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Paul Rassinier

LA VERDAD SOBRE EL PROCESO ElCHMANN


1962


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SEGUNDA PARTE

VERSALLES

[147]

CAPíTULO IV

DESDE LA ENTRADA DE LOS EE. UU. EN LA GUERRA HASTA EL ARMISTICIO DEL 11 DE NOVIEMBRE DE 1918


Hasta la primera guerra mundial, permanecer al margen de las querellas europeas fue una tradición que los norteamerícanos seguían al pie de la letra, y ello se concibe fácilmente si se tiene en cuenta que, en su gran masa, eran a partes casi iguales originarios de los países germánicos, latinos, eslavos, escandinavos y británicos: en una nación organizada, cuyos elementos constitutivos procedían de horizontes étnicos y culturales tan diversos y cuya única preocupación común era el business, no existía entonces otro medio de salvar la unidad política indispensable para la prosperidad de los negocios. Aquella tradición estaba tan profundamente arraigada en la opinión pública, que al anunciar a través de la prensa (3 de agosto de 1914) que los Estados Unidos permanecerían neutrales en el conflicto que acababa de estallar entre los Imperios centrales (Austria-Hungría, Alemania) y la Entente (Rusia, Francia, Inglaterra), y luego pedir a sus compatriotas (19 de agosto) «el escrupuloso respeto a aquella neutralidad, incluso la represión de las simpatías que pudieran sentir hacia sus países de origen», el Presidente Thomas Woodrow Wilson 1 mereció la aprobación unánime, y un intento

[148] de montar una campaña en favor de la entrada en guerra de los Estados Unidos al lado de la Entente, patrocinada por el ex Presidente Theodore Roosevelt, fracasó estrepitosamente, ya que los industriales y los banqueros del Partido Republicano se negaron a sostenerla. Demócratas o republicanos, de origen eslavo, germano, británico o latino, pero hombres de negocios ante todo, los industriales y los banqueros norteamericanos estaban plenamente de acuerdo en un punto: la neutralidad, que esperaban les permitiría vender sin discriminación a los beligerantes de los bandos, sería mucho más provechosa que la entrada en guerra, que no les permitiria vender más que al bando de cuya parte se colocaran los Estados Unidos.

Sin embargo, el 3 de septiembre de 1916, al abrir la campaña de las elecciones presidenciales que debían celebrarse en noviembre, el propio Presidente Wilson declaró:

A pesar de que no se mostró demasiado explícito, el tono general de su discurso, permitía aún creer que el «papel directivo» a que aludía era un papel de árbitro; y, de hecho, los acontecimientos que siguieron demostraron que era así: reelegido por 9.116.000 votos contra 8.547.000 del candidato del Partido Republicano, el cual, entretanto, había recobrado su unidad -- precisamente a base de la necesidad en que se encontraban los Estados Unidos de entrar en guerra al lado de la Entente --, su primera preocupación fue la de pedir a las dos coaliciones en guerra (22 de diciembre de 1916) que le dieran a conocer sus objetivos bélicos. Y, el 21 de enero de 1917, leyó en el Senado un mensaje en el cual preconizaba la creación de una Sociedad de Naciones para asegurar la paz del mundo, reclamaba una reducción de los armamentos una vez terminada la guerra, la libertad de los mares, y, para poner fin al conflicto en curso, una paz «sin vencedores ni vencidos». Pero, el 3 de febrero, menos de quince días después, a iniciativa suya, el Tribunal Supremo y el Congreso reunidos en sesión solemne a tal efecto, decidieron, por aclamación y en medio de un enorme entusiasmo, romper las relaciones diplomáticas con Alemania, y luego,

[149] el 2 de abril siguiente, declararle la guerra. Así fue cómo, el 6 de abril de 1917, los Estados Unidos se encontraron oficialmente en guerra con los Imperios centrales.

En un hombre como Wilson que había sido un gran universitario antes de ser un gran Gobernador del Estado de Nueva Jersey, y luego un gran Presidente de la Unión, que era legendario por la rigidez de su carácter y el rigor de sus principios, tan probo intelectualmente como en el terreno de los negocios (de los cuales, cosa sumamente rara en un político, se mantuvo siempre al margen), un viaje de tal magnitud parecía totalmente excluido. Los historiadores de la historia historizante, anecdótica y orientada, lo han explicado, al margen de todas las demás consideraciones, por las repetidas violaciones del Derecho de gentes de que se hizo culpable Alemania en materia de guerra marítíma, las cuales hirieron tan profundamente a Wilson en su concepto de la justicia que ellas solas provocaron su decisión. Pero más tarde se ha sabido, por él mismo y por su viuda, que el viraje había sido, en un plano mucho más elevado, el desenlace de un drama de conciencia corneliano planteado entre su sentimiento de la justicia y el porvenir de la Unión. En el origen de ese drama de conciencia estaba el inesperado giro que a los ojos del mundo entero, americanos o europeos, intelectuales o políticos, militares o civiles, había tomado la guerra: contrariamente a las esperanzas de los dos Estados Mayores europeos, cada uno de los cuales creía poder acabar con su enemigo en algunas semanas, o, a lo sumo, en algunos meses, el uno gracias al Plan Schlieffen, el otro gracias al Plan 17, la guerra se había anunciado muy pronto como una guerra muy larga; y, contrariamente a las esperanzas de los industriales y de los banqueros norteamericanos, no les fue posible vender indiferentemente a todos los beligerantes... ni siquiera a todos los neutrales.

La guerra fue larga... En la mente de todos los gobiernos y de todos los Estados Mayores Europeos, el ultimátum de Austria-Hungría a Servía desencadenaría unos acontecimientos en cadena cuyo esquema se presentaría casi seguramente así: Rusia, cuya doctrina era el paneslavismo y cuyas pretensiones sobre los estrechos impedirían que dejara las manos libres a Austria-Hungría en los Balcanes, donde ambicionaba asegurarse una se gunda salida al Mediterráneo y al Cercano Oriente por Salónica, intervendría sin duda de ninguna clase; Francia, que estaba aliada a Rusia por un Tratado, mantendría sus compromisos, y Alemania, que tenía un Tratado con Austria-Hungría, mantendría también los suyos en cuanto Francia interviniera; en cuanto al

[150] imperio otomano, deseoso de conservar el dominio de los estrechos que Rusia le disputaba, no podía dejar de alinearse al lado de los Imperios centrales.

