levita, que se detiene un instante junto a la víctima... Y continúa su camino. Llega finalmente un samaritano (los cismáticos y ateos de aquella época), el cual, al ver a aquel hombre en aquel estado desesperado se conmueve. Se acerca, venda sus heridas, vierte en ellas aceite y vino, lo sube a su montura, le lleva a una posada y cuida de él...

Ateo y librepensador, es usted a mis ojos el Buen Samaritano. Es usted, y lo será por mucho tiempo, el reproche viviente para todos esos sacerdotes y todos esos levitas que, al igual que Pilato, se lavan las manos delante de esa criminal operación , y con su silencio y su cobardía se hacen cómplices, ante la historia, de los que, no pudiendo matar a Pío XII, quieren matar su memoria.

Pero Pío XII habita en unas alturas inaccesibles. Aquel genio, adornado con la santidad, continuará siendo el Papa más grande de este siglo. Para mí fue un verdadero Padre, y conservo en mi corazón la admiración más absoluta y el amor más filial hacia él.

Caballero, que Dios le bendiga.

Con todo el fervor de mi alma le doy las gracias, en nombre de todos aquellos que, fieles a la incorruptible memoria de Eugenio Pacelli, no poseen la cultura histórica de usted, ni su talento literario, ni tal vez (lo digo ruborizándome), su valentía tan admirable como indomable.

A estos vivos sentimientos de gratitud me atrevo a añadir un deseo, el de encontrarme con usted en el curso de alguna de mis visitas a París, para reiterarle de viva voz mi emocionada gratitud.

Le ruego que acepte la seguridad de mis respetuosos y agradecidos sentimientos.

Firmado: Monseñor Georges Roche

Superior General del "Opus cenaculi"



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CAPITULO PRIMERO

VARIACIONES SOBRE UN FALSO PROBLEMA

 

I. El Acta de Acusación

"Informado por el oficial de las SS Gerstein de las condiciones en que eran exterminados los deportados judíos en el campo de concentración de Auschwitz, en la Polonia ocupada por el Reich alemán, el joven jesuita Riccardo Fontana implora a Pío XII, Papa reinante en 1943, que asuma la defensa de los judíos perseguidos, que pronuncie una condena explícita y formal. Alegando su misión de paternidad total, recordando los propósitos compasivos que le animan, el Papa no pronuncia las palabras concretas que espera Riccardo, y éste se une a un grupo de judíos romanos detenidos bajo las ventanas del Papa. Es deportado con ellos a Auschwitz y enviado a la cámara de gas, pobre sacerdote que, en rigor, será el Vicario de Cristo, allá donde el Papa tendría que estar hoy" (1).

Sobre ese hecho, dado por confirmado históricamente, un joven protestante alemán, Rolf Hochhuth, hasta entonces desconocido, montó una obra teatral: El Vicario. En ella nos presenta a un Papa pronazi, completamente cegado por la idea de que, si Hitler pierde la guerra, Europa se verá entregada al peor de los peligros posibles para la Iglesia: el bolchevismo. Cuidadoso de no comprometer las posibilidades, que reconoce mínimas, que le quedan a Hitler de vencer al bolchevismo, aquel Papa procura crearle el menor número de complicaciones. Hasta el punto de que, dueño del poder mágico de detener con una palabra las persecuciones de que son víctimas los judíos, no sólo no pronuncia aquella palabra por iniciativa suya, sino que se niega a pronunciarla cuando le piden que lo haga. Lavándose las manos de lo que les sucede a los judíos, para que no falte nada al cuadro. Y ante la insistencia del que suplica, fatigado, cambia bruscamente de tema pasando a otro problema muy importante para la Iglesia, de la cual es el Pastor supremo: los intereses que la Iglesia posee en cierto número de empresas industriales en trance de ser destruidas por los Aliados y que, para evitar que la Iglesia pierda dinero, hay que vender antes de que sea demasiado tarde. ¿Vender a quién? A aquellos mismos Aliados, precisamente, con los cuales el Papa no simpatiza: así, por una parte, los Aliados habrán destruido sus propios bienes, y, por otra, sea cual sea el final de la guerra, el Papa habrá sido reembolsado por anticipado. Esa es, al menos, la idea que se sugiere al espectador perspicaz. El autor no llega al extremo de decir que el Papa considera a Hitler como a un enviado de la Providencia para liquidar -- ¡finalmente!-, al mismo tiempo que al bolchevismo, el litigio judeo-cristiano planteado desde hace dos mil años, mediante el aniquilamíento del pueblo judío; pero es como si lo hiciera, y no oculta la opinión que tiene de él: "Un Papa como ese... es un criminal"(2).

Y ese Papa era Pío XII.

En su versión original, y bajo el título de Der Stellvertreter, la obra fue representada en Berlín el 20 de febrero de 1963, en Basilea el 3 de diciembre, en Viena el 27 de enero de 1964, y, traducida, en Londres el 21 de junio de 1963 (The Representative), en París el 9 de diciembre (Le Vicaire) y en Nueva York el 28 de febrero de 1964 (The Deputy). Por paradójico que pueda parecer, la obra se representó en último lugar en Tel Aviv, el 20 de junio de 1964: los primeros interesados en la vulgarización de su tema, el Movimiento Sionista Mundial y el Estado de Israel, procuraron no figurar de un modo notorio en el montaje del asunto. Observemos que, a pesar de haber sido traducida al italiano, la obra no ha sido representada en Roma. Ni en Moscú. En la primera de esas capitales, no podía autorizarse la representación sin violar el Concordato de 1929. En cuanto a Moscú, la no representación de la obra parece que puede atribuirse a la política de acercamiento al Vaticano patrocinada por Kruschev y mantenida aparentemente por sus sucesores.

En Berlín, en Londres, en Basilea, en París y en Nueva York, las primeras representaciones provocaron, en la sala y en la calle, manifestaciones hostiles que obligaron a intervenir a la policía, y, en los medios intelectuales, apasionadas discusiones que al parecer se prolongarán durante largo tiempo. En Viena, aunque no menos amplia ni menos categórica, la protesta de la opinión pública no se salió de los límites de la corrección. Correcta, asimismo, en Israel, la discusión acerca de la oportunidad de representar la obra, discusión que no tuvo más efecto que el de retrasar en algunos meses el reestreno de la obra, aunque en este último caso cabe afirmar que sólo se trataba de una discusión formulista, elaborada artificialmente y destinada a plantear una reserva puramente diplomática.

Dado el tema y su planteamiento, la obra tenía que armar fatalmente un gran ruido. En el origen del escándalo hubo, en primer lugar, un efecto de sorpresa: hasta el 20 de febrero de 1963, en el mundo entero, lo mismo entre los ateos que entre los creyentes, entre los fieles de Roma como entre los de las Iglesias separadas o concurrentes, la opinión general era que el Papa Pío XII había hecho todo lo que estaba a su alcance para evitar la guerra, para limitar su extensión y, no habiéndolo conseguido, para que al menos cesaran todas las atrocidades que eran consecuencia del conflicto, cada vez que llegaban a su conocimiento. En lo que respecta a las que se atribuyen a los alemanes -- de las otras apenas se habla --, von Ribbentrop había declarado en Nuremberg el 27 de marzo de 1946: "Habíamos recibido protestas del Vaticano. Teníamos cajones llenos de protestas del Vaticano" (3). Y, cuando se le reprochó no haber contestado nunca a ellas, no haber acusado siquiera recibo de ellas, concretó: Es cierto. El Fuhrer había adoptado una posición tal en lo que respecta a los asuntos del Vaticano, que las protestas ni siquiera llegaban a mí"(4). Se trataba de acontecimientos ocurridos en Polonia en marzo de 1943. En realidad, hacía mucho tiempo que las protestas del Vaticano se amontonaban en los cajones de von Ribbentrop sin que hiciera caso de ellas, y basta referirse una vez más a las Actas de los debates de Nuremberg para conocer la posición del Führer y sus justificaciones. En octubre de 1939, enterado del trato infligido a unos sacerdotes polacos por la policía alemana de ocupación, Monseñor Orsenigo, Nuncio en Berlín, se entrevistó con el Secretario de Estado von Weizsäcker para entregarle dos notas de protesta. Interrogado en Nuremberg el 26 de marzo de 1946 acerca de la suerte corrida por aquellas notas, von Steengracht, otro Secretario de Estado de Ribbentrop, respondió:

"Von Weizsäcker las transmitió, de acuerdo con las normas, a von Ribbentrop, el cual, a su vez, las presentó a Hitler. Dado que el Vaticano no había reconocido al gobierno general (nueva Polonia), y que, por consiguiente, el Nuncio no tenía ninguna competencia para aquellas regiones, Hitler declaró, al serle presentadas aquellas notas: "Estas son piras mentiras, devolved estos apuntes al Nuncio por mediación del Secretario de Estado y decidle que no aceptaréis nunca más tales infundios" (5).

Lo cual nos permite llegar a la conclusión de que, si el Vaticano hubiese reconocido el mapa de la nueva Polonia establecida por Hitler, las notas de protesta entregadas en el Ministerio de Asuntos Exteriores por el Nuncio de S. S. en Berlín no hubiesen tenido, sin duda, más efecto, pero en vez de amontonarse, a lo largo de la guerra, en los cajones del despacho de von Ribbentrop, sin ser registrados siquiera, para tomar después el camino del cesto de los papeles, figurarían al menos en los archivos alemanes, donde aquellos que van a buscar la verdad los encontrarían. A no ser que hubiesen sido clasificados en un dossier como aquel número seis tan misteriosamente -- - y tan oportunamente -- desaparecido. Pero ésa es otra historia de la que nos ocuparemos a su debido tiempo. Lo que importa señalar aquí es que al negarse a reconocer la Polonia recompuesta por Hitler, Pío XII le había proporcionado el argumento que necesitaba para no aceptar ninguna de sus representaciones en lo que afectaba a Polonia. Además, sin ningún provecho para su memoria, ya que aquel acto de evidente hostilidad a la política de Hitler ni siquiera es cargado en su cuenta positiva por los que hoy le denigran. Pero, si hubiese reconocido a aquella nueva Polonia con la esperanza de ser eficaz, ¿de qué no le acusarían hoy?

Von Steengracht nos informa también, por añadidura, de la naturaleza de las protestas del Vaticano y de aquellos que las motivaron: "Ya he dicho que intervine en centenares de casos, cuando el Nuncio venía a verme, cuando se trataba de judíos para los cuales no era competente, o incluso de sacerdotes polacos para los cuales era competente pero carecía del poder de actuar" (6).

Por otra parte, cada vez que en uno u otro de los trece procesos de Nuremberg se trató del Vaticano, los testigos de la acusación y los de la defensa presentaron en la misma versión y casi con las mismas palabras los hechos en los cuales habían estado mezclados. No hubo ninguna nota discordante. Y eso demuestra que, contrariamente a lo que tratan de hacernos creer sus detractores, la actuación de Pío XII no estuvo inspirada únicamente en los intereses de la Iglesia romana, y que, de un modo especial, los judíos no quedaron excluidos de su solicitud. Hasta el punto de que tal opinión no fue puesta nunca en duda, que yo sepa, antes del 20 de febrero de 1963.

Es más: desde el final de la guerra hasta su muerte, si bien los medios protestantes, trabajados por el antipapismo heredado de Lutero y de Calvino, se mostraron, en su conjunto, muy reservados -- luego veremos que el papel desempeñado por ellos en el acceso de Hitler al poder en la Alemania de anteguerra y la situación del protestantismo en la postguerra no fueron ajenos a aquella reserva --, los portavoces más calificados del pensamiento y de la política judíos no cesaron de alabar a Pío XII por su actuación durante la guerra y de testimoniarle su agradecimiento. Y esto encaja perfectamente con los comentarios, no sólo de satisfacción sino incluso de entusiasmo, que habían acogido su elección el 2 de marzo de 1939 en toda la prensa, incluida la de obediencia socialista y comunista. En los anexos se encontrarán las declaraciones de todas aquellas personas que habían hecho de aquel Papa, a lo largo de toda su carrera, un Papa que no tuvo nunca la menor simpatía por el fascismo italiano ni por el nacionalsocialismo alemán. Apenas se hizo notar que no la sentía tampoco por el bolchevismo ruso.

Frente a esa opinión casi general y sólidamente establecida, El Vicario de M. Rolf Hochhuth representaba una verdadera revolución. Obligado por las reacciones del público a ofrecer una explicación, aquel joven lo bastante notable como para convertirse, de la noche a la mañana, en ombligo de un universo en busca de una buena conciencia, nos cuenta sobre todo el espantoso drama de conciencia -- la pesadilla, ha dicho M. Jacques Nobécourt (7) -- que, desde los quince años (A la muerte de Hitler) hasta los treinta y tres -- con su tormenta bajo el cráneo de Jean Valjean, Víctor Hugo era un simple bromista-, le había hecho vivir un aspecto particular de una guerra que había durado casi seis años, puesto al mundo entero a sangre y fuego, transformado a Europa, desde los Pirineos al Volga y desde su extremo norte a su extremo sur, en un inmenso campo de rui--nas, al tiempo que causaba medio centenar de millones de muertos: en ese medio centenar de millones de muertos había hombres, mujeres, niños y ancianos, pero lo que a él le había torturado incesantemente, día y noche, eran los seis millones de muertos judíos.


Conocemos ahora la evolución de Hochhuth: la guerra, que no le había. preocupado nunca, ni en su principio ni en sus consecuencias globales, le torturó literalmente por una sola de sus consecuencias: la injusticia cometida contra los judíos. Todo lo demás carecía de importancia. Y no paró hasta descubrir al culpable de aquella injusticia, mucho peor que todo lo peor que pueda imaginarse (8). Al cabo de dieciocho años de una indescriptible pesadilla, como buen protestante que, al igual que todos sus correligionarios, atribuye todas las desdichas del mundo a la existencia del Papa, del mismo modo que otra importante fracción de la opinión pública las atribuye todas a los judíos, encontró finalmente a aquel responsable: Pío XII. Aquel Papa, desde luego, había protestado durante aquellos seis años contra todos los horrores de la guerra cada vez que había tomado la palabra, Hochhuth lo admitía, pero únicamente en términos generales y sin haberse referido nunca -- excepto una vez- al martirio de los judíos expressis verbis. De ahí una primera conclusión: se había callado. Seguida de una segunda: por simpatía hacia Hitler y el nazismo. Acordándose de que en su obra había tratado a Pío XII de "criminal", para subrayar que se trataba de una opinión muy afirmada, M. Rolf Hochhuth añadió, de pasada, que había sido "infame" (9). El tema encontraba así su forma completa: un Papa convertido no solamente en "criminal" sino también en "criminal infame" por el solo hecho de un "silencio" que, lejos de ser real, le era atribuido por personas cuya vista no ha llegado nunca mucho más allá de las puntas de sus narices.

¿Los otros responsables? ¿Los Churchill, los Roosevelt, los Stalin? Antes y durante toda la guerra, les habían sido ofrecidas todas las posibilidades imaginables para poner a cubierto de sus horrores a aquellos judíos que los dirigentes hitlerianos de Alemania (antes de concentrarlos en campos e incluso después) consideraban, desde luego, como una población peligrosa para la moral de su pueblo en combate, perp también como una población civil. Aquellos caballeros se habían negado. Y M. Jacques Nobécourt, subrayando con mucha justicia que los propios yerros no pueden justificarse con los de los demás, ha recusado el argumento de un modo muy ingenioso: "Invocar su ejemplo para explicar el silencio -- de Pío XII, es situar al nivel de unos políticos obligados al realismo en sus actos y en sus decisiones al Papa, cuya misión era la de hablar a tiempo y a contratiempo, la de recordar el mensaje evangélico y darle una aplicación concreta"(10). A. M. Jacques Nobécourt sólo le faltaba demostramos que la "paternidad total" de Pío XII, paternidad que no debe hacer distinciones ni entre las razas, ni entre las nacionalidades, ni siquiera entre las religiones, obligaba al Papa a "recordar el mensaje evangélico del cual estaba encargado" en aquellas condiciones.

Indudablemente, y Pío XII no esperó a que le recordaran su obligación, la "aplicación precisa" del mensaje evangélico era para él la necesidad de intervenir para salvar la paz -- es decir, para salvar a todo el mundo --, y luego, cuando hubo fracasado, de detener la guerra para salvar todo lo que podía ser salvado.

Bajo ese ángulo, resulta odioso imputarle un pretendido silencio, ya que habló tan claro y tan alto como era posible.

Mas, para M. Nobécourt, "la aplicación precisa" del mensaje evangélico hubiera debido conducir al Papa a una acción restrictiva que sólo tuviera en cuenta la suerte de los judíos: no intentar nada contra la guerra, dejarla continuar su carrera infernal y abandonarle el resto de la humanidad.