En Viena, en París y en Berlín, se opinaba que sólo la influencia de Alemania en la Corte de Rusia, donde la Zarina era una princesa alemana, podría impedir que los acontecimientos siguieran aquel curso, y en el caso de que la influencia fuese tan real y eficaz como parecía, permitiría localizar el conflicto entre Austria-Hungría y Servia, lo cual abría a la primera la perspectiva de tragarse a la segunda de un solo bocado. Pero, si lo esperaban en Viena, si estaban seguros de ello en Berlín, en París lo temían, ya que entonces se desvanecería de golpe toda esperanza de arreglar las diferencias franco-alemanas derivadas de la guerra de 1870-71 y algunos litigios coloniales posteriores. Se tenía por seguro que si el Kaiser Guillermo II intervenía en Moscú en el sentido de un apaciguamiento, los efectos benéficos del empréstito que los rusos habían obtenido en Francia le llevarían tanto más fácilmente sobre las consideraciones familiares por cuanto, a partir de 1905, la suerte de la dinastía no parecía estar en peligro. En realidad, es lo que sucedió: Guillermo II, que consideró satisfactoria la respuesta de Servia al ultimátum austro-húngaro, no pudo impedir que Francisco José movilizara sus tropas. Rusia movilizó también, a pesar de su intervención cerca del Zar Nicolás II, y, a partir de aquel momento, no hubo ya ninguna posibilidad de evitar que se encadenaran unos a otros los acontecimientos aprisionados en el implacable mecanismo puesto en marcha con tanta ligereza.

Esperada por Francia, con la cual tenía compromisos, la entrada en guerra de Inglaterra no era apenas temida por Alemanía. Inglaterra, es cierto, había contemplado con la mayor inquietud, en 1892 y posteriormente, la política de expansión económica de Alemania extendiéndose fuera de Europa con éxito,apoyándose en una marina fuerte, disputándole el imperio de los mares... también con éxito. Aquella política la había incluso acercado a Francia (1904). En caso de guerra franco-alemana, conociendo las intenciones del Estado Mayor alemán de poner en práctica el Plan Schlieffen, el cual preveía el paso de las tropas germanas por Bélgica, a fin de rodear el dispositivo de defensa francés, Inglaterra había garantizado la inviolabilidad del territorio belga: mucho más en interés p:ropio que en el de Bélgica o de Francia, y porque prefería continuar compartiendo el control del estrecho del Pas-de Calais y de la Mancha con Francia, a tener que compartirlo un día con Alemania. Pero von Moltke,

[151] jefe del Estado Mayor general alemán, esperaba del Plan Schlieffen la derrota del ejército francés en seis semanas, al termino de las cuales, situada ante un hecho consumado y enfrentada con serias dificultades en Irlanda con el problema de la Home rule, Inglaterra no insistiría: entonces, von Moltke volvería contra Rusia el conjunto de sus fuerzas.

Confiando en la garantía ofrecida por Inglaterra a Bélgica, el gobierno y el Estado Mayor franceses no creían que el Plan Schlieffen tuviera la menor posibilidad de ser aplicado, y el dispositivo estratégico francés, que inicialmente (primavera de 1914) no se extendía más que de la frontera suiza a la. frontera belga, no fue prolongado hasta Givet más que en el último minuto: en lo que respecta a Bélgica, el camino estaba libre ante las tropas alemanas. Pero, admitiendo que la tesis del gobierno y del Estado Mayor fuese exacta, Inglaterra no tenía ya ningún motivo para intervenir: el choque de los dos ejércitos se produjo sobre la línea fortificada Mulhouse-Verdún y, dado que las fuerzas estaban bastante equilibradas (850.000 alemanes, 800.000 franceses), con una ligera superioridad de los alemanes en el terreno del armamento (ametralladoras Hotchkiss contra cañones del 75), los políticos ingleses no creían que Alemania pudiera derrotar fácilmente a Francia. Opinaban que se estrellaría contra sus fortificaciones y que, después de una serie más o menos larga de infructuosos esfuerzos, tan considerablemente debilitada como la propia Francia, se resignaría a una paz de compromiso a resultas de la cual Inglaterra recobraría en Europa, fuera de Europa y sobre los mares, una hegemonía que durante mucho tiempo nadie estaría en condiciones de disputarle. La tesis inglesa coincidía admirablemente con la del gobierno y el Estado Mayor alemanes, porque ni uno ni otro concebían la guerra con Francia en un marco estratégico que no fuera el Plan Schlieffen: el efecto de sorpresa y su consecuencia, la rapidez de las operaciones que condenarían a Inglaterra a una intervención de pura fórmula. Coincidía también con las esperanzas de los industriales y de los banqueros norteamericanos, los cuales, en esa eventualidad y con una libertad de mares casi asegurada, hubieran podido efectuar, al menos por conducto de los neutrales todo el comercio que hubiesen querido con los beligerantes durante todo el tiempo de guerra. Conociendo los cálculos de Inglaterra, el gobierno y el Estado Mayor franceses no contaban, pues, con su entrada en guerra más que en caso de violación del territorio belga por las tropas alemanas, es decir, no demasíado, ya que no creían que se produjera aquel hecho.

Vistas así las cosas, resulta difícil saber en qué basaban sus

[152] esperanzas de derrotar a Alemania en un plazo máximo de seis meses. ¿El «rodillo compresor» ruso? En las cancillerías del mundo entero, sabedoras de que el empréstito obtenido en Francia por los rusos para poner a punto el rodillo en cuestión había sido derrochado alegremente, se hacía chacota de los políticos y de los diplomáticos franceses, que eran los únicos en creer que pudiera darse aquel nombre a un ejército cuya organización y armamento eran muy semejantes a los de una horda de bárbaros de la Edad Media. De lo que se ínflere que, en la hipótesis de una guerra de acuerdo con esas premisas, hubiera podido ser todo lo larga que fue por los caminos que tomó, y esto es algo de lo que hoy no parece dudar nadie.

Respecto a la duración de la guerra, no es este el problema que se plantea, sino más bien el de saber por qué, si los alemanes la iniciaron dentro del marco del Plan Schlíeffen, fue tan larga. Y esto es ya un problema de estrategia en grado de aplicación. Por bien estudiado que fuera, el Plan Sclilieffen no preveía la guerra en dos frentes, y, aunque creyó que durante el corto espacio de tiempo que le era necesario el ejército austro-húngaro se bastaría para mantener a raya al ejército ruso, cuyo estado conocía, von Moltke estimó que el enviar diez divisiones al frente del Este, por simple precaución, no afectaría en nada las posibilidades del Plan. Esta decisión le obligó ya a acortar un poco el radio del movimiento envolvente previsto. Sobre el terreno, von Klück, jefe del primer Ejército alemán, cuya misión era la de proteger la maniobra sobre su flanco derecho, lo acortó aún más al obligar a los jefes de los otros cuatro Ejércitos (II, III, IV y V) a desviarse en dirección Sur mucho antes de lo que von Moltke, en pleno avance sobre Schlieffen, había previsto.

La maniobra de von Klück dejó imprudentemente descubierto el flanco a los «taxis del Marne» del general Gallieni (cuya operación, contrariamente a todo lo que se ha dicho, estaba prevista por el Alto Mando), los cuales le obligaron a retirarse, y, sobre un frente que había acortado por error, los Ejércitos II y III alemanes que hablan cruzado el Marne y a los cuales ya no protegía, se vieron obligados a su vez a emprender la retirada. El mariscal Joffre, después de una larga serie de repliegues perfectamente articulados, pudo finalmente decidirse a pasar a la ofensiva, con la casi seguridad de hacer retroceder a los ejércitos alemanes.

Esto sucedía el 6 cle septiembre de 1914: el 12, la ofensiva alemana quedó írremedíablemente detenida y von Moltke decidió que, para reanudarla, era necesario efectuar un repliegue

[153] general sobre una línea fortificada que no habla sido fijada pero que al año siguiente se convirtió en la línea Hindenburg, y volver a la ortodoxia, es decir, al Plan Schlieffen. Pero era ya un poco tarde. En vano trató de desbordar el dispositivo francés por su ala izquierda; para escapar, los franceses no tuvieron más remedio que tratar de desbordar el dispositivo alemán por su ala derecha: la carrera hacia el mar. A fin de cuentas, los franceses conservaron el mar, los alemanes no llegaron nunca a Calais, ni siquiera a Dunquerque, y el Plan Schlieffen, modificado por Moltke e inconscientemente saboteado por von Klück, sólo sirvió para que Inglaterra se decidiera a entrar en la guerra.

Cabe preguntarse qué hubiera ocurrido si el Plan hubiese sido interpretado correctamente: los estrategas se muestran casi unánimes en opinar que Francia no tenía ninguna posibilidad de no ser puesta fuera de cornbate en seis semanas, como habían previsto el gobierno y el Estado Mayor alemanes 2. Pero no es tan seguro que Inglaterra hubiese aceptado el hecho consumado. Veinticinco años más tarde, el Plan Schlieffen fue correctamente interpretado por Hitler y el Oberkommando de la Wehrmacht: consiguió el éxito perseguido. pero Inglaterra no aceptó el hecho consumado.

¿Quiere esto decir que hubiésemos tenido veinticinco años antes la guerra de 1939-1945? Tal vez. Pero, desde el punto de vista de la Historia, la pregunta es ociosa y no puede ser contestada.

Lo que es seguro es solamente que, una vez entrada en liza Inglaterra, la guerra adquirió un giro distinto: la victoria se

[154] disputó más en el mar que en tierra, y, en consecuencia, a los industriales y banqueros norteamericaifos se les planteó el problema de la libertad de los mares, o, en otras palabras, de los intercambios comerciales de Norteamérica con Europa.

* * *

La Batalla del Marne, la Carrera hacia el mar... En aquella época fue una lucha dantesca. Cerca de dos millones de hombres movilizados: la historia no había conocido nunca un conflicto de tales dimensiones. Dotados unos y otros de un armamento tan perfeccionado como permitían entonces los progresos realizados en el arte de batirse, nunca se había conocido una lucha tan asesina y, en consecuencia, tan gravosa. Al término de aquella primera fase de la lucha, los dos adversarios volvían a encontrase cara a cara, igualmente agotados e igualmente incapaces de proseguir el combate de un modo inmediato. Faltaban municiones: sus dos respectivas economías se habían mostrado incapaces de proveer a las necesidades del frente. Un armamento destruido en parte: era necesario volver a ponerlo en condíciones. Una vida econámica a organizar en las retaguardias a tenor de las circunstancias, ciudadanos que alimentar y que vestir... Y, lo mismo en el campo de las materias primas necesarias para la fabricación de armas, que en el de la alimentación y el de los tejidos, los beligerantes no podían ya satisfacer sus necesidades más que recurriendo a los neutrales; y, entre los neutrales, únicamente Norteamérica poseía el potencial económico requerido para abastecerles suficientemente y casi de todo.

El derecho marítimo era a la vez bastante rudimentario y bastante confuso. En la primera conferencia de La Haya (1899), la oposición de Inglaterra y las reticencias de Alemania no habían permitido ir más allá de la extensión a la guerra marítima de la Convención de Ginebra de 1864, relativa a la guerra terrestre, la cual no era más que una medida de humanización. En la segunda (1907), se admitió una convención llamada Convención de las Presas, la cual reglamentaba para todas las naciones en guerra el derecho a apoderarse de los barcos mercantes de una nación enemiga. Pero, si bien sus disposiciones eran bastante concretas en lo que respecta a los beligerantes, era bastante vaga en lo que respecta a las relaciones de los neutrales con los beligerantes, y, por otra parte, después de prolongadas discusiones

[155] en torno a otro texto que hubiese creado una jurisdición llamada Tribunal de las Presas, facultado para establecer el Derecho en caso de litigio, se llegó a la conclusión de que no había lugar a la aprobación del texto en cuestión. La Convención de las Presas no era, pues, más que una ley y sin jurisdicción, y, por lamentable que resulte, una ley sin jurisdicción se presta a todas las interpretaciones posibles, ya que no tiene fuerza legal.

La entrada de Inglaterra en el conflicto, al llevar la guerra al mar, impuso a cada uno de los dos bandos la necesidad de concretar lo que sería su ley en aquel campo de operaciones. Inglaterra y Francia la fijaron el 22 de agosto, en Londres, decidiendo pura y simplemente «dejar libre la mercancía bajo pabellón neutral», es decir, conceder plena libertad de navegación a todos los barcos mercantes que enarbolasen pabellón neutral. Aquella decisión, que colmaba los deseos de los industriales y de los banqueros norteamericanos -- es más que probable que los Aliados la tomaran para no indisponerse con ellos --, y, en general, de todos los neutrales, resultaba muy conveniente también para, los Imperios centrales, los cuales, a pesar de su silencio, no dejarían de congratularse.