Séame permitido poner en duda que la demostración emprendida por M. Nobécourt resulte fácil. De un modo especial hoy. Ya que, con tanto edificar hipótesis sobre el tema de "Io que el Papa Pío XII hubiese obtenido si...", el adversario tiene también derecho a edificarlas por su cuenta y puede imaginar perfectamente esto: un Pío XII que, en vez de situarse en una de las cumbres del pensamiento humano y de no concebir la salvación de los judíos más que en el marco de la salvación de toda la humanidad, es decir, en la Paz, que es el supremo de los bienes, hubiese descendido algunos grados en la escala de los valores universales y se hubiese limitado a la interpretación restrictiva de su papel, el cual se le reprocha haber rechazado. Entonces sería cuando M. Jacques Nobécourt hubiese podido hablar de "realismo", pero esta vez , "realismo ramplón" por cuanto en el terreno de los hechos, como el propio Pío XII reconoció, se encontraba "ante una puerta para la que no servía llave alguna" (11). El común de los mortales del resto de la humanidad podría, por añadidura, hablar del carácter singular de aquella Paternidad total cuya solicitud se dirigía, por prioridad, a los judíos, negándose a atacar el verdadero fondo del problema y contrayendo con ello la responsabilidad de la muerte, no sólo de los judíos, sino de la totalidad de los cincuenta millones de víctimas. El colmo -- aunque nadie sabría que era un colmo - hubiese sido que, actuando bajo los frenéticos aplausos del mundo sionista, el protestante Rolf Hochhuth hubiera escrito un Vicario sobre aquel tema, que el comunista Piscator lo hubiera montado y que el cristiano progresista Jacques Nobécourt les siguiera los pasos del mismo modo. ¿Y por qué no, en realidad?

Es posible que el pregonar cierto desdén por el realismo y oponerle un idealismo definido por unos modos de hablar y de actuar a tiempo y a contratiempo sea la más elevada expresión del espíritu y el privilegio, al mismo tiempo que el honor, de las verdaderas élites, cuya encarnación más pura no dudo que sea el estado mayor que ha montado esa ofensiva contra Pío XII. Una actitud, en todo caso, muy bien vista en aquellos medios cuyas pretensiones intelectuales sólo son igualadas por su inconsciencia y que hacen las delicias de M. Pierre Daninos (12). Pero, si se sabe que al término de todas las especulaciones intelectuales siempre llega, por las conclusiones que se extraen de ellas, el momento de traducirse en palabras en el orden de las cosas morales, y en actos en el de los hechos, es decir, en uno y otro caso, de llegar a lo real a través de lo irreal, entonces todo es impuro, o puro, y sólo se trata de saber a qué nivel, confundiéndose uno y otro, es necesario hablar o actuar : al nivel de los vocingleros de la música "yeyé" cuyo ideal parece estar inspirado en la necesidad de pisotearlo todo, o al nivel del Cristo muerto en la Cruz. ¿Postulando únicamente la salvación de los judíos (admitiendo que supiera hasta qué punto estaban amenazados), o la de toda la humanidad? La respuesta a esta pregunta, fijando entre los dos extremos el punto en que todo no es más que "realismo"y aquel en que todo es "idealismo" nos dirá dónde se encuentra el sofisma.


Se comprendió muy pronto que, salído de su cuento de "pesadilla" -- que había durado dieciocho años, no lo olvidemos, y eso se apreciaba perfectamente en su rostro en el cual "no se destacaba nada, como de estudiante que acaba de decir una barbaridad" (13), con sus cabellos intactos, con su frente sin arrugas, con su mirada neutra, un rostro armónico, a excepción de los labios, demasiado sensuales --, M. Hochhuth no tenía ya nada más que decir. Pinchándole un poco, los periodistas llegaron a hacerle decir cosas como éstas: que se había convertido en "abogado de la Iglesia católica", que en Berlín muchos espectadores le habían tomado por un católico enardecido" (14), que podía citar como hombres eminentes a "Hans Werner Richter y a Günther Grass" (!!!... ). O como ésta: que no atacaba al Papa ni en su calidad de hombre ni en la de Papa, sino porque era "el representante de la culpabilidad de todos nosotros", y que a través de él "cada espectador debía poder reflexionar sobre su propia culpabilidad"(15). A la Señora Nicole Zand le dijo, subrayándolo incluso, que , que "el único ataque contra el papa apunta exclusivamente a su silencio, y que "el responsable de quinientos millones de creyeentes, considerado por un número increíble de no creyentes como la instancia moral más alta en toda la tierra, no tenía derecho a callarse, a mantenerse en silencio frente a la matanza de los judíos por los nazis."(16).

Y henos de nuevo arrastrados al lado insignificante de las cosas, considerado como el más importante porque era el único que podía permitirle a Pío XII tomar partido por uno de los beligerantes, que es lo que a fin de cuentas se le reprocha. A este modo de ver, Pío XII opuso de antemano esto al plan de las víctimas:

"... [esta guerra que ya se iba destacando por] una serie de actos tan irreconciliables con las prescripciones del derecho internacional positivo así como con las prescripciones del derecho natural, e incluso con los más elementales sentimientos de humanidad; las atrocidades y el empleo ilícito de medios de destrucción, incluso contra los no combatientes y los fugitivos, contra los ancianos, las mujeres y los niños"(17).

O esta, que pone de manifiesto su indignación ante la idea "de que centenares de miles de persona que, sin tener la menor culpa, sino simplemente porque pertenecen a tal o cual raza o nacionalidad, están condenadas a morir o a ir debilitándose progresivamente" (18).

O, finalmente, esto, que es un volver a la carga evocando las "súplicas ansiosas de todos los que padecen, con motivo de raza o nacionalidad, las mayores pruebas y los dolores más agudos, incluso con vistas a medidas de exterminio, sin ningun tipo de culpa personal"(19).

Esas tomas de posición desprovistas de toda ambigüedad y que, en una u otra forma, se encuentran en boca de Pío XII, casi sin excepción, cada vez que se dirige a su público habitual (especialmente en todos sus mensajes de Navidad y en todas sus alocuciones rituales del 2 de junio de cada año), o bajo su pluma, cada vez que escribe, no son tomadas en consideración por el estado mayor del Vicario, como si nunca hubiesen sido formuladas. Se impone la pregunta: ¿Por qué?

Y he aquí la respuesta, en forma de una declaración hecha al Centro de Documentación Judía contemporánea (20) por un banquero romano, Angelo Donati, el cual informa de la conversación sostenida entre Monseñor Maglione, secretario de Estado de Pío XII, y Sir Osborne, enviado británico cerca de la Santa Sede, en agosto de 1943: "Como habrá visto, dijo Monseñor Maglione a Osborne (en su mensaje navideño de 1942); el Santo Padre ha tenido en cuenta las recomendaciones de su gobierno. Respuesta de Osborne: "Semejante condena que igualmente se puede aplicar al bombardeo de las ciudades alemanas no corresponde en absoluto a lo que el gobierno británico había solicitado".

Y por ahí asoma la punta de la oreja: las protestas de Pío XII contra los horrores de la guerra fueron formuladas siempre en términos tales que los condenaban todos, procedieran de donde procedieran, y lo que hoy se1e reprocha es el haberse negado a condenar únicamente los de uno de los dos bandos beligerantes. La actitud de Pío XII se inscribe en una doctrina del papado y de la Iglesia -- completamente nueva, es cierto, pues sólo data de Pío X -- la cual fue claramente definida por Benedicto XV:

"Lamentamos no poder hacer más para apresurar la terminación del conflicto (la Primera Guerra Mundial). Nuestro cargo apostólico no nos lo permite. En cuanto a proclamar que no le está permitido a nadie, por cual quier motivo que sea, ofender a la justicia, es sin duda, en su punto más elevado, una tarea que corresponde al Soberano Pontífice, constituido por Dios en intérprete supremo y vindicador de la Ley eterna. Condenamos toda injusticia, proceda de donde proceda, pero no sería conveniente ni útil mezclarse en los litigios de los beligerantes" (21).

"Conveniente, útil", esas palabras tienen, desde luego, un leve perfume de realismo común y correinte, pero sólo si se las aísla de su contexto y si se olvida que un Papa tiene también rango y prerrogativas de Jefe de Estado, y que, en consecuencia, como todo Jefe de Estado, debe ceñirse en público al lenguaje diplomático, si no quiere comprometer su misión "apostólica".

En la conversación con el periodista al cual recordó aquella declaración, M. Latapie le hizo notar que "muchos sacerdotes (habían sido) apresados como rehenes en Bélgica y en Francia y habían sido fusilados. Benedicto XV replicó que, en el bando adverso, también otros rehenes habían sido apresados y fusilados, y no solamente sacerdotes:

"He recibido noticias -- dijo- de los obispos austríacos, asegurándome que el ejército ruso había detenido como rehenes a varios sacerdotes católicos, que en cierta ocasión empujó delante de ellos a mil quinientos judíos para avanzar detrás de aquella barrera viviente expuesta a las balas enemigas. El obispo de Cremona me informa que el ejército italiano ha detenido ya como rehenes a dieciocho sacerdotes austríacos" (22).

Nos parece estar leyendo el telegrama que, tras haber inquirido de Pío XII el verdadero significado que había de atribuir a su mensaje de Navidad de 1942, M. Harold Tittmann, principal colaborador de M. Myron Taylor, representante personal del Presidente Roosevelt cerca de la Santa Sede, envió al Departamento de Estado el 5 de enero de 1943:

"En lo que respecta a su mensaje de Navidad -- escribía el diplomático americano-, el Papa me ha parecido sinceramente convencido de que se había expresado con la claridad suficiente para satisfacer a todos los que habían insistido para que pronunciara al menos unas palabras condenatorias de las atrocidades nazis, y quedó muy sorprendido cuando le dije que algunos no compartían su convicción.

"Me dijo que le parecía evidente para todo el mundo que había querido referirse a los centenares de miles de polacos, de judíos y de rehenes asesinados o torturados sin ningún motivo, a veces únicamente a causa de su raza o de su nacionalidad.

"Me explicó que al hablar de las atrocidades no hubiera podido citar claramente a los nazis sin hablar al mismo tiempo de los bolcheviques, lo cual, pensaba, no complacería quizás a los Aliados.

"Añadió que temía que los informes de atrocidades señaladas por los aliados eran fundados, pero dejó entender que su impresión era la de que tales informes podían haber sido exagerados hasta cierto punto, a fines de propaganda. En conjunto, consideraba que su mensaje tenía que ser bien acogido por el pueblo norteamericano, y yo estuve de acuerdo con él" (23).

Tan claramente explicado y aprobado por un diplomático norteamericano -- el cual vale tanto como los diplomáticos alemanes citados por M. Saúl Friedländer (24) para probar que únicamente Hitler podía "acoger bien" todos sus hechos y dichos- el comportamiento de Pío XII, parece que no hubiera debido prestar nunca a discusión, ni siquiera en el terreno de las víctimas, a propósito de las cuales declaró siempre que tenía "igual compasión hacia todas", "por todos los que sufren moral y materialmente ... en Alemania como en el resto del mundo ... en un bando o en otro... sean o no hijos de la Iglesia." (25). Era la única forma de no "mezclarse en los litigios de los beligerantes", de no tomar partido por unos contra otros, tal como lo ordenaban todos los imperativos de todas las morales religiosas o 1aicas, y de "apresurar el fin de la plaga", "de esta masacre recíproca ... insoportable", dijo Pío XII en su carta a Monseñor Preysing- dentro de los límites de las posibilidades que le eran dejadas por su cargo apostólico. De la preocupación por el final de la guerra y de la solicitud del Papa por algunas solamente de entre las víctimas, sus acusadores han hecho, sobre el tema del Vicario, los dos términos de una alternativa en la cual el segundo debía preponderar sobre el primero. Al negarse a aquella solicitud selectiva, Pío XII demostró que entre él y sus acusadores existía únicamente una diferencia de altura de miras. Por otra parte, en dos ocasiones, en Polonia en 1939 y en Holanda en 1942 (26), su intervención en aquel sentido no había hecho sino agravar la suerte de las víctimas y aumentar su número, al tiempo que comprometía, evidentemente, sus posibilidades ulteriores en lo que respecta al retorno a la paz.

Y no digamos nada del modo que tiene M. Rolf Hochhuth de hablar de "nuestra culpa colectiva" y de señalar al Papa como "el representante" de aquella culpabilidad general. Un fenómeno psicológico muy conocido es el que consiste, para un culpable, en reaccionar bruscamente gritando que no es el único culpable y en no ver a su alrededor más que personas tan culpables como él. No es menos conocido el fenómeno de que la primera preocupación de varios culpables, cuando se encuentran reunidos, es la de buscar, al margen de ellos, al responsable de su flaqueza común; y es un hecho constante que lo encuentran siempre, y es lo que el diccionario llama "chivo expiatorio". En el caso Hitler, el chiquillo que era en aquella época M. Rolf Hochhuth no tiene ninguna responsabilidad, evidentemente. Pero no por ello deja de figurar su reacción en el catálogo de los fenómenos constantes y no menos conocidos: a la edad de las tomas de conciencia se encontró bruscamente cara a cara con las responsabilidades de sus allegados: de su padre, por ejemplo, y de sus correligionarios protestantes más viejos que él y cuyo papel no fue pequeño en el acceso de HitIer al poder en Alemania, y por lo tanto en la guerra y en todas sus consecuencias. No cabe duda: aunque inocente, pertenecía a un clan de culpables y aquello fue lo que resultó insoportable para él. El honor del clan: siempre es Rodrigo el que se duele más vivamente del bofetón recibido por su padre, y don Diego se vuelve siempre hacia él. En el caso en cuestión, Rodrigo-Hochhuth tenía muchos padres. Y, para todos aquellos protestantes de conciencia turbia, el bofetón era aquel Papa de conciencia tranquila, cuya reputación no se había visto empañada lo más mínimo por su conducta antes y durante la guerra. La derrota de Lutero. Unos papeles invertidos: el derecho del lado de Don Gormas. Teniendo muchos padres, Rodrigo tenía, además, muy poco valor: para desenvainar la espada, esperó prudentemente a que Don Gormas estuviera muerto.

Pero, suspendamos la comparación.

No cabe duda de que, al replegarse sobre "nuestra culpabilidad compartida",M. Rolf Hochhuih ha conseguido provisionalmente poner fuera de juicio la culpabilidad de su clan, diluirla, anegarla en aquella pretendida culpabilidad general, y tranquilizar su conciencia; esto es un hecho tan evidente como su inocencia personal, en los dos sentidos de la palabra, y especialmente en el sentido de estupidez. Sin embargo se tiene la impresión de que por encima de todo ha querido atenuar el alcance de su incongruencia, y merecería alabanzas por ello si ésa no hubiese sido la peor de todas las formas de excusarse, justificándose. Y nos permitimos preguntar ¿qué operación de la mente es más vulgar, y, en ciertos casos más odiosa -- por ejemplo, el del político o del jefe de industria que extienden al ajustador de la casa Renault la responsabilidad de una guerra o de un tratado de paz -- ?... Si "todos somos culpables" de la muerte de los judíos, ¿por qué no hemos de serlo todos de la guerra? ¿Por qué uno solo de todos nosotros merece ser puesto en la picota? ¿Por qué sólo merecen ser castigados unos cuantos de entre todos nosotros? ¿Por qué M. Rolf Hochhuth figura entre los más encarnizados en reclamar que esos cuantos sean castigados, en Francfort o en otra parte? Un día, alguien pretendió que "todos somos asesinos": el mismo tema, aunque para demostrar que entre nosotros no había jueces,y, al margen del valor de la fórmula, hay que convenir en que aquél que lo dijo tenía otra estatura intelectual.

De las explicaciones y justificaciones de M. Rolf Hochhuth dignas de ser retenidas, sólo queda aquella por la cual se presenta como "un abogado de la iglesia católica". La pasaremos por alto: el ridículo tiene también sus derechos y hay que respetarlos.


II. El derecho a componer fábulas.

Los partidarios de M. Rolf Hochhuth han tratado de eludir toda discusión sobre el fondo del asunto. En primer lugar, los argumentos que les fueron opuestos no han sido desmentidos por parte de ninguno de ellos: en la imposibilidad de refutar las referencias, las aceptaron como verdaderas, pero las declararon insuficientes. En lo que respecta a lo que había proporcionado a su ídolo el punto de partida concreto de su acusación, el demasiado célebre documento Gerstein, se limitaron a declarar que era de pública notoriedad. Luego se refugiaron en unas verdades generales sobre la tradición del teatro, el cual, desde los trágicos griegos hasta Paul Claudel, pasando por Shakespeare, Corneille, Racine, Molière, Victor Hugo, Schiller, etc., siempre ha tomado prestadc-s personajes a la historia y los ha llevado a la escena, arguyendo que si El Vicario de M. Rolf Hochhuth producía tal impacto, se debía únicamente a que el autor se había permitido poner en escena a un Papa, personaje considerado como sacrosanto e intocable por demasiadas personas, y que no existían motivos fundamentales para que se hiciera con Pío XII una excepción que no se había hecho con Sócrates, Julio César, Ricardo III, Enrique VIII, CromweIl, Juana de Arco, e incluso Alejandro VI, que también fue Papa.