Cuando, después de la Batalla del Marne y de la Carrera hacia el mar, los dos bandos en lucha volvieron a encontrarse cara a cara, condenados a mantenerse en sus respectivas posiciones y a organizarse en ellas en espera de que sus economías les permitieran planear de nuevo operaciones ofensivas de envergadura, se hizo evidente que la victoria de uno sobre el otro sólo podía ser conseguida por inedio del bloqueo económico, sea de los Imperios centrales por los Aliados, sea de éstos por los Imperios centrales. Surgió entonces la cuestión de quién tomaría la iniciativa: el bloqueo significaba la guerra a los barcos mercantes, incluidos los neutrales, y ninguno de los dos bandos deseaba asumir la responsabilidad empezando el primero. Los alemanes, a los cuales favorecía la decisión de Londres por cuanto sus propios recursos y el nivel de su equipo industrial les autorizaban a esperar hallarse en condiciones de pasar de nuevo a Ia ofensiva antes que los anglofranceses, no tenían ningún motivo para tomar aquella iniciativa, al contrario: si se llegaba a unas tentativas mutuas de bloqueo económico, la ventaja sería de los anglofranceses, en primer lugar porque su marina de guerra era más fuerte, y en segundo término porque su situación geográfica y las dimensiones de los respectivos espacios a bloquear, Mar del Norte solamente de un lado, Atlántico del otro, y de Islandia a El Cabo, les hacía la empresa mucho más realizable y mucho

[156] más fácil que a los alemanes. La flota alemana de alta mar no podía, en efecto, alcanzar el Atlántico sin destruir previamente la flota inglesa estacionada en las Orcadas y en Shetland, y la lucha hubiera sido muy desigual. En consecuencia, los alemanes sólo podían llegar al Atlántico por medio de submarinos condenados a operar muy lejos de sus bases, y, dado que ni técnica ni estratégicamente podían remolcarlos hasta sus bases (de las cuales se hallaban cortados, en la superficie, por la marina inglesa), a hundir los barcos mercantes en condiciones casi inhumanas, puesto que después de haberlos hundido no podían recoger a su personal a bordo. La decisión de Londres ponía al tiempo de su parte, y el Estado Mayor alemán no pensó en modificar la situación. Durante los primeros meses de la guerra, sus operaciones en el mar sólo tuvieron por objetivo la marina inglesa, y no entabló combate más que contra sus formaciones aisladas e inferiores en número, ya que no podía atacarla en bloque. Por lo demás, se limitó a utilizar sus submarinos para la colocación de minas en los puertos de guerra ingleses, operación que obtuvo resultados a veces sensacionales.

En virtud de lo cual, habiéndose presentado este asunto del bloqueo económico como una nueva batalla de Fontenoy, aunque a otra escala, los ingleses fueron los primeros en romper el fuego: el 3 de noviembre de 1914, exactamente.

En las convenciones internacionales relativas al comercio marítimo, existía una disposición acerca del contrabando de guerra. Los barcos mercantes, neutrales o no, no debían estar armados más que contra los corsarios y los piratas, es decir, sólo podían estar dotados de armas defensivas, y no debían transportar soldados, ni armas, ni, de un modo general, nada que pudiera ser directamente utilizado para la guerra (acerca de este último punto, existía una lista de productos prohibidos). Los barcos mercantes debían seguir al pie de la letra los itinerarios señalados en su hoja de ruta y detallados día tras día en su libro de bordo. No debían navegar bajo la protección de navíos de guerra. En tales condiciones, la mercancía que transportaban era considerada libre -- en lenguaje de jurista: escapaban al derecho de presa --. Eran también inviolables, aunque los beligerantes gozaban en relación a ellos de un derecho de visita, al cual debían someterse los mercantes, so pena de ser hundidos previo aviso si navegaban solos, sin previo aviso si estaban protegidos por navíos de guerra.

El 3 de noviembre de 1914, pues, bajo pretexto de que algunos barcos mercantes habían volado sobre las minas colocadas

[157] por los submarinos alemanes a la entrada de los puertos de guerra ingleses, donde, de acuerdo con las convenciones internacionales, los mercantes en cuestión no debían penetrar, pero en realidad porque las víctimas de aquella operación habían sido los acorazados ingleses Cressy, Hogue y Abukir (23 de septiembre), los cruceros Hawke (16 de octubre) y Hermes (31 de octubre), y el transporte de tropas Amiral Ganteaume (27 de octubre), etc., el Almirantazgo inglés declaró zona de operaciones todo el Mar del Norte, «peligroso», en consecuencia, para los barcos mercantes. Al mismo tiempo, hizo pública una lista de productos llamados «de contrabando de guerra», en la cual figuraban una serie de artículos cuyo transporte quedaba prohibido. Informó a los mercantes, además, de que en lo sucesivo serían controlados de un modo más riguroso. Siguiendo por este camino, en la segunda quincena de diciembre el gobierno inglés anunció la creación en Holanda del Netherland Overseas Trust, el cual era una especie de organización de vigilancia, si no de control, de todo el comercio exterior del país, que permitía presagiar la puesta en marcha de un organismo semejante para los países escandinavos, tal como se demostró a continuación, y que significaba claramente que, en el futuro, el comercio marítimo sólo sería libre en la medida que conviniera a los Aliados.

Antes de adoptar contramedidas y contra el parecer de von Tirpitz, que las reclamaba con urgencia, el gobierno y el Estado Mayor alemanes esperaron los efectos de aquellas dos iniciativas. Prudentemente, ya que, empujada por sus industriales y sus banqueros, amenazados en sui negocio, Norteamérica presentó protestas en Londres y en París (diciembre de 1914-enero de 1915). Sin aceptar el volverse atrás oficialmente de su decisión, Londres y París, impresionados a pesar de todo, dieron a entender que harían la vista gorda en lo que respecta a los barcos mercantes norteamericanos. Pero con los pequeños neutrales, de los cuales no había que temer represalias económicas, ni durante la guerra ni una vez terminada, Londres y París no estimaron necesario adoptar las mismas precauciones políticas: la mercancía procedente de Norteamérica quedó solamente «en peligro» a bordo de los barcos escandinavos o, alemanes, entre los puertos escandinavos a los cuales llegaba en tránsito y los puertos alemanes. Al cabo de un mes de aplicación de las nuevas medidas se hizo sentir su efecto sobre la economía alemana y entonces prevaleció el punto de vista de von Tirpitz: el 4 de febrero de 1915, el Estado Mayor de la marina alemana declaró

[158] que las aguas de las Islas Británicas y de Francia 3 eran zonas de guerra, que a partir del 18 de febrero todo barco mercante enemigo localizado en aquellas aguas sería destruido por los submarinos alemanes, aun en el caso de que no fuera posible descartar todo peligro para las tripulaciones y los pasajeros, y que los «buques neutrales corrían los mismos peligros, ya que los azares de la guerra en el mar no excluían la posibilidad de que ataques ordenados contra navíos enemigos cayesen a veces sobre navíos neutrales».

Norteamérica protestó inmediatamente contra aquella decisión, como habla protestado contra la de los Aliados, y los alemanes les dieron la misma respuesta que los Aliados habían dado: en dos meses, sus submarinos hundieron 111 barcos mercantes con un desplazamiento de casi 300.000 toneladas, y los resultados obtenidos mediante esta táctica, en progresión creciente, permitían vaticinar que a finales de año habrían conseguido destruir 1.500.000 toneladas, como mínimo, lo cual sembró la consternación entre los Aliados. Pero, el 7 de mayo de 1915, los alemanes hundieron por error, a la altura de Irlanda, al Lusitania, paquebote inglés de la Cunard Line que regresaba de Norteamérica, rumbo a Inglaterra, y que no transportaba más que pasajeros: en el naufragio murieron 1.198 personas, 118 de las cuales eran ciudadanos norteamericanos, y los Estados Unidos presentaron a Alemania una enérgica protesta, a consecuencia de la cual, el 6 de junio, el gobierno alemán se disculpó del error prometiendo que no volverla a repetirse,. Más tarde, el 22 de agosto, los alemanes declararon que por su parte estaban dispuestos a no hacer la guerra a los barcos mercantes si no era conforme al Derecho de gentes, subrayando que los Aliados, cuyas decisiones de noviembre y diciembre habían dado origen a aquella clase de guerra, no parecían hallarse en la misma disposición de ánimo.

Desde luego, los Aliados no se hallaban en la misma disposición de ánimo: el 1 de marzo de 1915, respondiendo a la declaración alemana del 4 de febrero, manifestaron que, en adelante, detendrían «todo cargamento sospechoso de ir destinado a los Imperios centrales y lo confiscarían si no era susceptible de ser considerado de bonne prise». Al mismo tiempo, habían adoptado toda una serie de medidas destinadas a impedir en lo posible que Alemania recibiera del exterior los productos que le eran

[159] indispensables, aumentando el control sobre el tráfico de los países neutrales limítrofes de Alemania y la fiscalización de las importaciones que estaban autorizados a recibir para impedirles que abastecieran a Alemania.

¿Comunicó Norteamérica a los Aliados las respuestas alemanas del 6 de junio y del 22 de agosto de 1915 a sus protestas reIativas al hundimiento del Lusitania? Es de creer que sí. A finales de 1915, sin embargo, el Gobierno alemán tenía motivos para creer que, si les habían sido comunicadas, los Aliados no las habían tenido en cuenta, y como seguían aplicando cada vez más rigurosamente su decisión del 1 de marzo de 1915 en el Mar del Norte, el 24 de febrero de 1916 von Tirpitz fue autorizado a lanzar «la orden general de reanudación de la guerra de corso a los barcos mercantes» previo aviso «excepto a los transportes de tropas y a los barcos armados». Hay que señalar que ni el Canciller Bethmann-Hollweg, ni el propio Kaiser Guillermo II, eran demasiado partidarios de aquella orden, a la cual consideraban como una especie de reto a Norteamérica, la última potencia mundial que a pesar de todo seguía siendo amiga de Alemania, y que les había sido arrancada por el Estado Mayor de la marina. Pero, ante la reacción de la mayoría de los políticos, acabaron por mostrar su disconformidad a von Tirpitz, el cual presentó su dimisión el 14 de marzo, diciendo que «no podía seguir al frente de un Ministerio donde sus decisiones eran discutidas». Entretanto, otros dos barcos mercantes habían sido hundidos sin previo aviso, el Tubania (16 de marzo) y el Sussex (24 de marzo). El 18 de abril, el Secretario de Estado norteamericano Lansing presentó nuevas protestas, y el 25 todos los submarinos alemanes en crucero recibieron la orden de regresar a sus puertos de origen.

Sin embargo, los Aliados no se volvieron atrás de su decisión del 1 de marzo de 1915, al contrario: el 2 de junio de 1916 tomaron una nueva iniciativa declarando «derogada» su declaración del 22 de agosto de 1914 en Londres, y «suprimida toda distinción entre el contrabando de guerra absoluto y el contrabando condicional, lo cual suprimía radicalmente todo comercio de los neutrales con Alemania. Y para estar más seguros de alcanzar su objetivo, organizaron en todos los países neutrales unas comisiones interaliadas encargadas de fijar sus necesidades. Se habían dado cuenta, por ejemplo, de que Suecia, que en 1913 importaba 24.800 toneladas de algodón, había importado 123.000 en 1915 y reexportado 76.000 a Alemania. Dinamarca, que importó 370 toneladas de té inglés en 1913, había efectuado pedidos por

[160] un total de 1.602 toneladas para el año 1916, lo cual resultaba mucho más grave, ya que, en ese caso, el té era facilitado a los Imperios centrales por... ¡la propia Inglaterra! Y así por el estilo. Las comisiones interaliadas tenían como misión suplementaria, una vez fijadas las necesidades de acuerdo con las importaciones de 1913, el velar para que lo que llegaba a Noruega, a Suecia, a Dinamarca o a Suiza (por Sète) no fuera reexportado a Alemania o a Austria. A finales del año 1916, la escasez era un hecho en Alemania: la ración de harina había bajado de 200 a 160 4 gramos por día, faltaba de todo, la gente apenas podía vestirse, el índice de los precios había pasado de 100 en 1913 a 212 en diciembre de 1916, etc.

Los pequeños neutrales se vieron muy perjudicados con la decisión de los Aliados del 2 de junio de 1916, pero se vieron obligados a aceptarla para salvar al máximo su vida económica: para obtener de Inglaterra el carbón necesario a sus fábricas de vidrio que Alemania, obligada a hacer frente a las necesidades de toda la Europa central, de su industria de guerra y de Suiza, suministradora de los productos lácteos consumidos por los Imperios centrales, no podía entregarle, y el estaño necesario para la fabricación de los envases para sus industrias de conservas de pescado, Suecia tuvo que prometer no entregar carbón ni estaño a los industriales que siguieran suministrando leche embotellada o conservas a Alemania, La situación más difícil se le planteó a Suiza: con fecha de 29 de septiembre de 1916 había concertado con Alemania un acuerdo para el intercambio de ganado y de productos lácteos contra 253.000 toneladas mensuales de carbón. Los Aliados exigieron entonces que Suiza les vendiera también las mismas cantidades de ganado y de productos lácteos. Siéndole absolutamente imposible atender la petición de los Aliados, el gobierno federal declinó el ofrecimiento del 17 de noviembre. Los Aliados replicaron con el bloqueo de casi todo lo que le llegaba del exterior a Suiza a través del puerto de Séte, comercialmente franco-suizo por convención. En virtud de lo cual, para obtener el desbloqueo del puerto de Séte, Suiza se vio obligada a renunciar paulatinamente a su acuerdo comercial con Alemania.