De acuerdo. Añadiremos incluso que los autores que pusieron a esos ilustres personajes en escena se tomaron con la historia tantas libertades como M. Rolf Hochhuth y, sin embargo, nadie se lo ha tenido nunca en cuenta. Por dos motivos, al menos: por una parte, e incluso en el caso del poco escrupuloso Aristófanes, que inventó el teatro político, y aun en el del espeso Claudel, nos han ofrecido obras maestras del espíritu, de la cultura y del arte, en tanto que nadie se atreverá a sostener que El Vicario es una obra maestra; por otra parte, aquellos autores eran personas honradas, y encabezando la edición de cada una de sus obras figuraba una nota que mencionaba sus fuentes y concretaba las libertades que las necesidades de la puesta en escena, su fantasía o sus convicciones, les había inducido a tomarse con la historia. Para permitir a los autores aquellas libertades que no engañan a nadie, ni en el hecho ni en la intención, el teatro inventó esos personajes ficticios, doncellas y otras confidentas o confidentes a los que se da el nombre de "utilitarios". En tanto que M. Rolf Hochhuth ha epilogado su Vicario con un "apéndice histórico" -- en el cual dice que "no se estila recargar una obra de teatro con ello" (27), lo cual demuestra hasta qué punto está informado de las costumbres en la materia-, destinado a "demostrar que le había soltado la rienda a su imaginacón solamente hasta donde era necesario para utilizar en el escenario los materiales históricos brutos de los que disponía"(28), y que se había atenido "a los hechos comprobados o demostrables" (29). Pero la lectura de aquel apéndice permite comprobar que, aparte de los sofismas por medio de los cuales pretende demostrar la culpabilidad de Pío XII, no es, con relación a los propios herhos contra los cuales aquel Pontífice hubiese tenido que protestar, más que una disertación sobre unos testimonios de segunda o de tercera mano, en su mayor parte sin referencia concreta, o bien, si hay alguna, dada en forma de "un industrial de cuyo nombre no me acuerdo" (30), "puede ser que" (31), "también es posible que" (32). Además, todos esos testimonios no aportan pruebas, sino únicamente una convicción que es la misma en todos y que puede resumirse así: "El SS Kurt Gerstein que me contó estas cosas" o "que se las contó a mi vecino el cual me las contó a mí mismo, no puede haber mentido". Unos testigos de moralidad muy sui¡ generis, que permiten a M. Rolf Hochhuth declarar: "En 1942, cuando ñGerstein] apareció en la nunciatura y fue rechazado"(33), y luego insinuar: "El valor y la habilidad de Gerstein, que le permitieron representar durante años enteros su temerario doble papel en las SS, hacen plausible (sic) que consiguiera llegar hasta Monseñor Orsenigo (el Nuncio del Papa en Berlín) en persona, cuando intentó dar a conocer al Nuncio apostólico unos detalles sobre el campo de Treblinka. Conociendo la violencia de sus sentimientos y su decisión llena de astucia, resulta difícil creer que se dejara expulsar de la Nunciatura por un clérigo subalterno" (34).

Eso es lo que M. Ervin Piscator, el director escénico de El Vicario, llama "desarrollar artísticamente unos materiales científicamente desprendidos de documentos históricos"(35), y M. Jacques Nobécourt "una constante referencia a la historia"(36). ¡Gracias en nombre del arte, gracias en nombre de la ciencia, gracias en nombre de la historia!


III. Retrato del SS Kurt Gerstein.

Si se piensa que, tal como está planteado por M. Rolf Hochhuth, todo el problema consiste en saber si el SS Kurt Gerstein consiguió o no hacer llegar al Vaticano, en agosto de 1942, unas informaciones acerca de lo que había pasado, no en el campo de Auschwitz, como pretenden Jacques Nobécourt y Rolf Hochhuth, sino en Belzec y en Treblinka, resulta muy importante estar exactamente informado, en la medida de lo posible, sobre el tal Kurt Gerstein. Al parecer, existe un documento que lleva su firma, en el cual se dice que fue "conminado a dejar la nunciatura cuando se presentó allí" , y que "se lo contó a centenares de personas, entre ellas al Dr Winter, síndico del obispo de Berlín, rogándole se lo hiciera saber al papa"(37). De lo cual M. Saül Friedländer, otro Fiscal general en el caso Pío XII, concluye "No hay ningun motivo para creer que este texto no fue enviado a Roma" , y añade que, aun en el caso de que no hubiese sido enviado, "tenemos el derecho de suponer que un texto idéntico fue transmitido al Sumo Pontífice por Mons. Preysing a fines de 1942" (38). Es también un nuevo sistema de "desprender científicamente" verdades históricas. ¡Y M. Saúl Friedländer es profesor de Historia del Instituto Universitario de Altos Estudios Internacionales de Ginebra! Ni por un instante se le ocurrió pensar, como a todos los que no están completamente desprovistos de sentido común y que se han molestado en leer el documento Gerstein, que si en realidad este último le contó al Dr. Winter lo que contiene, el síndico del obispo sólo podía tomarle por un loco (39).

De todos modos, la verdad "que se desprende científicamente" a la cual M. Rolf Hochhuth terminó por unirse y que ha llevado a la escena es la siguiente: en agosto de 1942, el Nuncio del Papa en Berlín expulsó al SS Kurt Gerstein, pero después de haberle escuchado; al día siguiente, un joven jesuita de la Nunciatura le toma en serio y, el 2 de febrero de 1943, transmite al Vaticano los informes que Gerstein le ha comunicado; para más seguridad, Gerstein acude a Roma, consigue hacerse escuchar, etc. La continuación se adivina: todo llega al Papa, y el Papa... ¡se calla!

Ya que es importante para la tesis sostenida que el Papa estuviera enterado y en detalle. No se comprende demasiado bien el motivo porque, estuviera enterado o no en detalle, eso no modificaba en nada las premisas de su conducta, dado el concepto que tenía de su misión apostólica, la única aceptable de acuerdo con todas las morales y que era, no nos cansaremos de repetirlo, reaccionar, no en función de tal o cual categoría de víctimas, o de tal ocual clase de muerte que les fuera infligida, sino en función de la guerra en sí misma y de las posibilidades de poner fin a ella. Por otra parte, en uno y otro caso la única arma a su disposición era la intervención diplomática, aunque M. Jacques Nobécourt, que la admite para Pío X (40), no la admite para Pío XII. De todos modos, Pío XII realizó aquella intervención diplomática cada vez que supo algo, lo mismo si se trataba de las persecuciones contra los judíos que de los bombardeos aéreos. Lo único que puede reprochársele es que nunca lo hizo en términos que pudieran significar una toma de posición en favor de uno u otro de los beligerantes. Pero en esto estriba precisamente su honor ya que, válida para un Jefe de Estado cualquiera, aquella toma de posición hubiese resultado inaceptable en el Vicario de Cristo. Por tanto, el que estuviera enterado o no, sólo tiene interés desde el punto de vista de la verdad histórica. Sin embargo, no supo lo que se le reprocha haber sabido y el cardenal Tisserant (41), al cual se ha tratado inútilmente de explotar contra Pío XII y que en virtud de sus desavenencias con él (42) no puede resultar sospechoso, ha zanjado definitivamente la cuestión:

"Solamente después de la llegada de los Aliados a Alemania es que se nos informó acerca de Auschwitz", ha declarado el Cardenal (43).

Esa verdad, que honradamente no puede poner a la par con la de un Hochhuth, ni siquiera con la de Piscator, de Jacques Nobécourt o de Saúl Friedlander, obliga a decir lo que hay exactamente del tal Kurt Gerstein y en primer lugar que nunca dijo que hubiera ido a Roma, lo cual resulta ya muy significativo.

Para mí, el SS Kurt Gerstein es un antiguo conocido. Nunca he concebido a una Europa sin Alemania, y me ha preocupado poner en claro la verdad histórica sobre los campos de concentración, oscurecida por los peores excesos de la germanofobia; así, me sentí sensibilizado por aquel cura que había conseguido convencer a toda Francia e incluso a los periodistas del mundo entero de que vio a millares y millares de personas entrar en las cámaras de gas de Buchenwald y de Dora (44), donde yo sabía que no habían existido tales cámaras; y el 31 de enero de 1946, lo fui por el documento firmado por Gerstein, donde se decía que, en los campos de concentración de la Polonia ocupada, los judíos eran sistemáticamente "asfixiados" en hornadas de 750 a 800 personas en "cámaras de gas de 20 metros cuadrados (según una versión del documento, pues existen dos, eran 25 m2) de superficie y 1.90m de altura" y que añadía que un total de 25 millones de judíos europeos habían sido asfixiados de ese modo. Auschwitz era citado sin más y, contrariamente a BeIzec y Treblinka , el SS no lo había visto por sí mismo, sino deducido de las facturas del Zyklon B que él había suministrado a aquel campo. Inmediatamente pensé que un hombre capaz de decir aquellas barbaridades, o no existía, o era un loco (45), que los que se tomaban en serio aquellas cosas eran aptos para el psiquiatra, que se inscribían en el cuadro de la germanofobia más demencial y, en virtud del crédito que a pesar de todo se les había concedido, quise tranquilizar mi conciencia investigando la verdad. He aquí, resumido, lo que descubrí y expuse en otra parte, con un detIlle al cual ruego quiera acudir el lector preocupado por la verdad absoluta (46).

1. El documento Gerstein existe en dos versiones, una alemana fechada el 26 de abril de 1945, y otra francesa, fechada el 4 de mayo de 1945 (lo cual demuestra que Pío XII no pudo haber tenido conocimiento de ellas en 1942... o a principios de 1943, tal como se afirma en El Vicario), y si bien las dos versiones parten de los mismos hechos, no coinciden ni en su presentación ni en su enunciado.

2. Ni la una ni la otra han sido presentadas nunca íntegramente delante de ningún tribunal, ni han sido objeto de ninguna publicación oficial: sólo fueron citadas, sin que se sepa de cuál se trata, el 30 de enero de 1946 en el proceso de los grandes criminales de guerra en Nuremberg, sin más indicación de su contenido, lo cual signifíca que, no habiendo sido presentadas -- a pesar de la insistencia del Tribunal (47) --, no fueron, ni la una ni la otra, consideradas como prueba de cargo. Hay que precisar honestamente que unos fragmentos cuya autenticidad fue imposible comprobar fueron tomados en cuenta por otros tribunales, en otros procesos, en particular los de la empresa que fabricaba el zyklon B en enero de 1948, el de los médicos en enero de 1947 "con motivo del hecho de que este documento había sido aceptado en el proceso de los grandes criminales", lo cual era falso, y "porque no se podía poner en tela de juicio las decisiones de este proceso, por el estatuto del mismo"y por fin en Jerusalén, en el proceso Eichman de 1961, en su versión francesa, al amparo del mismo motivo jurídico.

3. El documento Gerstein ha desaparecido actualmente del Depósito central de archivos de la justicia militar francesa, lo mismo que "del expediente del tribunal de desnazificación de Tübingen" que tuvo que conocer el caso del hombre en 1949. Muy oportunamente: el escándalo provocado por El Vicario había hecho indispensable y casi inevitable su publicación, para poner a todo el mundo de acuerdo. Pregunta: ¿quién tenía interés en hacerlo desaparecer? Observemos que, en el caso Pío XII, es la segunda vez que se señala la desaparición de un documento: el dossier no 6 del Vaticano, como es sabido, desapareció igualmente de los archivos alemanes y, en este caso, no se trata de un documento, sino de todo un legajo. En nuestros días se roba fácilmente en los archivos. Y no parece que las autoridades responsables de la vigilancia de los depósitos se impresionen demasiado: no ha habido la menor investigación. La desaparición del dossier n.o 6 del Vaticano de los archivos alemanes es grave, desde luego, aunque reparable hasta cierto punto: quedan los de los ingleses y los de los americanos, de los cuales cabe esperar que no se hayan visto sometidos al pillaje como parecen haberlo sido los franceses y los alemanes, y que permitirán, sin duda, los reajustes necesarios. Quedan también los del Vaticano. Pero en lo que respecta a estos últimos existe la regla de los cien años de demora, sin contar con los posibles retrasos: actualmente se está en el año 1849. Para los archivos políticos, se entiende, no para las Acta Apostolicae Sedis que se publican en latín y casi al día. Creo poder afirmar que en virtud de las polémicas provocadas por El Vicario, se hará una excepción para el período nazi y ya se está trabajando en ellos [...](49), aunque el paso por el trono de Pedro del que es llamado ya "el bueno de Juan XXIII" no ha contribuido a facilitar las cosas, ni a activarlas.

Existen también los archivos rusos, pero, dadas las costumbres de los rusos en materia de historia, no hay que contar con ellos, al menos antes de que transcurra cierto tiempo.

Volviendo al documento Gerstein, el caso es mucho más grave: el documento no se refiere a ninguna gestión diplomática, y si el original de sus declaraciones en dos idiomas (50) ha desaparecido, no queda ya ningún rastro de él. Hasta el punto de que nunca podrá comprobarse su autenticidad. Queda una de sus dos versiones, la alemana, hecha pública por el historiador alemán Rothfels, pero esa versión, muy sospechosa ya en virtud de las modificaciones ingenuamente confesadas por unas notas de pie de página, carece de todo valor probatorio. Queda también la versión francesa hecha pública, en la barra del Tribunal de Jerusalén (51), pero, si el original ha desaparecido, la tal versión, a pesar del valor jurídico que le concedió el Tribunal de Jerusalén, no tiene ningún valor histórico: los procesos por brujería de la Edad Media están llenos de testimonios de ese tipo. Y, por otra parte, subsisten las diferencias que presenta con la versión alemana de M. Rothfels.

4. Queda ahora el hombre que fue el SS Kurt Gerstein. Cuando se habló de él por primera vez en el Tribunal de Nuremberg, el 30 de enero de 1946, estaba muerto; la fecha de su muerte se da como conocida: el 25 de julio de 1945. Pero se ignora dónde murió y lo que ocurrió con su cadáver (52), lo que hace que la fecha de su muerte resulte dudosa. Sobre las circunstancias de aquella muerte: detenido en Rottweil (Alemania) por unos soldados franceses a su llegada, habría sido entregado a la policía militar americana, la cual, después de haberle interrogado, le habría entregado a la policía militar francesa que a su vez le habría enviado a una prisión militar de París para un interrogatorio complementario. Se ignora a qué prisión fue enviado: el documento sobre el cual nos apoyamos se limita a decir: "la prisión militar de París", sin especificar nada más (53). En aquella desconocida prisión militar (54) se le habría encontrado muerto, una mañana, ahorcado. Después, nada: Noche y Niebla. Nos encontramos en la época de las desapariciones misteriosas de documentos, de hombres e incluso de cadáveres, y pronto resultará más fácil reconstruir lo que sucedió veinte siglos antes de Jesucristo entre los esquimales o los hotentotes, que lo que sucedió la semana última en París. ¿Qué fue del SS Kurt Gerstein después del 4 de mayo de 1945? Se ignora por completo, aunque no está descartada la posibilidad de que llegue a saberse: tal vez bastaría apelar al testimonio de los dos oficiales americanos que le interrogaron, cuyos nombres y direcciones son conocidos. Digo tal vez. Supongamos que el SS Kurt Gerstein hubiera dicho lo que figura en el documento que lleva su firma -- ¡si es la suya!- presionado por un interrogatorio demasiado violento, y que hubiera muerto a manos de aquellos oficiales en el propio Rottweil. En tal caso, el traslado a aquella misteriosa prisión militar de París no sería más que una pura invención destinada a ocultar el crimen.

En todas las otras hipótesis imaginables, los oficiales en cuestión hablarían y, partiendo de lo que habían hecho con Gerstein después de haberle interrogado, se podría, pasa a paso, reconstruir el itinerario que le condujo a la muerte, determinar las circunstancias de aquella muerte, tal vez incluso recuperar su cadáver y, con ello, aclarar la autenticidad del documento que le es atribuido.

Hasta ahora, precavidamente, nadie ha interrogado a aquellos oficiales. De no hacerlo, ahora que el documento ha desaparecido, equivaldrá a decir que no ha existido nunca.

Y, a pasar de toda la competencia de M. Rolf Hochhuth y de sus partidarios para las verdades históricas, El Vicario no se apoya ya en nada.

Se comprende, por tanto, que cada vez que alguien ha intentado llevarles a un terreno que es el propio de la historia, hayan escurrido el bulto.

IV. Los testigos de choque.

En cambio, hay un terreno en el cual los partidarios de M. Roff Hochhuth han sido gnerosos, hasta la indecencia: el de los testigos de choque. Toda una pléyade de nombres ilustres: Albert Camus, François Mauriac, Albert Schweitzer, Thomas Mann, etcétera.

En una conferencia pronunciada entre Dominicos, el 28 de noviembre de 1945, Albert Camus, refiriéndose a Pío XII, había dicho:

"Hay una voz que me hubiese gustado oir durante aquellos terribles años. Me han dicho que habló. Pero compruebo que las palabras que dijo no llegaron hasta mí" (55).

Albert Camus, Premio Nobel: todo un personaje. Pero nos atrevemos a decir, modestamente, que si hubiera que borrar de la historia todo lo que Albert Camus no vio ni oyó, no quedaría en ella gran cosa. Viendo las cosas de ese modo, él mismo sería borrado de la historia por un número muy apreciable de personas. Albert Camus fue, sin duda, un gran filósofo, pero no lo demostró expresándose de aquel modo.

Por su parte, el gran escritor Francois Mauriac, también Premio Nobel, escribió en un prólogo a un libro de M. Léon Poliakov (56):

"No tuvimos el consuelo de oir al sucesor del Galileo, Simón Pedro, condenar claramente, concretamente y no por medio de alusiones diplomáticas, la crucifixión de esos innumerables "hermanos del Señor". Al venerable cardenal Suhard, que tanto hizo en la sombra por ellos, le pedí un día, durante la ocupación: "Eminencia, ordenad que se rece por los judíos..." El cardenal levantó los brazos al cielo: no cabe duda de que el ocupante tenía medies de presión irresistibles y que el silencio del Papa y de la jerarquía era un espantoso deber; se trataba de evitar males peores. Pero queda el hecho de que un crimen de aquella envergadura recae en parte no despreciable sobre todos los testigos que no gritaron, fueran los que fuesen los motivos de su silencio."

M. Alexis Curvers ha contado muy espiritualmente (57) las vicisitudes de ese texto, del cual M. Rolf Hochhuth sólo había retenido la primera frase. La falsificación, en cuanto al sentido, es evidente. Cogido en flagrante delito por el R. P. Marlé (58) que fue el primero en observarlo, los editores terminaron por dar el.texto completo en varias ediciones. Pero yo poseo un ejemplar alemán en el cual el editor, no pudiendo efectuar la corrección sin alterar toda la compaginación del libro, se ha limitado a eliminar todos los exergos, y así resulta que el Avant-Propos de M. Irwin Piscator empieza en medio de un párrafo. En compensación, la edición americana que ha restablecido el texto integral de Frangois Mauriac incluye, además, una carta del Dr. Albert Schweitzer. ¡Lo único que le faltaba a la gloria de M. Rolf Hochhuth!

Para terminar con Francois Mauriac, he aquí cómo juzga Alexis Curvers su testimonio:

"El Cardenal, afortunadamente para M. Mauriac, no ordenó las rogativas públicas que el escritor reclamaba; sin embargo, publicó una protesta, cosa que no hizo M. Mauriac; actuó en "la sombra", lo cual no impide a M. Mauriac declararle a la vez venerable y responsable del crimen.
"A pesar de los medios de presión irresistibles del ocupante, a pesar del espantoso deber del silencio, y a pesar de los males peores que se trataba de evitar, M. Mauriac exigía del Papa, de la jerarquía y de todos los testigos, un grito que él se cuidó mucho de no emitir, pero que, veinte años después, iba a servir de tema obsesivo para la campaña contra Pío XII, contenida por entero en esas cuatro frases de M. Mauriac."

No puede definirse mejor la actitud de Frangois Mauriac. Sin embargo, hay que añadir que en la época de los hechos, Frangois Mauriac estaba mucho más preocupado por lo que se decía en Vichy y por las disposiciones acerca de él mismo del teniente Heller de la Propaganda-Staffel, que por lo que se decía en el Vaticano. Virtud del "sonido casi intemporal" (57) de una voz: cubre a todas las demás.

De la carta que el doctor Albert Schweitzer escribió desde Lambarene, el 30 de junio de 1963, al editor alemán de M. Rolf Hochhuth, sólo retendremos las tres proposiciones esenciales:

1. "Como testigo activo del fracaso de aquella época (la de la persecución de los judíos), creo que debemos preocuparnos del problema planteado por aquel acontecimiento histórico."

Así nos enteramos de que el doctor Schweitzer ha sido un testigo activo. ¿Contra quién? Contra Hitler, huelga decirlo. Veinte años después, conviene saberlo.

2. "A fin de cuentas, la Iglesia católica no es la única responsable: la Iglesia protestante también lo es. Pero la Iglesia católica tiene una mayor responsabilidad, porque representaba una potencia organizada, supranacional, muy bien situada para hacer algo, en tanto que la Iglesia protestante era nacional, impotente y estaba desorganizada."

El doctor Albert Schweitzer es protestante y no puede sorprender a nadie que abogue por su Iglesia. Sin embargo, debemos señalarle que, en Alemania, la Iglesia protestante representaba una fuerza mucho más poderosa (de 40 a 45 millones de adeptos) que la Iglesia católica (de 20 a 25 millones), y que sus pastores no se distinguieron precisamente en 1933 por sus esfuerzos para evitar que Hitler ascendiera al poder, en tanto que el Episcopado católico aconsejó que se votara contra él.

3. "La aparición de El Vicario resulta significativa. No es solamente la condena del silencio de una personalidad histórica, no es solamente un veredicto histórico, sino también un aviso a nuestra época, la cual se abandona a una vida totalmente desprovista de humanidad."

¿Un veredicto histórico? La idea de que la historia emite veredictos está bastante difundida en los tristes tiempos que corren. Pero el emitido en tales términos por el doctor Schweitzer, que no teme identificar a M. Rolf Hochhuth con la Historia, no dejará de participar de aquella mediocridad. A nadie puede escapar el carácter común de esas tres proposiciones: la primera es una propaganda para su persona como "testigo activo"; la segunda es una propaganda para su Iglesia, "también culpable" , desde luego, pero mucho menos que la Iglesia católica; y, en cuanto a la tercera, es una discreta alusión a la empresa que dirige en Lambarene, y que por medio de una propaganda muy bien enfocada ha sabido utilizar para aparecer a los ojos de un mundo intelectualmente desquiciado como el compendio de las virtudes humanitarias, pero que, a los ojos de un gran número de mentes sanas aparece cada vez más como una empresa casi úni camente comercial (58).

Basta leer Les Mots (59), esa obra maestra de Jean-Paul Sartre, el cual desciende de los Schweitzer por línea femenina, y que en consecuencia les conoce bien, para no dudar de que el sentido de la publicidad, confirmado por M. Morvan Lebesque en un reportaje (60) que hizo en Lambarene, se transmite hereditariamente.

El caso de Thomas Mann es un poco distinto: aquel escritor alemán que se hizo famoso en 1901 (a la edad de 26 años) por una notable novela de análisis social, Los Buddennbrook, había llamado la atención de los círculos intelectuales franceses en 1914 por la influencia que ejerció en los medios intelectuales alemanes en favor de la Primera Guerra Mundial (61). Hay que creer que la guerra era en él una necesidad: a partir de 1933 se puso al servicio de la Segunda. Sin embargo, en un cuarto de siglo sus motivos filosóficos habían dado un giro completo: del pangermanismo había pasado al antinazismo. Pero tuvo la precaución de dejamos la tarea de aplastar al nazismo, ya que a los primeros síntomas de peligro se apresuró a poner a salvo su valiosa persona en los Estados Unidos.

Un gran escritor, en suma (también Premio Nobel), pero un vulgar vocinglero. En virtud de lo cual, contrariamente a sus codignatarios de la libre academia sueca que se limitaron a generalizar, a posteriori¡, sobre el horror de unos hechos de los cuales no tenían el menor conocimiento, Thomas Mann se pronunció, mientras se desarrollaban, al nivel de su materialidad que él garantizaba: a pesar de su lejanía física, era el testigo más directo de lo que pasaba en Europa. Así, disponiendo mensualmente de ocho minutos en las antenas de la B.B.C., se dedicó a informarnos de un modo muy concreto acerca de los menores acontecimientos de Polonia, y fue el primero en señalar, en noviembre de 1941, las matanzas de judíos y de polacos, y luego, en enero de 1942, el exterminio de los judios holandeses por medio del gas (62).

Ignoramos cuáles eran las fuentes de información del difunto Thomas Mann. Es posible que fueran las mismas que las de un tal Ralf Feigelson, el cual resume así, fechándolas, todas las informaciones llegadas de Polonia:

"Desde las primeras matanzas en masa al Este de Europa, los resistentes judíos y polacos habían alertado a la opinión mundial. A finales de 1941, la Resistencia de Lodz informó a Londres acerca de los acontecimientos de Chelmno. El 16 de marzo, el 31 de agosto y el 15 de noviembre de 1942, fueron enviados tres informes desde Varsovia. En abril de 1943, el ghetto de Byalistock lanza un S.O.S. Aquellos gritos de alarma, que llegaron a su destino ... " (63).

Que yo sepa, no existe ningún rastro de una información destinada a Londres acerca de lo que sucedía en Chelmno . Pero es posible que una carta de M. Riegner, representante del Congreso Mundial Judío en Ginebra, a la embajada de los Estados Unidos en Berna, con fecha de 8 de agosto de 1942 (64), se base en el informe salido de Varsovia el 16 de marzo. El problema que se plantea es únicamente el de saber en qué fecha fue informado el Vaticano y cuál fue su reacción. Lo que puede afirmarse con certeza es que, por primera vez, unos hechos concretos fueron llevados a su conocimiento el 26 de septiembre de 1942, a, través de una carta de M. Myron Taylor, representante personal del presidente Roosevelt cerca del Papa, al Secretario de Estado Monseñor Maglione (65). En ella se trata de la liquidación del ghetto -- de Varsovia, en BeIzec, de matanzas, de deportaciones a cuarenta personas por vagón hacia Lituania, Lublin o Theresienstadt, etc. Se dice también que "los cadáveres son utilizados para la fabricación de grasas", pero no se habla de cámaras de gas. Esas informaciones son facilitadas por la carta como procedentes de la Agencia judía de Ginebra, con fecha de 30 de agosto de 1942.La Agencia en cuestión dice haberlas obtenido de "dos testigos oculares de toda confianza (arios), uno de los cuales llegó de Polonia el 14 de agosto", pero no se cita el nombre de los testigos.

Monseñor Maglione contestó el 10 de octubre de 1942 y, según nos dice M. Tittmann, principal colaborador de M. Myron Taylor, su respuesta se produjo en los siguientes términos:

"Después de agradecer al embajador Taylor el haber llevado el asunto a la atención de la Santa Sede, la nota (de Monseñor Maglione) declara que unos informes procedentes de otras fuentes y relativos a las severas medidas adoptadas contra personas no-arias han llegado también a la Santa Sede, pero que, hasta el momento presente, no ha sido posible comprobar su veracidad ... " (66).

Se comprende perfectamente que la Santa Sede experimentara la necesidad de comprobar la veracidad de aquellas informaciones. Y se comprende también que, el 5 de enero de 1943, en una entrevista que sostuvo con el mismo M. Tittmann, Pío XII pudiera declararle que "temía que los informes de atrocidades señaladas por los Aliados fueran fundados... pero que su impresión personal era la de que habían podido ser exagerados hasta cierto punto, con fines propagandísticos"..

En aquella fecha había sido publicada la declaración interaliada sobre la suerte de las poblaciones judías de Europa transportadas al Este. Se trata de la puesta en práctica de "la intención, repetida a menudo por Hitler, de exterminar a la población judía de Europa", de su transporte en unas espantosas condiciones de brutalidad y de horror", de las "personas físicamente sanas lentamente exterminadas por el trabajo en los campos" de los "enfermos condenados a morir por inanición", de las "víctimas cuyo total se eleva a centenares de miles" (67), pero tampoco se habla para nada de cámaras de gas. Conociendo por M. Myron Taylor las dudosas fuentes de las informaciones repetidas en aquella declaración (68) Pío XII no podía dejar de experimentar la necesidad de comprobar su exactitud.

Lo que había dicho el difunto Thomas Mann sobre los exterminios por medio del gas, a partir de enero de 1942, había pasado completamente inadvertido. Parece que la primera vez que se habló de ello, de modo que la autenticidad quedará acreditada en los medios gubernamentales y diplomáticos aliados, puede fecharse en noviembre de 1943, con la aparición en Lonlres de un libro de un profesor israelita de Derecho de la Universidad, de Varsovia que se había refugiado en la capital inglesa en 1939: Axis Rule in occupied Europe, de Rafael Lemkin. Sin embargo, aquel libro fue acogido con muchas reservas: hay que convenir queaquellos millones de judíos sistemáticamente exterminados en unas cámaras de gas constituían un hecho difícilmente creíble, especialmente cuando la acusación era formulada por un hombre cuya calidad de testigo no era más aceptable que en el caso de Thomas Mann. Londres, de todos modos, no parece haber realizado ninguna gestión diplomática al respecto.

Existe también el informe del Dr. Reszö Kasztner, presidente del Comité de Salvación de ¡os judíos de Budapest, el cual se refiere a las matanzas de judíos en el Este europeo, conocidos por su autor a finales de 1942, y a las cámaras de gas, cuya existencia llegó a su conocimiento en el verano de 1943. En esta ocasión se trata de un testigo directo en lo que respecta a Hungría y, a través de un servicio de información que él mismo había creado, un testigo de segunda mano en lo que respecta a Eslovaquia, Bohemia-Moravia, Polonia, Rumania y Austria. Hungría no fue invadida por las tropas alemanas hasta el 19 de marzo de 1944. Hasta entonces, el doctor Reszö Kasztner estuvo en comunicación completamente libre con una organización judía paralela a la suya cuya sede se encontraba en Constantinopla, capital de Turquía, país neutral donde los judíos no fueron nunca molestados. No parece que después de la invasión de Hungría los alemanes cortaran la comunicación entre los judíos de Budapest y los de Constantinopla, sino todo lo contrario (69). Desde finales de 1942 hasta la invasión de Hungría por las tropas rusas, por tanto, el doctor Kasztner informó a la organización judía de Constantinopla de todo lo que sabía o creía saber. A partir de allí, ¿qué pasaba con las informaciones transmitidas? Se ignora. Cuando, el 18 de mayo de 1944, Joél Brand-, enviado a los aliados por Eichmann para tratar del cambio de un millón de judíos por diez mil camiones, llegó a Constantinopla, la primera pregunta que le formularon sus corresponsales judíos turcos fue la siguiente: "¿Es cierto que han empezado las deportaciones?" (70). Inmediatamente comprobó que mantenían unas relaciones muy superficiales con las embajadas inglesa y norteamericana. Y cuando les habló de enviar un telegrama, la respuesta fue: "No es tan sencillo como parece... Ni siquiera estamos seguros de que nuestros telegramas lleguen a su destino, o de que no sean falsificados".(71). Joel Brand les contó entonces lo que sucedía y no le creyeron. Habiendo conseguido entrar en contacto con Lord Moyne, responsable inglés para Palestina, el representante británico le hizo encarcelar como impostor (72). Finalmente, el informe Kasztner no fue redactado por su autor, en aquella época refugiado en Suiza, hasta el verano de 1945, tomado en consideración oficialmente por primera vez el 13 de diciembre de 1945 por el Tribunal de Nuremberg (73) y hecho público, en idioma alemán, en una versión muy distinta al original, en el curso del año 1961, por el editor Kindler, de Munich, durante el proceso Eichmann (74).

Resulta difícil sostener que Pío XII pudiera estar mejor informado que los Aliados. Pero, cuando menos, se replicará, pudo haber confiado en los Aliados y aceptar sus informaciones tal como le fueron transmitidas, especialmente la carta de M. Myron Taylor del 26 de septiembre de 1942 y la resolución aliada del 18 de diciembre de 1942 (75). ¿Y por qué no había de demostrar, con respecto a aquellas informaciones, la misma reserva que los propios aliados manifestaban con respecto a sus informadores?

Tenía que efectuar comprobaciones. Pero, ¿de qué medios disponía? Sus Nuncios, simplemente. Sin embargo, no tenía Nuncio en Polonia, por haberse negado a reconocer aquel Estado en los límites a los cuales lo había reducido Hitler. Tenía Nuncios en Eslovaquia, en Hungría, en Ankara, etc., es cierto. Pero cada vez que aquellos Nuncios le señalaron alguna exacción, se informó y les dio instrucciones en el sentido de una gestión de protesta. El lector conoce ya la suerte corrida por todas las protestas del Vaticano, que llenaban los cajones del despacho de M. von Ribbentrop. Joel Brand da cuenta de repetidas intervenciones del Papa, sea directamente, sea a través de sus Nuncios, en Eslovaquia en 1941, 1942 y 1943, y en Hungría de mayo a junio de 1944 (76). He aquí, ahora, la suerte corrida por una intervención de Monseñor Orsenigo, Nuncio en Berlín, cerca del propio Hitler.