La decisión aliada del 2 de junio de 1916 no dejó de tener también repercusiones en la vida económica de Norteamérica: el bloqueo de los Imperios centrales era prácticamente el blo-

[161] queo de Norteamérica. Pero esta vez no era obtenido ya mediante la restricción de la libertad de navegación: sencillamente, los pequeños neutrales que no podían reexportar nada a los Imperios centrales, no adquirían nada en Norteamérica que no estuviera destinado a sus propias necesidades. Jurídicamente, no existía la posibilidad de reclamaciones diplomáticas.

Entretanto, en la opinión pública de los Estados Unidos se había producido una evolución. En Europa, mientras Bulgaria y Turquía habían decidido alinearse al lado de Alemania y de Austria-Hungría, Servia y Bélgica desde el principio, y luego Montenegro, Rumania, Italia y Grecia se habían alineado sucesivamente al lado de los Aliados. A finales de 1916, otros países de los otros Continentes, paulatinamente convencidos de, que, dado el cariz tomado por los acontecimientos en el mar, sus intereses les recomendaban abrazar la causa de los Aliados, se habían unido también a su bando. Los Imperios centrales, Bulgaria y Turquía se encontraban, pues, o en estado de ruptura de las relaciones diplomáticas, o en estado de guerra con casi todo el mundo.

En Norteamérica, el presidente Wilson seguía dispuesto a tratar con la misma justicia y con la misma equidad a los dos bandos. Pero, en la opinión pública, la causa de los Aliados había hecho grandes progresos debido a dos causas fundamentales: por una parte, aunque el grupo de los norteamericanos de origen germano era el más numeroso, no podía compararse con los latinos, esclavos y británicos reunidos, los cuales, en caso de elección obligatoria, se hubieran inclinado en favor de la causa de sus países de origen; por otra parte, la propaganda del ex presidente Theodore Roosevelt, orientada en favor de los Aliados desde el comienzo de las hostilidades, era cada vez más amplia y más eficaz. Al mismo tiempo, los industriales y los banqueros habían ido modificando sus puntos de vista bajo la presión de las dificultades económicas que les planteaba el bloqueo de los Imperios centrales. El contacto con esas dificultades, además, había revelado a industriales y banqueros otra verdad: el modo cómo los Imperios centrales conseguían superar las crecientes dificultades que les planteaba la casi parálisis de sus intercambios comerciales exteriores, indicaba la clase de competidores que serían después de la guerra en los mercados mundiales, caso de resultar vencedores. A la luz de aquella revelación, los industriales y los banqueros norteamericanos, en su gran mayoría partidarios de los Aliados a causa de sus orígenes, ejercieron una presión sobre su medio en el cual obtuvieron los mismos resul-

[162] tados que había obtenido el ex presidente Theodore Roosevelt, en el terreno político, sobre la opinión pública.

El presidente Wilson no podía dejar de quedar impresionado por aquella evolución de la opinión pública y de los medios industriales. En su deseo de no ceder, estuvo a punto de ser ayudado por las circunstancias: el 21 de noviembre de 1916 murió Francisco-José, emperador de Austria-Hungría, y su sucesor Carlos-Francisco, sobrino suyo, se apresuró a tratar de iniciar, por medio de su cuñado francés, el príncipe Sixto de Borbón, negociaciones con los Aliados con el fin de dar término a la guerra a través de un compromiso; en Alemania, después del fracaso del Estado Mayor en Verdún (febrero-julio de 1916), el canciller Bethmann-Hollweg se había casi convencido de que los Imperios centrales no podrían dictar nunca condiciones de paz a los Aliados y que les convenía negociar cuando aún había tiempo para ello: el 12 de diciembre de 1916 pronunció un discurso en el Reichstag que era un verdadero ofrecimiento de paz; en Italia se había desencadenado un movimiento en favor de Giolítti, el cual no había podido impedir la intervención armada al lado de los Aliados (16 de marzo de 1915), y, en el Vaticano, se preparaba un intento de mediación de la Santa Sede; en Francia se había iniciado un movimiento en favor de la reanudación de las relaciones internacionales; y en la propia Inglaterra, las restricciones derivadas de la aplicación de la decisión del 2 de junio -- la insuficiencia de la flota mercante para transportar lo que Francia e Inglaterra podían seguir comprando en Norteamérica había conducido a la implantación de las cartillas de racionamiento, la requisa de los productos autóctonos, etc. -- provocaban un descontento popular cada día en aumento

El 22 de diciembre, el presidente Wilson creyó llegado el momento de una intervención mediadora en Europa, la cual creyó que podría conducir a la unidad de puntos de vista en la opinión pública norteamericana, y solicitó a los dos bandos en guerra que le dieran a conocer sus respectivos objetivos bélicos. Su confianza en el éxito era tal que, a pesar de que el Gobierno alemán, apremiado por las dificultades derivadas de la declaración aliada del 2 de junio de 1916 había anunciado, el 9 de enero de 1917, «la reanudación general de la guerra submarina sin restricciones para el 1 de febrero», en su mensaje al Senado de 21 de enero, Wilson propuso ni más ni menos que una «paz sin vencedores ni vencidos» y una Sociedad de Naciones basada en la justicia internacional, tal como hemos visto (cf. p.148). Pero, unos días después, la prensa republicana hizo un gran ruido

[163] alrededor de una tentativa de la Embajada de Alemania en Washington para alzar a los paises de la América latina contra los Estados Unidos: no se ha sabido nunca exactamente de qué se trataba, pero hay que creer que los rumores no estaban faltos de base 5, ya que, el 3 de febrero, el propio presidente Wilson propuso la ruptura de relaciones diplomáticas con los Imperios centrales.

Luego, una vez entrada en vigor la decisión alemana de reanudación general y sin restricciones de la guerra de corso en el mar del 9 de enero, se supo que los submarinos alemanes habían hundido 540.944 toneladas de flete comercial durante el mes de febrero. El 17 de marzo, tres barcos mercantes norteamericanos habían sido hundidos. El 1 de abril, el tonelaje hundido por los submarinos alemanes alcanzó la cifra de 578.253 toneladas...

Perdida toda esperanza de no transformar la ruptura de relaciones diplomáticas con los Imperios centrales en declaración de guerra, cogido entre los fuegos combinados de una opinión pública en el seno de la cual una importante mayoría la reclamaba desde el 17 de marzo, y de los medios industriales asustados por los primeros resultados de la reanudación de la guerra submarina, reveladores de una competencia germanonorteamericana muy dura para la posguerra si Alemania salía vencedora del conflicto, el 2 de abril de 1917 el presidente Wilson la propuso personalmente al Tribunal Supremo y al Congreso reunidos en sesión solemne.