"Hace unos días -- dice el Nuncio --, tuve la misión de ir a Berchtesgaden, donde fui recibido por Hitler. En cuanto abordé la cuestión de los judíos y del judaísmo, la entrevista sufrió un cambio radical. Hitler me volvió la espalda, se acercó a una ventana, empezó a repiquetear con los dedos en uno de los cristales. Mi situación se hizo muy penosa, obligado a exponer mi petición a un interlocutor que me daba la espalda. Sin embargo, dije lo que tenía que decir. Hitler se volvió bruscamente, se dirigió a una mesa sobre la cual había un vaso lleno de agua. Cogiendo el vaso, lo estrelló furiosamente contra el suelo. Ante aquel gesto altamente diplomático, tuve que considerar mi misión como terminada" (77).

Lo que es seguro -- y lo que se le reprocha a Pío XII, es que sus intervenciones sólo estaban basadas en hechos comprobados por sus propios servicios de información, que siempre eran formuladas por vía diplomática (el propio M. Jacques Nobécourt observa a propósito de Pío X que un Papa no dispone de otros medios (78): ¿por qué no había de ser válido para Pío XII lo que era válido para Pío X?), y que siempre habían tenido el carácter de "prote"stas contra todas las atrocidades, vinieran de donde vinieran", como aquellas, por ejemplo, que formuló a los ingleses y a los americanos a propósito de los bombardeos aéreos contra las poblaciones civiles. Era la única forma de protesta -- compatible con su misión apostólica de , en una encrucijada que nos recuerda el problema de la Sabina desgarrada entre su hermano y su esposo, lanzados uno contra uno por los ancianos de los dos bandos.

El Papa reaccionó contra la guerra; no tenía por qué reaccionar contra sus consecuencias particulares para uno solo de los dos bandos, en detrimento del otro.

Pero esta puntualización sobre lo que Pío XII supo y en qué fechas, no perseguía más objetivo que el de permitir apreciar en su justo valor a los "testigos de choque" de M. Rolf Hochhuth y sus consortes. Y de poner en evidencia que se puede ser a la vez un talento consagrado, y, moralmente, un hombre insignificante. Excepción hecha, naturalmente, del doctor Schweitzer, cuya "consagración" no se debe a un talento literario, sino únicamente a un exhibicionismo hábilmente puesto al servicio de un agudo sentido comercial.


V. Saül Friedländer y los archivos alemanes.

Uno de los numerosos fiscales de la causa merece una mención especial: el último de entrar en liza, M. Saül Friedländer, citado ya varias veces en estas páginas. Ciudadano israelita nacido en Praga, M. Saül Friedländer se benefició, mucho antes de que apareciera su libro Pío XII y el Tercer Reich (79), de una campaña publicitaria sin precedente para un autor, y que dio la impresión de que se había lanzado al estudio de los documentos alemanes relativos al asunto del Vicario del mismo modo que un lobo soltado en un corral. Iba a pulverizar a todos los que dudaban de lo fundamentado de la tesis de M. Rolf Hochhuth.
He aquí el resultado:
1. Un libro de 238 páginas en 160, cuyas dos terceras partes, aproximadamente, están ocupadas por comentarios del autor, por documentos de fuentes distintas a la alemana (agencia judía, archivos israelitas, ingleses, americanos), por citas de otros autores (Poliakov, Nobécourt, etcétera), y por un epílogo de Alfred Grosser. Lo cual nos lleva a la conclusión de que el dossier del Vaticano en los archivos alemanes, que ocupa un centenar de páginas de pequeño tamaño, es muy reducido. Y las relaciones entre el Vaticano y el Tercer Reich muy limitadas. M. Saül Friedländer, es cierto, nos dice que sólo ha encontrado cinco dossiers en el quinto de los cuales se menciona un sexto que ha desaparecido. ¿Y si ese sexto mencionaba un séptimo, un octavo, etc.? Aquella desaparición de documentos, cuyo número no se puede calcular, obliga al autor a limitar su investigación al 16 de octubre de 1943, habiéndola empezado deliberadamente a partir del 3 de marzo de 1939; sin embargo, los contactos entre Pío XII y el Tercer Reich se iniciaron, cuando el Papa no era más que el Cardenal Secretario de Estado Pacelli, el 30 de enero de 1933 y continuaron hasta abril de 1945, por lo que resulta que la investigación sólo abarca cuatro años y medio de un período que duró doce años. Limitado en el tiempo, lo es asimismo en su campo: M. Saül Friedländer nos presenta a Pío XII, no a través del dossier del Vaticano en el Ministerio de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, sino únicamente a través de la correspondencia de su embajador en el Vaticano con el Secretario de Estado. de aquel Ministerio. Por añadidura, sólo nos ofrece los informes del propio embajador o de sus colaboradores, nunca los textos de las instrucciones que los motivaron. En tanto que la tendencia de los historiadores modernos es, cada vez más, la de volver a situar les hechos en su marco histórico en el plano del tiempo y del espacio para alcanzar un máximo de objetividad, la de M. Saül Friedländer consiste en aislarlos tanto como sea posible de aquel marco.

2. La limitación de su investigación en el tiempo permite, al iniciarla el 3 de marzo de 1939, pasar en silencio las relaciones entre Pío XII y el Tercer Reich durante todo el período que va desde el 30 de enero de 1933 al 3 de marzo de 1939. Y he aquí lo que nos da:

El 3 de marzo de 1939, el Consejero Du Moulin, jefe de los Asuntos Vaticanos en el Ministerio de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, redacta la ficha del Papa elegido la vispera; en ella se lee: "... No puede reprochársele, pues, el haber colaborado en la política de fuerza de Pío XI... Con toda su energía, se ha opuesto a la política de los intransigentes y ha tomado el partido de la comprensión y de la reconciliación". (80). Sin embargo, el mismo día, en Francia, Le Populaire (periódico socialista) y L'Humanité (periódico comunista) se felicitan por la elección de un Papa antifascista y antinazi. El Consejero Du Moulin había olvidado por completo la campaña de la prensa alemana contra el cardenal Pacelli, a raíz de su viaje a Francia en 1937, y especialmente el famoso apóstrofe del Angriff (81), periódico de Goebbels: "Pío XI es medio judío, Pacelli lo es del todo".. Por otra parte, se sabe que el verdadero *autor de la encíclica Mit brennender Sorge del 14 de marzo de 1937, que constituye una condena implacable del nazismo, es el cardenal Pacelli, futuro Pío XII, aunque la encíclica estuviera firmada por Pío XI. Lo que el Consejero Du Moulin había olvidado, lo sabemos por Monseñor Paganuzzi, íntimo colaborador de Pío XI y de Pío XII, que lo declaró al semanario italiano Vita en estos términos:

"El Papa les dio a leer el texto definitivo de la encíclica, pidiéndoles su opinión y comentarios. Los dos cardenales felicitaron al Papa por la justa denuncia de los errores nazis y la repulsa circunstanciada de posiciones contrarias a todos los principios morales y a la ley natural y existente, subrayando que aquellas posiciones nazis eran las responsables del estado precario de las relaciones entre la Iglesia y no solamente el Reich sino el conjunto del catolicismo alemán.
"El anciano Papa se alegró visiblemente por los cumplidos y la aprobación de los dos cardenales alemanes. En un momento dado, señalando con el dedo al Cardenal Pacelli y tras una breve pausa para subrayar lo que iba decir (Pío XI) declaró lentamente: "Dadle las gracias a él... Lo ha hecho todo... Ahora es él quien lo hace todo"" (82).

Y la prueba irrefutable ha sido suministrada por La France catholique, que ha publicado (83) la fotocopia de un fragmento de prueba de imprenta de aquella encíclica, en la cual figuran, no correcciones tipográficas, sino correcciones de autor de puño y letra del Cardenal Pacelli.

Finalmente, sabemos por el R. P. Leiber que, habiendo firmado el Tercer Reich un Concordato con el Vaticano, Concordato que fue violado al día siguiente de su firma e innumerables veces con posterioridad, todas las protestas del Vaticano contra aquellas repetidas violaciones (84) son de puño y letra del Secretario de Estado Pacelli, el único, por otra parte, que en su calidad de padre del derecho concordatorio establecido por él, podía formularlas propiamente. Y, según La Documentation catholique, que cita las Acta Apostolicae Sedis, la Suprema Congregación del Santo Oficio condenó a iniciativa suya libros como El Mito del Siglo Veinte, de Alfred Rosenberg, La Iglesia Nacional Alemana sobre el mismo tema del mito de la raza y de la sangre, de E. Bergmann, La Emigración de los Judios a Canaan, del abate Schmidtke, profesor de la Facultad de Teología de Breslau, etc., y decisiones del gobierno del Reich tales como la esterilización de las personas víctimas de enfermedades hereditarias y la eliminación (eutanasia) de los enfermos incurables que constituyen una pesada carga para la sociedad. El método seguido por M. Saül Friedländer le permite pasar todo eso en silencio y presentarnos a un Pío XII que no tiene de común con su verdadera figura histórica mucho más que el que nos presenta M. Rolf Hochhuth. Ello le permite incluso escribir: "Unicamente los archivos del Vaticano podrían revelar si los sermones de Monseñor Galen, obispo de Münster, que en agosto de 1941 se pronunció públicamente contra la eliminación de los enfermos mentales y obligó a Hitler a rectificar la acción que había emprendido, se debieron a instrucciones del Papa o fueron una iniciativa personal del obispo". (85)
Lo que demuestra que ni siquiera ha leído aquellos sermones, los cuales se refieren de un modo absoluto a la decisión de la Suprema Congregación del Santo Oficio del 2 de diciembre de 1940, que tiene el valor de una "instrucción del Papa", y que, en este caso lo era, ya que fue adoptada bajo su pontificado.
El mismo método, finalmente, le permite pretender que: "Se recordará, sin duda, que el antiguo Nuncio en Munich y en Berlín fue el iniciador del concordato entre la Santa Sede y el Tercer Reich..." (86), sin darse cuenta de que él mismo cita un documento en el cual se dice que "el concordato con el Reich había sido el resultado de un deseo expresado por Alemania"(87).
3. La limitación de la investigación a los informes de un embajador permite observaciones como ésta: al mismo tiempo que M. Tittman, de la misión Roosevelt en el Vaticano, se declara de acuerdo con el Papa acerca de las respuestas que le ha dado a propósito de su mensaje de Navidad de 1942, y especialmente cuando le dice que aquel mensaje "debía ser bien acogido por el pueblo norteamericano", el embajador alemán Bergen -- que permaneció en su puesto en el Vaticano hasta el 4 de julio de 1943- se felicita cerca de su gobierno de que aquel mismo Papa no haya cedido a las solicitudes de los anglosajones en el sentido de condenar únicamente los crímenes nazis. De modo que a juzgar por los informes de los dos embajadores, todo el mundo debía sentirse satisfecho con aquel mensaje de Navidad de 1942... Sin embargo, sabemos perfectamente que la realidad era muy distinta: en efecto, todo el mundo quedó descontento, los alemanes porque el mensaje era demasiado concreto, aunque el embajador les demostrara que aquello no era grave, subrayando la cordialidad con que había sido recibido por el Pap, o las "informaciones de fuentes autorizadas que permitiían afirmar que el Papa estaba de corazón al lado de las potencias del Eje" (88); y los americanos porque el mensaje no era bastante concreto, aunque su embajador les dijera que era suficientemente claro, lo cual daba a entender que él no dudaba de que se marchaba por el buen camino y que se alcanzaría el objetivo deseado.

Hay que desconfiar de los informes de los embajadores. Todos los historiadores saben que un embajador está preocupado especialmente en hacer resaltar su actuación cerca del gobierno ante el cual está acreditado, y que la versión que da de un hecho relacionado con la política exterior de su propio gobierno, así como de las reacciones que provoca en el del país donde desempeña su cargo, no tiene valor más que por comparación con los informes de las otras embajadas del lugar sobre el mismo hecho y las mismas reacciones, y de ahí los intercambios de instrumentos diplomáticos que son la consecuencia de la actuación del embajador, si se ha visto coronada por el éxito. En el caso de Bergen y de su sucesor Weizsäcker, su misión fue un fracaso total, y por ello se comprende que se sintieran inclinados a cargar las tintas sobre el fracaso de los embajadores aliados, explicándolos por las simpatías del Papa hacia las potencias del Eje, a través de sus personas y debido a su actuación.

Pero, ¿cuál era la misión de un embajador de Hitler cerca de la Santa Sede? Acerca de ese extremo, estamos exactamente informados por el acta de la entrevista que M. von Ribbentrop en persona sostuvo en el Vaticano con Pío XII y luego con su Secretario de Estado Monseñor Maglione, el 11 de marzo de 1940: " El Führer -- dice Ribbentrop- opinaba que era factible un arreglo fundamental entre el nacional-socialismo y la Iglesia católica. En cambio, carecía de sentido tratar de arreglar las relaciones entre uno y otra abordando unos problemas separados de tal o tal género, o estableciendo unos acuerdos temporáneos. El Estado nacional-socialista y la Iglesia debían más bien desembocar en un momento dado en un arreglo general y fundamental de sus relaciones, el cual constituiría entonces una base permanente de cooperación armónica entre ellos. Además, no había que perder de vista que un arreglo entre el nacional-socialismo y la Iglesia católica dependería de una condición preliminar principal, a saber, que el clero católico de Alemania abandonara toda clase de actividad política y se limitara exclusivamente al cuidado de las almas, la única actividad que era de la competencia del clero. El reconocimiento de la necesidad de aquella separación radical no parecía ser aún la opinión unánime del clero católico alemán ( ... ). El clero católico tiene que hacerse a la idea de que, con el nacional-socialismo, ha aparecido en el mundo una forma completamente nueva de vida política y social" (89).

Está claro: se trata de una revisión del Concordato que deja al clero alemán cierta latitud política (especialmente por su artículo 31 sobre las organizaciones de juventudes), insoportable para Hitler. Si bien se muestra de acuerdo sobre "los hechos concretos tal como los ha mencionado el ministro", Pío XII no le sigue por aquel camino y "trata de encauzar la conversación hacia ciertos problemas específicos y ciertas quejas de la Curia", pero el ministro le interrumpe "subrayando una vez más la necesidad de un arreglo fundamental y general del conjunto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado".

La misión del embajador Bergen y de su sucesor era, pues, la de inducir a Pío XII, si no a intercambio de instrumentos diplomáticos cuyo objeto sería una modificación del Concordato, al menos a una declaración susceptible de inducir al clero católico alemán a una renuncia al ejercicio de su influencia política y a la idea de que, con el nacional-socialismo, había hecho su aparición en el mundo una forma completamente nueva de vida política y social. En plena guerra, equivaldría a una toma de posición en favor de las potencias del Eje. Cuando Hitler y von Ribbentrop quedaron convencidos de que Bergen no tenía ya ninguna posibilidad de éxito, le sustituyeron por Weizsäcker.

Esto no impidió a Bergen destacar hasta el último momento el papel que había desempeñado en sus funciones: el día que recibió la orden de pedir el placet para su sucesor, escribió a su ministro una carta en la cual hablaba del desorden existente en el Vaticano, donde él era el único, "gracias a las relaciones íntimas que se había creado -- estaba en el Vaticano desde 1920 --, que podía conseguir algo efectivo, aunque de momento resultaba imposible". (90).

Von Weizsäcker, su sucesor, no tuvo tiempo de hacer sensible su fracaso a los ojos de Hitler.

Por otra parte, hay que desconfiar, no sólo de los informes de los embajadores, sino del estilo diplomático propio de los embajadores e incluso de los Jefes de Estado. Ejemplo: Pío XI, que suele ser opuesto a Pío XII por su antinazismo de buena ley, acogió a von Papen, a raíz de su llegada al Vaticano" para el asunto del Concordato, en estos términos: "Permitidme deciros cuánto me satisface ver en la persona de Hitler el gobierno alemán presidido por un hombre que ha tomado por divisa la lucha encarnizada contra el bolchevismo y el nihilismo". (91).

M. Max Gallo (92), por su parte, cita un número bastante considerable de afirmaciones de la misma naturaleza dirigidas a Mussolini. Son afirmaciones, que no tienen más valor que el de simples fórmulas de cortesía, lamentables, sin duda, pero inscritas en las buenas costumbres, como las de las anfitrionas al recibir a sus invitados (93). Ello no impide que todo el equipo del Vicario alabe la memoria de Pío XI y reniegue de la de Pío XII, el cual nunca dijo más, y tal vez ni siquiera tanto, ni a Hitler ni a Mussolini, ni mucho menos a sus representantes.

4. Finalmente, tenemos el estilo utilizado por M. Saül Friedländer para presentar su dossier. Reconoce que es muy incompleto, admite que los informes de los embajadores son sospechosos, que le faltan elementos de juicio, etc. Pero no por ello deja de opinar que los documentos que cita son, a pesar de todo, "muy significativos" tomados uno a uno, y, en cuanto al conjunto, cree que representa una "aportación importante" para el estudio de la cuestión, o es "de un innegable valor histórico para la comprensión de los acontecimientos"(94).

El destacar la "profunda simpatía (de Pío XII) por Alemania..." "que el régimen nazi no ha alterado", añade su compadre Alfred Grosser en su epílogo . Como si Francia no hubiera continuado siendo para Pío X a pesar del "padrecito Combes" "la hija mayor de la Iglesia" a principios de este siglo. La expresión "profunda simpatía por Alemania" y tantas otras del mismo sentido, son presentadas de modo que el lector traduzca "por el nazismo". Una pequeña prevaricación.

La atención especial dedicada a la carta de Pío XII a Hitler para informarle de su elección. Aquí, el autor cita a monseñor Giovanetti: "Por su extensión -- dice ese prelado- así como por los sentimientos que expresa (aquella carta) difería por completo de las otras cartas oficiales expedidas por el Vaticano en la misma fecha"(95). El comentario "sugiere" una simpatía especial hacia Hitler. Pero, aquella carta, ¿cómo podía dejar de ser "diferente a las otras cartas oficiales"? ¿Con qué otro Estado tenla el Vaticano problemas que arreglar tan graves como con Alemania? Ese es el sentido que hay que dar a la observación de monseñor Giovanetti.

Un modo de citar los textos: "En Noruega no hay más que 2000 católicos; por lo tanto, aunque juzga severamente el aspecto moral (de la invasión de Noruega por las tropas alemanas), desde el punto de vista práctico la Santa Sede tiene que pensar en los 30 millones de católicos alemanes"(96). Se cita al abate Paul Duclos, según el cual el texto ha sido extraído del Osservatore Romano, cuando lo cierto es que no ha sido extraído de aquel periódico, sino que procede de otro autor, M. G.-L. Jaray (97), el cual lo cita sin referencia. Se observa también que, después de haber calificado el texto de "cínico", el abate Paul Duclos añade que si ha sido extraído del Osservatore Romano, el texto sólo puede ser "obra de un sub-redactor y que ha escapado a la censura del periódico". Pero M. Saül Friedländer se ha guardado mucho de citar íntegramente.

Otra ipequeña prevaricación. Es sabido que el obispo von Galen, de Miinster, condenó la eutanasia, y que M. Saül Friedländer no sabe "si se trata de una iniciativa personal (del obispo) o de una instrucción del Papa" ; y se sabe también que si M. FriedIánder ignora que se debía a las instrucciones del Papa es porque no ha acudido a los textos, o porque, con la intención de insinuar, ha hecho como si no hubiese acudido a ellos. Pero, cuando el arzobispo Constantini pronuncia en la basílica de Concordia (provincia de Venecia) un discurso en el cual dice:"Esperamos de todo corazón que ese combate (el de los soldados alemanes e italianos en el frente ruso) nos traerá la victoria final y la destrucción del bolchevismo" pidiendo "la bendición de Dios sobre los que, en esta hora decisiva, defienden el ideal de nuestra libertad contra la barbarie roja" (98), la embajada de Berlín en el Vaticano informa a Berlín "que es imposible que (aquella alocución) no haya sido pronunciada de acuerdo con la Santa Sede"(99), sin citar la menor referencia, y M. Saül Friedländer llega a la conclusión de que "el Informe de Menshausen parece (sic) describir de modo bastante plausible (resic) la actitud adoptada por Pío XII"(100).

El mismo procedimiento es utilizado cuando se trata del Osservatore Romano: si, por casualidad, ese periódico publica una información acerca de la marcha de la guerra que le parece atacable, M. Saül Friedländer no deja nunca de observar que refleja la opinión del Papa; pero si publica un comunicado sobre un hecho a propósito del cual el Papa ha considerado que bastaba aquel comunicado, M. Saül Friedländer no deja tampoco de observar que el Osservatore Romano ha hablado, pero que el Papa se ha callado, lo cual "sugiere" que el periódico no refleja la opinión del Papa en aquel caso.

Hay que partir de los hechos: el 14 de marzo de 1937, el Vaticano condenó al nazismo (encíclica Mit Brennender Sorge) y el 19 del mismo mes al bolchevismo (encíclica Divini Redemptoris). Posteriormente, no habiendo sido introducida ninguna modificación en aquellas dos condenas (al menos las Acta Apostolicae Sedis no han dado fe de ninguna), es lógico creer que continúan siendo válidas en el mismo sentido en~ que fueron formuladas. Y es más lógico aún creerlo en lo que respecta a la del nazismo, renovada varias veces bajo Pío XI y Pío XII, lo cual no ocurre con la del bolchevismo. Sin embargo, M. Saül Friedländer presenta sus documentos de una forma tal que los comentarios que añade a continuación dicen expresamente lo contrario, es decir, que si bien Pío XII mantuvo íntegramente la condena formulada contra el bolchevismo por Pío XI, por miedo al bolchevismo, no cesó de desdecirse de la formulada contra el nazismo, no en principio sino de hecho, considerándolo como el único bastión eficaz contra la extensión del bolchevismo. Debidas a su pluma, se encuentran observaciones como ésta: "Pío XII no tomará nunca públicamente partido contra la Unión Soviética" (101). Pero, a partir de la entrada en guerra de Alemania contra Rusia, dice: "lo que preocupa a Pío XII es una posible extensión del bolchevismo gracias a la guerra" (102), o "desde la primavera de 1943, el temor de una bolchevización de Europa parece (sic) dominar las consideraciones políticas de la Santa Sede"(103), o "Pío XII temía una bolchevización de Europa más que cualquier otra cosa (más que el nazismo, por tanto, y esperaba que la Alemania hitleriana, reconciliada con los anglosajones, sería el bastión fundamental contra todo avance de la Unión Soviética hacia el oeste" (104).

Por desgracia, si bien esa tesis aparece como verosímil a través de los informes de los embajadores alemanes en el Vaticano, Bergen y Weizsäcker, ningún texto de Pío XII viene a corroborar los informes de aquellos dos embajadores, ni tampoco ninguno de sus actos.

Sin embargo, M. Saül Friedländer los encuentra. Por ejemplo, la alocución pronunciada por el Papa el 18 de octubre de 1939, cuando -- recibió al nuevo ministro de Lituania cerca de la Santa Sede:

" ... el deber mismo de Nuestro cargo no Nos permite cerrar los ojos cuando, precisamente para la salvación de las almas, surgen nuevos e inconmensurables peligros; cuando, sobre la superficie de la Europa cristiana en todos sus rasgos fundamentales, se alarga cada día más amenazadora y más próxima la sombra siniestra del pensamiento y de la obra de los enemigos de Dios " (105).

Conclusión de M. Saül Friedländer: "Monseñor Giovanetti, que cita esas palabras, escribe que el Papa aludía a la terrible amenaza del comunismo ateo y considera deber suyo señalar el peligro"(106).

Sin embargo, si acudimos a monseñor Giovanetti, veremos que sitúa aquellas palabras en el instante en que Polonia acababa de ser repartida entre Alemania y Rusia, los Países Bálticos se encontraban ahora directamente amenazados, y aquella "sombra siniestra del pensamiento y de la obra de los enemigos de Dios (que) se alarga cada día más amenazadora y más próxima" es la del nazismo y del bolchevismo. Como, hasta entonces, el bolchievismo no había sido problema para los Países Bálticos, de los cuales formaba parte Lituania, a cuya nación se dirige en la persona de su embajador, Pío XII no hace alusión a, como pretende M. Saül Friedländer, sino, dice Monseñor Giovanetti, "amplió su discurso a (...) la terrible amenaza del comunismo ateo, etc."(107).

De todos modos, hay una cuestión de matiz.

Ya que el hecho de que se "ampliara" al comunismo, no es obstáculo para que afecte también al nazismo, igualmente .

Vemos, una vez más, que la preocupación por citar los textos respetando sus términos y su sentido no abruma a M. Saül Friedländer.

De hecho, todos los discursos que Pío XII pronunció durante toda la guerra se sitúan, sin excepción, dentro del marco de las dos encíclicas, Mit Brennender Sorge y Divini Redemptoris, firmadas por Pío XI, y de la Summi Pontificatus, con la cual Pío XII inauguró su pontificado el 20 de octubre de 1939. Todos ellos condenan a la vez al nazismo y al bolchevismo, . Todos ellos revelan el deseo de no mezclarse en los litigios que oponen a los beligerantes. Todos ellos condenan las atrocidades de la guerra, "procedan de donde procedan". Todos ellos proclaman en nombre de la "salvación de la civilización cristiana" la necesidad del "retorno a los principios de la justicia y de la paz verdadera".

Satisfechos de que Pío XII no accediera nunca a condenar únicamente a Alemania -- tampoco se le ocurrió nunca condenar únicamente a los anglosajones-, los embajadores alemanes en el Vaticano interpretaron cada vez aquel modo de hablar como una prueba de simpatía hacia Alemania, atribuyéndola a su actuación personal. Y, cada vez, M. Saül Friedländer les ha allanado el cami no, concretando que aquella simpatía iba dirigida no solamente a Alemania, sino a la Alemania convertida en un bastión contra el bolchevismo porque era nazi. En realidad, el propio estilo de todos los discursos pontificales demuestra -- - como en el caso de la alocución al nuevo embajador de Lituania que acabamos de citar- que si Pío XII, que condenaba a la vez nazismo y bolchevismo como "enemigos de Dios" y "peligro para la civilización cristiana", temía algo, era que, tal como señala Weizsäcker en el único de los documentos de M. Saül Friedländer que vale la pena citar, "bajo el peso de los acontecimientos del Este, Alemania se decida, en definitiva, a echarse en brazos de los rusos", añadiendo que "la tesis según la cual los gobiernos alemán y ruso están ya en contacto es inarraigable en el Vaticano", (108). Aquella hipótesis significaba la subversión de la civilización cristiana, es decir, de Europa y del mundo entero, por el nazismo y el bolchevismo asociados. Y no podía dejar de ser una preocupación para el "Vicario de Cristo", al mismo nivel que la guerra y la paz.

6. Insistiremos, especialmante durante el análisis de la actitud de Pío XII ante la guerra, en algunos argumentos de M. Saül Friedländer relativos a la interpretación que él da de aquella actitud. Bastaba, de momento, que el lector quedara advertido de la fragilidad de su tesis fundamental según la cual, considerando a la Alemania nazi como un bastión de la civilización contra el bolchevismo, Pío XII no hizo nada por debilitarla y lo hizo todo para provocar un trastrueque de las alianzas. Es evidente, y así lo sostendremos, que después de no haber conseguido evitar que la guerra se abatiera sobre el mundo, hizo todo lo que estuvo en su mano para acortarla. Sin embargo, añadiremos aquí unas palabras más: si M. Saül Friedländer cree realmente que ha aportado elementos nuevos e inéditos suceptibles "de ayudar a la comprensión de los acontecimientos", se hace muchas ilusiones. Ya que bastaba con haber leído a Monseñor Giovanetti (LíAction du Vatican pour la Paix), al abate Paul Duclos (Le Vatican et la Seconde Guerre Mondiale), a François-Charles Roux (Huit Ans au Vatican), a Camille Cianfara (La Guerra y el Vaticano), a Michele Maccarrone ( Il Nationalsocialismo e la Santa Sede), para conocer, si no en el texto íntegro por lo menos en el contenido, y de modo a la vez mucho más objetivo y más concreto, no sólo todo lo que se dice en los documentos que nos presenta M. Saül Friedländer, sino mucho más.


VI. La Defensa

En esta polémica, y con muy pocas excepciones, la defensa no fue ni más substancial ni más brillante que la acusación. El motivo hay que buscarlo en el hecho de que no había comprendido el comportamiento de Pío XII y, en consecuencia, carecía de campo de batalla y de municiones, y no podía hacer más que dejarse arrastrar al terreno minuciosamente preparado que la acusación había escogido para aplastarla. En campo abierto y desarmada contra un enemigo sólidamente atrincherado y armado hasta los dientes... y que, por añadidura, había comprendido muy bien el comportamiento de Pío XII, tan moralmente asesino para él. En una palabra, la buena fe sin competencia, contra la mala fe ejercitada.

1 Al morir, sin embargo, Pio XII había legado a sus herederos espirituales una especie de fortaleza del pensamiento que, siguiendo los pasos de León XIII, Pío X, Benedicto XV y Pío XI, había contribuido a hacer casi inexpugnable: quiérase o no, la Iglesia romana no había alcanzado nunca un tal poder de irradiación. A la exquisita sensibilidad a propósito de la condición humana de que no había dejado de dar pruebas a partir de León XIII, se añadía, en materia de relaciones internacionales, una política de conciliación que, a partir de Pío X, la había hecho aparecer como inquebrantablemente apegada a la paz. En 1958, al advenimiento de Juan XXIII, quedaba en el recuerdo de los pueblos el hecho de que Pío X, a pesar de sus esfuerzos sobrehumanos, no consiguió evitar que estallara la Primera Guerra Mundial; que Benedicto XV no había logrado restablecer las relaciones intemacionales en 1916-1917 y, descartado del Tratado de Versalles, no tomó parte en la redacción de un texto que dio motivo a la Segunda Guerra Mundial; que Pío XI y Pío XII no habían dejado nunca de sugerir, por discretamente que fuera, la revisión de las perspectivas de la justicia entre las naciones;que el propio Pío XII no había conseguido evitar que estallara la Segunda Guerra Mundial, ni que se extendiera al mundo entero... ni acortarla. Muy abierta a la comprensión de los problemas sociales, a la muerte de Pío XII la Iglesia romana era, por añadidura, de todas las potencias que gobiernan el mundo, la única a la cual no se podía atribuir ninguna responsabilidad en ninguna de las dos guerras mundiales. Y, en lo que respecta a la segunda, todo el mérito de aquella no responsabilidad y del beneficio que la Iglesia extrajo de ella correspondía a Pío XII. Sin embargo, a los ojos de todos aquellos que, después de haber llevado a Hitler al poder en Alemania (y Pío XII no se encontraba entre ellos, ni mucho menos), no vieron más que la guerra como único medio de expulsarle de él (cabe preguntarse incluso si no llevaron a Hitler al poder a fin de tener ocasión de hacerle la guerra a Alemania y aplastarla de un modo más completo aún que en Versalles), así como a los ojos de las iglesias competidoras, en especial la protestante y la judía, Pío XII se convirtió en un Papa pronazi, del mismo modo que a los ojos de Clemenceau Benedicto XV era un "Papa tudesco", y por idénticos motivos.

Todo el problema del Vicario está ahí.

De aquellas alturas desde las cuales Pío XII, que se había encaramado a ellas aparentemente sin esfuerzo, pronunció tan a menudo palabras de auténtico "Vicario de Cristo" (109) acerca de la guerra y de la paz, que no pueden dejar de aparecer un día como otros tantos "Semones de la Montaña", sus defensores se han dejado arrastrar a una discusión, no de las atrocidades de la guerra, lo cual no hubiese constituido un descenso, sino únicamente de las atrocidades nazis, y aun éstas en la medida en que los judíos fueron sus víctimas. Como si una guerra sólo fuese una cuestión de atrocidades y no planteara, ante todo, unos problemas de justicia. Como si pudiera haber guerras sin atrocidades a uno y otro lado de la línea de fuego. Como si las Convenciones de Ginebra y de La Haya fuesen algo más que una estratagema de los conductores del juego para persuadir a la masa de los ingenuos de que existen posibilidades de humanizar la guerra y que, en consecuencia, declararla fuera de la ley no es más que un falso problema. Como si, finalmente, de los cincuenta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mundial, las víctimas no judías, de diez a veinte veces más numerosas y muertas en condiciones por lo menos tan atroces -- ¡incluso bajo el fuego de los Aliados! --, no ofrecieran el menor interés.