Los industriales y los banqueros norteamericanos habían ganado.

* * *

La intervención de los Estados Unidos en la guerra fue decisiva, mucho más por cuanto, en noviembre de, 1917, el hundimiento de Rusia dejó libre el frente del Este y permitió a los Imperios centrales concentrar todos sus esfuerzos sobre el del Oeste. De momento, no modificó de un modo sensible el equilibrio

[164] de las fuerzas en presencia: los Estados Unidos no estaban preparados y tenían que poner en pie un ejército de tierra, construir una flota de guerra, aumentar su tonelaje comercial para remediar las pérdidas del de los anglofranceses, seriamente dañado por los submarinos alemanes, es decir, transformar toda su economía, cosa que en opinión de los especialistas exigiría un plazo mínimo de un año. Durante ese tiempo, los Imperios centrales podían ganar la guerra, y de hecho procuraron hacerlo, hasta el punto de que en el campo aliado, se temió a menudo que lo consiguieran, especialmente a comienzos de 1918.

Durante todo el año 1917, la guerra en el mar fue algo salvaje: de 578.253 toneladas en marzo, la cifra de las destrucciones de barcos mercantes aliados había pasado a 874.756 en abril, para mantenerse alrededor de una media mensual de 600.000 en los meses siguientes y alcanzar un total de 6 a 7 millones en todo el año. Prácticamente, se había conseguido el bloqueo económico de los Imperios centrales, pero las potencias occidentales y Norteaméríca no estaban menos bloqueados, En todos los países europeos, lo mismo neutrales que beligerantes, el racionamiento de casi todos los artículos provocó una crisis moral muy grave, debido al descontento general, crisis que alcanzó su cenit en noviembre, con el hundimiento de Rusia. «Nos hallamos en trance de perder la guerra», le manifestó en enero de 1918 el almirante inglés Jellicoe al almirante norteamericano Sims, el cual había llegado a Inglaterra para preparar una acción conjunta que permitiera limitar las pérdidas que los submarinos alemanes causaban en los barcos mercantes.

La moral era muy baja, y las informaciones que el almirante Sims estaba encargado de transmitir al Estado Mayor francobritánico no iban a contribuir a elevarla, precisamente: en efecto, a pesar de que la flota norteamericana se hallaba ya en condiciones de atender a las necesidades de sus aliados, siempre que la Home Fleet fuera capaz de asegurar la seguridad de los convoyes, las primeras divisiones norteamericanas equipadas no podrían llegar a Europa hasta dos o tres meses más tarde: 70.000 hombres el 1 de abril, que se convertirían en 450.000, como mínimo, el 1 de julio. Por tranquilizadora que resultara esa última cifra, ni los franceses ni los ingleses se sintieron tranquilizados, preocupados cómo estaban por el futuro inmediato. ¿Cuáles eran las intenciones del Estado Mayor alemán? y, sobre todo, ¿cuáles serían sus propias posibilidades en el intervalo?

El Estado Mayor alemán, que veía llegar el peligro, opinaba cuerdamente que si no conseguía la victoria antes de la llegada

[165] del grueso de los refuerzos norteamericanos, la guerra estaba irremediablemente perdida para los Imperios centrales: «El 21 de marzo de 1918, a las 4 de la madrugada -- escribe el mariscal Foch en La Seconde Bataille de la Marne (pág. 108) -- un fragor de tormenta estalló súbitamente en Francia, sebre el frente que se extendía desde Arras hasta Noyon... » Medio millón de hombres, es decir, unas cincuenta divisiones, se lanzaron aquel día contra las posiciones francesas. En diez días consiguieron romper 60 kilómetros de un frente de 80, haciendo casi 100.000 prisioneros... El 9 de abril, las posiciones inglesas del Lys quedan rotas a su vez... El 27 de junio, una ofensiva sobre el Aisne rompe el dispositivo francés del Chemin des Dames y conduce a las tropas alemanas hasta la región de Château-Thierry, en el Marne, a 65 kilómetros de París...

La situación de los Aliados era desesperada. Pero la economía alemana, agotada por aquel esfuerzo, no bastaba de nuevo a satisfacer las necesidades del frente. Y cuando, tras recobrar aliento durante un mes de descanso, Lüdendorff se halló en condiciones de reanudar la ofensiva, el 15 de julio, los 450.000 soldados norteamericanos estaban allí integrados en un dispositivo que, desde el Mosela hasta el Mar del Norte, se hallaba preparado para pasar a la contraofensiva en cualquier momento.

Orientada hacia el Marne, desde donde Lüdendorff esperaba continuar su avance en dirección a París, la ofensiva alemana fue parada en seco el tercer día, y al cabo de un par de semanas los alemanes se hallaban de nuevo en sus posiciones de partida, después de haber perdido 30.000 hombres, 6.000 cañones, 300 ametralladoras, 200 lanzaminas, etc. El 20 de agosto, las tropas aliadas alcanzaron la línea Arras-Soissons. El 26 de septiembre, los ingleses recuperaron las posiciones perdidas en abril. Y el 15 de octubre, la línea Hindenburg quedó rota en todo el frente: el 19 de octubre, el objetivo de las tropas aliadas es la línea Sedan-Gante y, mientras el 5 de noviembre el Ejército alemán inicia un movimiento de retirada general, el mariscal Foch lanza la consigna: « ¡Al Rin! »

Entretanto, y una vez se hizo evidente que el Estado Mayor alemán no sería ya capaz de recobrar la iniciativa de las operaciones, se había convocado un Consejo de la Corona en el Gran Cuartel General de Spa. La reunión tuvo lugar el 1 de agosto.

Desgraciadamente para él, no hubo ya momento favorable. El 13 de septiembre, mientras el Estado Mayor tomaba la decisión de efectuar un repliegue general sobre la línea Hindenburg, el Emperador Carlos hacía saber que Austria-Hungría estaba decidida a pedir la paz. El 26, Bulgaria deponía las armas...

El 3 de octubre, el canciller del Imperio, príncipe Max de Bade 6 entró en contacto con el presidente Wilson a través del embajador de Suiza en Washington y, a partir de aquel momento, los acontecimientos se precipitaron.

El príncipe Max de Bade tenía sus motivos para dirigirse a Wilson y no al Primer ministro de Francia o de la Gran Bretaña: por una parte, su influencia en la dirección de la guerra era preponderante y, por otra, al referirse al cese de las hostilidades y a la paz subsiguiente, había pronunciado, después de su mensaje al Senado de 21 de enero de 1917 (una paz sin vencedores ni vencidos, una Sociedad de Naciones basada en la justicia, etc.), cierto número de discursos que podían ser considerados como otras tantas afirmaciones estimulantes para les Imperios centrales, siempre que reconocieran sus errores.