¿Cómo diablos ha podido producirse una caída semejante? En el fondo, la respuesta es bastante sencilla, y, dada la obligación de decir la verdad incluso a los amigos, los defensores de Pío XII me disculparán que se la diga en los términos crudos que me son habituales: en las horas sombrías de 1939, de abril a septiembre, mientras aquel Papa recién elegido se esforzaba en demostrar a los futuros aliados en la guerra contra Alemania que todos los problemas europeos podían aún resolverse de acuerdo con los principios de la justicia por medio de negociaciones del tipo de las que habían llegado a feliz término en Munich en septiembre del año anterior, la mayoría de ellos, aunque venerando a la vez al hombre y al cargo, estaban ya convencidos de que no existía otro medio para "acabar" con Hitler que el llegar a las manos con él. Y, en 1963, llevar el problema al terreno en que se había situado Pío XII significaba para ellos reconocer que no habían seguido al pastor y que se habían equivocado. Sin embargo, es muy humano no reconocer los propios errores; incluso los santos... Hay todo un pasado de la humanidad, que sigue impregnando las conciencias y que no permite que los hombres se den cuenta fácilmente de que la guerra es siempre evitable: muchos de los que se han sentido heridos por El Vicario y han saltado a la palestra para defender la memoria de Pío XII, de muy buena fe y sin darse cuenta de que no tienen nada en común con el pensamiento de aquel Papa, están todavía convencidos, a pesar de los cincuenta millones de víctimas, a pesar de los miles de millones derrochados, a pesar de una paz más frágil después que antes de la última contienda, de que la guerra ha tenido resultados muy favorables... Resumiendo, estoy dispuesto a hacer una apuesta: No parece dudoso que, si las relaciones entre el Este y el Oeste se agravaran hasta el punto en que se agravaron entre los ánglosajones y Alemania en 1939, Pablo VI hablaría a unos y otros con el mismo lenguaje que su predecesores, y no sería más escuchado ni más seguido que él. De lo cual se desprende que, después de esa próxima guerra, los defensores de un Pablo VI igualmente acusado se encontrarían también sin recursos.

En el caso de los de Pío XII hay, quizás, una excusa: su primera encíclica, Summi Pontificatus, no fue publicada hasta el 20 de octubre de 1939, cuando el daño ya estaba hecho. Pero hay también algo más grave, y es que aquel daño no era irreparable. Sin embargo, cuando el Papa vino a decirles que no había "ni griegos ni judíos", advirtiéndoles que "en muchos aspectos, venerables hermanos, Nuestra primera encíclica os llegará en la hora de las tinieblas (Lucas, XXII, 53)..." y que "los pueblos trágicamente envueltos en el torbellino de la guerra, tal vez sólo están en el comienzo de sus dolores (Mateo, XXVIII, 8), y en millares de familias reinan ya la desolación, la miseria y la muerte; la sangre de innumerables seres humanos, incluso no combatientes, ha sido vertida y clama al cielo ... ", etc., no le oyeron, así como tampoco le oyeron al año siguiente, de julio a octubre, cuando trataba de restablecer los puentes entre los beligerantes.

En aquella época, su Papa no era ya Pío XII, sino el lastimero Churchill y su coadjutor el no menos lastimero Roosevelt.

En suma, los defensores de Pío XII estaban tan avergonzados por sus pasadas actitudes en lo que respecta a la guerra, como sus acusadores, por motivos contrarios, estaban empeñados en justificar las suyas; éste es el motivo de que, por una y otra parte, se evitara el examinar el problema a fondo.

Los defensores de Pío XII no habían comprendido ni captado su pensamiento, que era el de defender la paz. Por lo tanto, sólo les quedaba como argumento el de demostrar que el Papa no había sabido casi nada acerca de las atrocidades nazis y que, en la medida en que había sabido, habla protestado siempre, sin más límite que la preocupación de no empeorar la suerte de las víctimas.

En ese terreno no podían dejar de ser los más débiles ante unos adversarios sin escrúpulos, cuyo argumento más honrado era la petición de los textos; unos adversarios que no se cansaban de afirmar que Pío XII no dejó de atestiguar su simpatía a la Alemania nazi y que, si en 1939 se había pronunciado contra la guerra fue en virtud de aquella simpatía y no por pacifismo, lo cual deshonraba sus esfuerzos en favor de la paz.

Los belicistas no tienen imaginación: en 1914, los antepasados de los de 1939 habían utilizado ya el procedimiento contra Pío X, cuyos esfuerzos en favor de la paz fueron interpretados por ellos como una prueba de simpatía hacia Francisco--José (debido a que, en 1903, había favorecido su elección al papado, oponiéndose a la del cardenal Rampolla), y en 1917 contra Benedicto XV (el "Papa tudesco" de Clémenceau). Pero, al dejarse acorralar contra la pared de las atrocidades nazis, y sólo de ellas, los defensores de Pío XII se habían negado a sí mismos la posibilidad de utilizar el argumento. Y, con su Papa, que no había sabido, no había podido, salvo a costa de provocar lo peor, se limitaban a contestar con flechas a unas bombas atómicas.

Es cierto, repitámoslo, que Pío XII no había sabido. Pero el argumento era muy pobre, puesto que el problema no consistía en eso. Es cierto también que siempre tuvo la preocupación de evitar lo peor y que ése fue el motivo de su "reserva" -- el vocablo es del propio Pío XII -- pero eso era precisamente lo que se le reprochaba. "A veces hay que tener el valor de preferir lo necesario a lo útil", ha llegado a decir M. Alfred Grosser (110), mentor de M. Saül Friedländer. A los ojos de los enemigos de Pío XII, aquel vocablo, que se guardaron mucho de situar en su contexto, tiene el carácter de una confesión. La "reserva" del Papa se explica por la preocupación de no agravar los males desencadenados sobre la humanidad y por la preocupación de continuar siendo el Padre de todos. Sin embargo, aquí, el margen entre lo "útil" y lo "necesario" era entregar o no entregar a las represalias de Hitler, sin cambiar -- como no fuera para empeorarla -- la suerte de los judíos, a los cuarenta o cincuenta millones de católicos que vivían en el espacio europeo ocupado por las tropas alemanas. Era condenarse al silencio absoluto: bastaba con que Mussolini prohibiera el Osservatore Romano y cortara la electricidad a Radio Vaticano para apagar su voz (111). Ni siquiera era necesario deportarle, hipótesis que, como se sabe, fue prevista por von Weizsäcker, y eventualidad que, como también se sabe (112), Pío XII no temía en absoluto: todo el mundo está de acuerdo en ello, incluidos sus acusadores, a pesar de que hayan tratado de atribuirle ese temor. Era prohibirse todo esfuerzo posterior, a la vez a favor de los propios judíos -- ¡salvó a bastantes! -- (113) y del restablecimiento de las relaciones internacionales que no dejó de esperar. Era, finalmente, sea dejándose deportar, sea dejándose encerrar en el Vaticano sin ninguna posibilidad de comunicación con el exterior, abandonar el timón de la "barca de Pedro" y dejarla marchar a la deriva sobre el tempestuoso océano de un mundo presa de la locura, con sus quinientos millones de pasajeros...

El hecho de que M. Alfred Grosser, por muy profesor que sea de la Escuela de Altos Estudios de París, no se dé cuenta de que con su fórmula de la elección de lo "necesario" con preferencia a lo "útil" resulta a la vez ridículo y odioso -- ridículo porque le pide a un Papa que dimita, y odioso porque, incluso sin esperanza de salvar a los judíos, había que sacrificar a cuarenta o cincuenta millones de católicos-, tiene una clave: de esa clase de personas hay que esperarlo todo. Lo que no se concibe es que los defensores de Pío XII no se hayan dado cuenta de que, al comprender perfectamente que Gerstein se calle en público para no exponer a su familia a las represalias de la Gestapo (114), el singular jesuita Riccardo de M. Rolf Hochhuth desautorizaba la utilización de aquel argumento, so pena de pretender que la vida de los miembros de la familia protestante Gerstein era más valiosa para el futuro del mundo que la de cuarenta o cincuenta millones de católicos.

Sé perfectamente lo que más ha impedido que los defensores de Pío XII elevaran el tono de la discusión: al llevarla a sus verdaderas dimensiones, tenía que desembocar forzosamente en el problema de las responsabilidades de la Segunda Guerra Mundial. Su tema central se hubiera convertido entonces en aquel punto de vista atribuido a Pío XII por el embajador alemán en el Vaticano, von Bergen, y que explica su actitud antes y durante toda la guerra: "El Papa adoptó una actitud muy clara en el conflicto... condenó las agresiones de Alemania y su política anticatólica, pero al mismo tiempo veía con malos ojos la actitud de los pueblos ricos, Inglaterra y Francia, que no estaban dispuestos a dejar a los pueblos jóvenes, Alemania e Italia, una parte del imperio colonial que habían adquirido por casualidad (115)". En otras palabras, la condena del Tratado de Versalles, lo cual llevaba implícito, si se quería defender la memoria de Pío XII, la exaltación de sus sucesivas tomas de posición sobre la necesidad de adecuar aquel tratado a los imperativos de la justicia entre las naciones, y, en consecuencia, de su revisión como único medio para evitar la guerra, lo cual significaba declararse contrario a la declaración de guerra de Inglaterra y Francia a Alemania, y luego, estallada la guerra, contrario a la extensión del conflicto, preocupado únicamente por el "retorno a los principios de la justicia y de la verdadera paz"(116). Comprender el papel del Papa llevaba también implícita la condena, al mismo tiempo que "de las agresiones alemanas" -- el texto que acabamos de citar lo indica claramente--, la de "la actiud de los pueblos ricos, Inglaterra y Francia", es decir, la repudiación de la tesis que actualmente goza de tanto favor y a la cual el proceso de los grandes criminales de guerra de Nuremberg dio fuerza de ley, de la responsabilidad unilateral de Alemania, e incluso de la de Hitler, en el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial, para atenerse a la de las responsabilidades comrpartidas. Aquí, los defensores de Pío XII -- y no me refiero a los imbéciles del tipo del R. P. Riquet, que, por motivos muy poco nobles, fueron incondicionales, "atizadores del fuego" en 1939 y continúan mirándose al espejo y admirándose por lo que fueron y se enorgullecen de seguir siendo -- temieron ser acusados a su vez de simpatías nazis o de neonazismo, lo cual, en el actual estado de cosas y a pesar de que muchas personas estén de vuelta de la mayoría de las "verdades de propaganda" con que han sido atiborradas acerca de "Alemania única responsable de la guerra", tenía todas las posibilidades de encontrar un amplio crédito en la opinión pública. No es que fueran unos cobardes: cuestión de táctica. "Así -- me ha explicado uno de ellos, y no de los menos importantes, -- no habiéndoles proporcionado ninguna ocasión de arrastrarnos por el fango, nuestro crédito ha permanecido intacto para el verdadero combate que tendremos que librar en ese terreno cuando suene la hora ... ". Me limité a contestarle que hubiera sido preferible que quedara intacto el crédito del Papa. Y no porque fuera Papa, añadí, puesto que soy ateo y desde el punto de vista de su cargo me tiene sin cuidado, sino porque era pacifista y, en calidad de tal, a través de su persona se ofendía no sólo a todos los católicos, sino también a todos íos pacifistas, y en consecuencia valía la pena echarse al agua para defender su memoria. Y además sin el menor riesgo, concreté, ya que en aquella agua había, en este caso y bajo la apariencia de la verdad histórica, una boya insumergible. ¿La opinión de los imbéciles, que crea el riesgo de la impopularidad? Al servicio de la verdad histórica, la impopularídad sólo es momentánea , ha dicho Jaurés. "La mentira triunfante que pasa", ha dicho Jaurès. Que pasa... Y, en contrapartida, ¿cuántas ventajas no ofrece el testimonio dado sobre el momento presente?

Todas esas consideraciones, cuya ambición era la de fijar las dimensiones del problema en su verdadero nivel, eximen de descender hasta el detalle de los argumentos de la defensa. Carece de interés, por ejemplo, observar que al tratar de impedir las representaciones de El Vicario por medio de manifestaciones en la entrada del teatro o lanzando bolas malolientes al interior del local, lo único que podía conseguirse era proporcionar a M. Rémy Roure la ocasión de apuntarse un éxito fácil señalando que "las bolas malolientes no contestan a la cuestión"(117).

Y, si el R. P. Riquet nos dice que, habiendo lanzado Pío XII, el 18 de marzo de 1945, un llamamiento a la paz y suplicado a los que se habían dejado arrastrar que repudiaran "la idolatría y los nacionalismos absolutos, los orgullos de la raza y de la sangre, los deseos de hegemonía", Himinler respondió enviando a los comandantes de los campos un mensaje en el cual se -- decía: "Ni un solo detenido debe caer vivo en manos del enemigo, liquidadlos a todos" (118), debemos limitarnos a hacerle observar que Himmler no envió nunca tal mensaje (119), que no se contesta a una mentira con otra mentira, porque las mentiras no son como los clavos, que uno saca a otro.

Si, finalmente, el gobierno federal alemán, "deplorando profundamente los ataques dirigidos contra Pío XII", proclama que "sabe hasta qué punto debe agradecimiento al Papa por la ayuda que prestó al pueblo alemán, cuando se hundió el régimen nazi, en favor de la reconciliación de Alemania y los otros países" (120), se trata de un simple testimonio de agradecimiento, sin el menor valor histórico.

Incluso la carta de Pablo VI -- a la sazón cardenal Montini -- a la revista católica inglesa The Tablet (121), citada tan a menudo, no hace más que rozar el verdadero problema.

"Una actitud de protesta y de condena como la que (Rolf Hochhuth) reprocha al Papa no haber adoptado, hubiese sido no sólo inútil, sino incluso pernicioso... En el supuesto de que Pío XII hubiera hecho lo que Hochhuth le reprocha no haber hecho, se hubieran producido tales represalias y tales desmanes que, una vez terminada la guerra, el mismo Hochhuth hubiese podido ( ... ) escribir otro drama mucho más realista y mucho más interesante es decir, el drama del Stellvertreter que, por exhibicionismo político o,por miopía psicológica hubiese cometido el error de desencadenar sobre un mundo tan atormentado ya, calamidades mucho peores, a costa no tanto de sí mismo como de innumerables víctimas inocentes".

De todos modos, hay que admitir que, a pesar de rozar solamente el verdadero problema, ese texto no deja de plantearlo, especialmente en su última frase: todo el mundo comprende que se alude en ella al carácter que, de represalia en represalia y de una a otra parte, hubiera tomado entonces la guerra, y que, en vez del factor de apaciguamiento que siempre quiso ser, Pío XII se hubiera convertido en un factor de excitación.

Los obispos alemanes, reunidos en sesión plenaria en Hoffleim, (Taunus) del 4 al 6 de marzo de 1963, fueron los que mejor plantearon el problema y los que contestaron mejor a la empresa de difamación montada contra Pío XII:

"También agradeceremos siempre a Pío XII los esfuerzos que realizó para tratar de evitar la guerra, y por haber hecho todo lo que estaba a su alcance durante el conflicto para poner fin al derramamiento de sangre entre los pueblos."Aquel Papa merece en su más alto grado el agradecimiento de la humanidad por haber alzado su voz contra las atrocidades inhumanas, especialmente contra la supresión y la destrucción de individuos y de pueblos que tuvieron lugar durante y después de la guerra. Si la voz de Pío XII no fue oída por los responsables, la culpa corresponde a estos últimos" (122).

Desgraciadamente, nadie les ha hecho eco, nadie se ha ocupado de demostrar que Pío XII había "dedicado todos sus esfuerzos a tratar de evitar la guerra" y había hecho "todo lo que estaba a su alcance durante el conflicto para poner fin al derramamiento de sangre entre los pueblos".

Y que ésa era la verdadera razón por la cual había sido, tan odiosamente atacado.

Eso es, pues, lo que nosotros vamos a hacer.

En uno de los apéndices se encontrarán los argumentos de la defensa (123), pero, dado lo escaso de su significado, en calidad de simple recordatorio.


NOTAS

1) Jacques Nobécourt, Le Vicaire et l'histoire, pág. 9.

2) Le Vicaire, edición francesa, Le Seuil, pág. 96.

3) Actas de los debates de Nuremberg, versión francesa, T. X, 152.

4) Id., p. 153.

5) Id., p. 124.

6) Id., p. 149.

7) Le Vicaire et l'histoire, pp. 71-76.

8) Rolf Hochhuth, Der Spiegel, 26 de abri1 de 1963, y Nouveau Candide, 19 de diciembre de 1963.

9) Der Spiegel, loc. cit.

10) Jacques Nobécourt, op. cit., p. 11.

11) Alocución al Sacro Colegio, 2 de junio de 1943.

12) Snobissimo Hachette.

13) Guy Le Clec'h, Figaro littéraire, 18 de diciembre de 1963.

14) Der Spiegel, 26 de abril de 1963.

15) Jacques Nobécourt, Le Vicaire at l'histoire, p. 34.

16) Le Monde, 19 de diciembre de 1963.

17) Mensaje de Navidad, 1939.

18) Id., 1942.

19) Discurso al Sacro Colegio, 2 de junio de 1943.

20) Documento CCXVIII--78 del Centro de Documentación Judía contemporánea. Citado por M. Rolf Hochhuth en su nota histórica (página 297 de la edición francesa), aclarando que el banquero Angelo Donati había "hecho transmitir al Papa, por mediación del Padre General de la Orden de los Capuchinos, una nota acerca de la situación de los judíos en el Mediodía de Francia, solicitando la ayuda del Pontífice, la cual no les fue concedida. Esto ocurría en el otoño de 1942", dice M. Rolf Hochhuth. Sin embargo, he aquí lo que se lee en un telegrama núm. 232, del 14 de septiembre de 1942, que lleva la firma de Bergen, embajador de Alemania en el Vaticano: "Las gestiones realizadas por la Santa Sede en dirección al gobierno francés para conseguir la suavización de las medidas adoptadas contra los judíos no han obtenido ningún resultado. Las informaciones llegadas al Vaticano han cuasado una fuerte impresión". (Citado por M. Saül Friedländer, Pío XII y el Tercer Reich, página 112). Al parecer, la acusación formulada por M. Rolf Hochhuth no ha retrocedido ante nada.

21) Declaración en el Consistorio de 22 de enero de 1915, ratificada al periodista Louis Latapie, que entrevistó al Pontífice por cuenta del periódico La Liberté, el cual publicó la declaración en su número del 22 de junio de 1915.

22) Id.

23) Documentos diplomáticos del Departamento de Estado sobre la Segunda Guerra Mundial, serie II

24) Pío XII y el Tercer Reich, op. cit.

25) Carta a Monseñor Preysing, obispo de Berlin, op. cit.

26) En diciembre de 1939, los sacerdotes polacos de las zonas alemana y rusa suplicaron al Papa que pusiera fin a las emisiones de Radio Vaticano, cuyo único efecto era el de agravar su suerte. En junio de 1942, un documento pontificio reproducido libremente para uso de los fieles había agravado la de los judíos y medio--judíos de Holanda.

27) Le Vicaire, edición francesa, p. 257.

28) Ibid.

29) Id., p. 297.

30) Id., p. 261.

31) Id., p. 262.

32) Id., P. 263.

33) Id., p. 21.

34) Id., p. 261.

35) Id., p. 13.

36) Le Vicaire et l'histoire, p. 10.

37) Vierteljahreshefte für Zeitgeschichte, Munich, abril 1953. Versión alemana del documento Gerstein.

38) Pío XII y el Tercer Reich, p. 123.

39) Véase, del mismo autor, Le Drame des Juifs européens, Les Sept Couleurs, p. 90.

40) Le Vicaire et I'histaire, p. 120.

41) Su carta del 11 de junio de 1940, en la cual informa al Cardenal Suhard, arzobispo de París, que "desde primeros de diciembre de 1939" había pedido con insistencia al Santo Padre que "publicara una encíclica sobre el deber individual de obedecer a los dictados de la conciencia". Pío XII se negó. Nada más lógico: el 20 de octubre anterior, es decir, hacía poco más de un mes, había publicado la encíclica inaugural de su papado en la cual se evocaba aquel tema. La carta del Cardenal Tisserant fue publicada con gran estrépito por toda la prensa, el 26 de marzo de 1964.

42) Jacques Nobécourt, Le Monde, 26 de marzo de 1964.

43) Le Nouveau Candide, 2 de abril de 1964. El Cardenal añadía que, cuando trató de convencer a Pío XII de la necesidad de una encíclica sobre "los dictados de la conciencia", él mismo no pensaba "en absoluto en los judíos, ni en el nazismo, sino en el islamismo", lo cual hacía imposible, contrariamente a lo que se esperaba, la utilización de su carta al Cardenal Suhard contra el "silencio" de Pío XII. Jaque mate. Pero el estado mayor del Vicario no se dio por enterado.

44) Véase, del mismo autor, Le Mensonge d'Ulysse, p. 145. (Publicada en español. -- la Mentira de Ulises -- por Ediciones Acervo).

45) Se comprende perfectamente que, si el SS Kurt Gerstein contó realmente todo eso al Dr. Winter síndico del obispo de Berlín, éste no se lo transmitiera al Nuncío del Papa en Berlín para que a su vez lo transmitiera al Sumo Pontífice. Y se comprende también que, si fueron esas las cosas que M. Tittmann, colaborador del enviado especial de M. Roesevelt en el Vaticano, le contó al Papa, a finales de diciembre de 1942, el Papa le contestara que "temía que los informes de las atrocidades señaladas por los aliados fueran fundados" pero que "tenía la impresión de que habían podidio ser exagerados, hasta cierto punto, con fines de propaganda". Señalemos que Pío XII dio pruebas de mucha mesura en su modo de expresarse.

46) Le Drame des Juifs européens y La Voix de la Paix, junio de 1964.

47) Actas de los debates del proceso de los grandes criminales de guerra en Nuremberg, T. II, pp. 345-346 y 376 y ss.

48) Léon Poliakov, L'Arche, 1 de enero de 1964, y La Terre Retrouvée -- 1 de abril de 1964.

49) Esto ha sido escrito antes de que el Vaticano anunciara oficialmente tal intención.

50) E incluso tres, ya que al parecer una o dos hojas anexas estaban redactadas en inglés.

51) Y Vista 124 del juicio de Jerusalén (según Léon Poliakov, Le Procès de Jérusalem, Calmann-Levy, pp. 224 y ss.).

52) Carta del 10 de marzo de 1949 de la Comisión ecuménica de Ginebra para ayudar a los prisioneros de guerra.

53) Id., p. 185.

54) M. Poliakov dice Le Cherche-Midi, pero no revela sus fuentes de información. M. Poliakov es conocido, por su manía de concretar o corregir los textos. (Véase su primera versión del documento Gerstein en Le Bréviaire de la haine, pp. 224 y ss.)

55) Citado por L'Express del 19 de diciembre de 1963, página 27.

56) Le Bréviaire de la haine, Calmann-Lévy.

57) Le Pape outragé, Robert Laffont.

58) Figaro littéraire, 19 de diciembre de 1963.

57) Le Figaro, 3 de julio de 1940. La voz a la que se refiere es la del mariscal Pétain.

58) El Dr. Schweitzer, del inglés G. McKnight.
59) Gallimard.
60) Canard Enchaîné, 7 de octubre de 1964.

61) Véase El mundo de ayer, de Stefan Zweig.

62) Para que el lector pueda apreciar en su justo valcr lo serio de aquellas informaciones que, con una aptitud sin igual para las verdades históricas, M. Rolf Hochhuth vuelve a tomar por su cuenta (véase su noticia histórica, op. cit., pp. 280-281), señalemos que el primer convoy de judíos con destino a Polonia salió el 28 de marzo de 1942, según M. Robert Kempner, fiscal israelita en Nuremberg (Eichmann und Komplizen, Europa Verlag, p. 185), y el 27 del mismo y mes y año según M. Joseph Billig, del Centro de Documentación Judía de París ("La Condition des Juifs en France", Revue d'Histoire de la Deuxiéme Guerre mondiale, octubre de 1956). Añadamos que la decisión de deportarlos al Este fue tomada en la célebre conferencia de Berlín-Wannsee, el 20 de enero de 1942.

63) Le Monde 21 de enero de 1964.
64) Saül Friedländer, op. cit., p. 115.

65) Id., p. 118, Documentos diplomáticos del Departamento de Estado, serie II.

66) Id., p. 121.
67) Documentos diplomáticos del Departamento de Estado, serie II, y Saül Friedländer, op. cit., p. 122.

68) Id., pp. 54-55.

69) El Informe Kasztner, Kindler de Munich, y Joël Brand, Un million de Juifs contre 10.000 camions, Editions du Seuil.

70) Jo`l Brand, op. cit., p. 124.
71) Id., p. 127.
72) Id., pp. 130 y ss.
73) Actas de los debates de Nuremberg, T. VI, p. 510.
74) Véase: El Verdadero Proceso Eichmann, Ediciones Acervo.
75) Cf. supra, pp. 54-55.
76) Un million de Juifs contre 10.000 camions, op cit.

77) Declaración de Monseñor Orsenigo al profesor Eduardo Senatra, unos días después de la intervención que llevó a cabo en noviembre de 1943, publicada por Petrus Blatt, periódico de la diócesis de Berlín, el 7 de abril de 1963.

78) Le Vicaire et l'histoire, op. cit, p. 120.

79) Editions du Seuil. Ese libro no es más que una paráfrasis de The Catholic Church and Nazi Germany, de McGraw-Hill, Nueva York, 1964. Este último libro no ha sido traducido todavía al francés, y por ello el autor no considera útil referirse a él. Por otra parte, al contestar a Friedländer se contesta a McGraw-Hill.

80) Memorandum de Du Moulin a Ribbentrop, 3 de marzo de 1939. Citado por M. Saü1 Friedländer, pp. 19-21.

81) 3 de junio de 1937.

82) Citado de L'Homme nouveau, 19 de abril de 1964.

83) 4 de diciembre de 1964.

84) El R. P. Leiber ha fijado en "más de 55" aquellas protestas hasta finales de 1937 (Stimmen der Zeit, marzo de 1962 y Revue des Questions allemandes, julio-agosto de 1963).

(85) Saül Friedländer, op. cit., p. 74.

(86) Id., p. 21.

(87) Id., p.129.

(88) Carta de Menshausen al Ministerio de Asuntos Exteriores del Reich, citada por M. Saüm Friedländer, p. 86.

(89) Citado por M. Saül Friedländer, pp. 52-55, según los Documents on Germany Poliey.

(90) Carta de Bergen a su ministro, del 6 de abril de 1943, citada por M. Saül Friedländer p, 14.

(91) Citado por M. Rolf Hochhuth, El Vicario, ed. francesa, página 266.

(92) L'Italie de Mussolini, Ed. Perrin.

(93) Pueden citarse afirmaciones semejantes formuladas por casi todos los políticos con un cargo representativo. He aquí algunos ejemplos: "Creemos en la honradez y en la sinceridad de Hitler." (Lord Beaverbrook, Daily Express, 31 de octubre de 1938).

"Los que se han entrevistado con Hitler, sea por asuntos políticos, sea por cuestiones sociales, le han encontrado muy competente, tranquilo, bien informado, y algunos han quedado impresionados por sus modales agradables, su desarmante sonrisa y su magnetismo personal." (Winston Churchill, Great -- Contemporaries, 1939, p. 268.)

"... El Fuhrer es un gran conductor de hombres, y por eso le admiro". (Winston Churchill, id. p. 296.)

" El genio romano personificado por Mussolini, el más grande legislador viviente, ha demostrado a numerosas naciones que se puede resistir la presión del socialismo. Mussolini ha trazado el camino que una nación puede seguir cuando es conducida valerosamente." (Churchill en el Queen's Hall, en el Congreso de la Liga antisocialista, 18 de febrero de 1931)

(Lord Curzon, ercibiendo a Mussolini en Lausana el 20 de octubre de 1922.)

(Chamberlain, después de su encuentro con Mussolini en Livorno, el 30 de septiembre de 1926. Citado por Max Gallo, op. cit., p. 255.)

(94) Saül Friedländer, p. 15.

(95) L'Action du Vatican pour la paix, Ed. Fleurus, p. 34.

(96) Texto atribuido al Osservatore Romano y, citado según el abate Paul Duclos, Le Vatican et la Seconde Guerre Mondiale, pp. 53 y ss. M. Friedländer, que cita a continuación las protestas del Papa contra la invasión de Bélgica, Holanda y de Luxemburgo, quiere hacer notar que la invasión de Noruega no provocó ninguna protesta por su parte, lo cual permite formular la pregunta síguiente, sin mostrarse "categórico" por razones de estilo: ¿Acaso el Sumo Pontífice no condena la violencia y la agresión más que cuando las víctimas son católicas?" (p. 61). Se ve la insinuación.

97) Messages de guerre, Ed. Fleurus.

98) Carta de Menshausen, colaborador de Bergen en los Asuntos Exteriores alemanes, 23 de enero de 1941, citada por M. Saül Friedländer, pp. 81-84.

99) Id., p. 86.

100) Id., p. 86.

101) Saül Friedländer, p. 165.
102) Id., p. 76.

103) Id, p. 219.

104) Id., p. 219.
105) Id., p. 57.

106) Ibid.

107) L'Action du Vatican pour la Paix, p. 142.

108) Telegrama de Weizsäcker a Berlín del 24 de septiembre de 1963. Citado por M. Saül Friedländer, p. 181.

109) La experiencia parece enseñar que el lenguaje de un Vicario de Cristo está sujeto a toda clase de interpretaciones, a gusto del consumidor; el ejemplo acaba de sernos proporcionado por el Papa Pablo VI, el cual sigue evidentemente los pasos de Pío XII, a pesar de que la corriente que debe remontar tiene la impetuosidad de un torrente. Al recibir el 6 de enero al Cuerpo Diplomático que acudió a presentarle sus respetos, Pablo VI contestó a su decano sobre el tema de la paz y, citando el problema de los países subdesarrollados, habló de "los principios morales y espirituales sobre los cuales podrá edificarse la civilización del futuro". Al día siguiente, Le Figaro comentó el discurso del Papa bajo el siguiente título: "Nuevo llamamientoa la paz de Pablo VI", diciendo: "El Papá Pablo VI ha lanzado un nuevo llamamiento a la paz esta mañana, al recibir en audiencia a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados en el Vaticano, que habían acudido a felicitarle con motivo del nuevo año. El Sumo Pontífice no ha ocultado su inquietud a propósito de la situación actual. Aunque no ha citado ninguna de las crisis en curso, es evidente que aludía a los acontecimientos del Vietnam y del Congo, y a la disputa entre Indonesia y Malasia. Pablo VI ha subrayado igualmente la necesidad de la colaboración entre las naciones y de la ayuda a los pueblos en vías de desarrollo".

Pero, el misnio día, Le Monde publicaba los siguientes titulares: "Al recibir al cuerpo Diplomático, Pablo VI recuerda los derechos de los países subdesarrollados. Sin comentarios.

(110) emisión de la radio sobre Pío XII y el Tercer Reich, 27 de noviembre de 1964.

(111) Mussolini pensó en tal posibilidad. Véase Paul Duclos, op. cit., p.123.

(112) Dino Alfieri, deux dictateurs face à face, Cheval Ailé, p.30, citado por M. Saül Friedländer, p.60.

(113) Dos organizaciones eclesiásticas sostenidas moral y económicamente por el Vaticano ayudaban a los judíos que conseguían entrar en contacto con ellas a abandonar Italia, facilitándoles dinero y pasaportes de otras naciones: la Obra de San Rafael y la Delasem, que por otra parte trabajaban de acuerdo con las organizaciones judías de los Estados Unidos. Además los conventos de Roma quedaron abiertos a los judíos como refugios. (Véase R. P. Leiber, Stimmen der Zeit, op. cit. marzo de 1961.)

114) Véase Le Vicaire, p. 79. Ricardo le pide a Gerstein que vaya a Londres y cuente todo lo que sabe en la B.B.C. Gerstein responde, apasionado: "¡Dios mío! ¿Tiene Usted idea de lo que me pide? Haría cualquier cosa, pero eso no puedo hacerlo. Una palabra mía en la radio de Londres y, en Alemania, toda mi familia sería exterminada". Riccardo comprende: "¡Oh, Discúlpeme, no lo sabía". El diálogo continúa así: Gerstein: "No sólo asesinarían a mi esposa y a mis hijos, sino que también mis hermanos serían torturados en un campo de concentración, hasta que les llegara la muerte". Y Ricardo suplica: "Perdóneme".

Sin embargo, Pío XII es un "criminal", por haber tenido la misma preocupación en lo que respecta a cuarenta o cincuenta millones de católicos.

115) Carta de von Bergen a Berlín del 17 de noviembre de 1941. Citada por M. Saül Friedländer, p. 88.

116) Summi Pontificatus, tema repetido en todos los mensajes de Navidad durante la guerra y en todos los discursos del de junio al Sacro Colegio.

117) Le Figaro, 28 de diciembre de 1963.

118) Le Figaro, 3 de enero de 1964.

119) Le Figaro littéraire, bajo la firma de Jacques Sabille 4 de junio de 1960- y Les Mains du miracle, de Joseph Kessel (Ed. Gallimard), el cual dice saberlo por el Dr. Kersten, médico personal de Himmler.

120) Osservatare Romano, 5 de mayo de 1963.

121) 11 de mayo de 1963.

122) Katholische Nachrichten Agentur, 7 de marzo de 1963. A fin de ser completamente objetivos, debemos señalar que uno de aquellos prelados, Monseñor Doepfner, arzobispo de Munich, en un largo sermón que pronunció el 8 de marzo de 1964, formó bando aparte y declaró:

M. Jacques Nobécourt se apresuró a introducir, colocándola como exergo de su libro, Le Vicaire et l'histoire, la primera de aquellas dos frases -- únicamente la primera -- en el dossier de la acusación. Tanto peor para el arzobispo.

123) Apéndice III, p. 247.

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Título de la obra original: L'OPÉRATION "VICAIRE', Versión española de Jose M.a AROCA, Ediciones Acervo, Apartado 5319, Barcelona.

Primera edición: marzo 1966. Depósito Legal. B. 10.344-1966; N.O Registro: 686-66.


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