El primero de aquellos discursos fue un nuevo mensaje al Senado, el 8 de enero de 1918: incluía sus famosos 14 puntos. En aquella fecha, los representantes de los Soviets estaban en plenas negociaciones en Brest- Litovsk con los de Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Bulgaria, negociaciones que los propios Soviets habían provocado el 20 de noviembre de 1917, por medio de un texto que era al mismo tiempo una Proclama dirigida al pueblo ruso y una Declaración de intenciones de cara a los Imperios centrales y a sus antiguos aliados, a los cuales, por otra parte, la habían enviado:

Aquella paz era la que el presidente Wilson había definido en su mensaje al Senado del 21 de enero de 1917: sin vencedores ni vencidos. Se concibe fácilmente que estimara necesario concretarla antes de que las negociaciones de Brest-Litovsk llegaran a su término. Y eso fue lo que hizo en sus 14 puntos, que pueden resumirse así:

En un segundo discurso pronunciado el 11 de febrero de 1918, Wilson comenta las disposiciones ya conocidas del Tratado de Brest-Litovsk y, en cuatro puntos, define lo que, prácticamente, entiende por «Derecho de los pueblos a disponer de sí mismos»:

Más tarde, el presidente Wilson pronunció otros discursos en los cuales hacía públicos sus conceptos de la paz: el del 6 de abril, aniversario de la entrada en guerra de los Estados Unidos, en el que asegura que su país no trata de obtener ninguna ventaja material de la guerra; el del 4 de julio, que contiene una fórmula citada muy a menudo: «Lo que tratamos de establecer es el imperio de la Ley basada en el consentimiento de los

[169] gobernados, apoyada por la opinión esclarecida de la humanidad»; el del 7 de septiembre que, en cinco principios, resume todos los poecedentes:

En su nota del 3 de octubre, el príncipe Max de Bade informó al Presidente Wilson de que el Gobierno alemán estaba dispuesto a firmar la paz en las condiciones, fijadas en su mensaje al Congreso del 8 de enero y solicitaba un armisticio. El 7 de octubre, el Gobierno austrohúngaro expresó el mismo deseo en las mismas condiciones.

Tras un intercambio de correspondencia en el curso de la cual una y otra parte concretaron cierto número de detalles, el 23 de octubre el Presidente Wilson informó a los Imperios centrales que aceptaba la apertura de las negociaciones con la salvedad de que en ningún caso negociaría con los Hohenzollern y que se trataría de una capitulación sin condiciones. Pero lo que antecede aclara suficientemente lo que, en la pluma del Presidente Wilson, podía significar una capitulación sin condiciones: una cuestión de pura fórmula, o, a lo sumo, una precaución contra la posibilidad de que, una vez firmado el armisticio, el Estado Mayor alemán, descontento -- no era descabellado suponerlo --, decidiera reanudar las hostilidades después de haberlas interrumpido. Wilson, por otra parte, lo explicaba así en su repuesta.

El mismo día, sin esperar la respuesta del gobierno alemán, Wilson envió copia de toda la correspondencia a los franco-británicos, invitándoles «a fijar con sus consejeros militares las condi-

[170] ciones de un armisticio, en el caso de que estuvieran dispuestos a concederlo».

Fechada el 27 de octubre, la respuesta alemana le llegó el 28: era una aceptación. El gobierno del príncipe Max de Bade esperaba ahora «las proposiciones de armisticio susceptibles de hacer posible una paz justa de acuerdo con los principios enunciados por el Presidente».

Fechada el 4 de noviembre, la respuesta de los franco-británicos estaba concebida en los siguientes términos:

* * *

El desarrollo de los acontecimientos a partir de entonces no tiene apenas importancia: el 5 de noviembre, Wilson envió por medio del embajador de Suiza un telegrama a Berlín, invitando al gobierno alemán a enviar al Mariscal Foch representantes acreditados y autorizados para ser informados de las condiciones del Armisticio y, eventualmente, firmar el acuerdo. Inmediatamente

[171] fueron nombrados: el diputado Erzberger, jefe del Partido del Centro y Ministro, el Conde Oberndorff, Ministro plenipotenciario, el general von Winterfeldt, el capitán de navío Vanselow y un representante del Estado Mayor, el general von Gundell, el cual había recibido órdenes de Hindenburg para que actuara como simple observador, sin tomar parte alguna en los trabajos ni asumir ninguna responsabilidad. Salieron de Berlín el 6 de noviembre y llegaron a Rethondes el 8 del mismo mes.

Entretanto, el 30 de octubre, Turquía había depuesto las armas, y el 3 de noviembre Austria-Hungría había seguido su ejemplo. En Alemania se habían producido graves acontecimientos. Respetando sus compromisos, el príncipe Max de Bade había enviado el 1 de noviembre al diputado prusiano Drews al Gran Cuartel General de Spa, donde se hallaba el Emperador, para pedirle que abdicara voluntariamente, y la gestión no había tenido éxito.

El 3 de noviembre, 20.000 marineros pertenecientes a las escuadras fondeadas en Kiel se amotinaron. El 4, las tripulaciones del König, del Kronprinz-Wilhelm, del Kurfürst, del Thuringen, del Heligoland y del Mackgraf, se habían negado a aparejar e izaron la bandera roja en sus barcos. El día siguiente se constituían en Kiel los primeros consejos de obreros y de soldados. El movimiento se extendió rápidamente por toda Alemania, y el 8 de noviembre, el Emperador, que seguía en Spa resistiendo a las presiones que de todas partes se ejercían sobre él para obtener su abdicación voluntaria, se enteró de que el Rey de Baviera y el Rey de Würtenburg habían huido antes las manifestaciones populares organizadas por aquellos consejos y les habían dejado el campo libre. El 9 de noviembre, de madrugada, terminó por ceder, pero sólo a título de Emperador de Alemania, y no al de Rey de Prusia, que pretendía conservar 7. Aquella misma tarde, por consejo de Hindenburg, se refugió en Holanda.

La noticia llegó a Berlín aquel mismo día y el príncipe Max de Bade presentó inmediatamente la dimisión, remitiéndola a Ebert, Presidente de los Consejos de obreros y de soldados y encargándole de formar el nuevo Gabinete. A aquella misma hora llegaba al Reichstag el diputado-ministro Scheidemann y, sin consultar a nadie, anuncíó la proclamación de la República ante una

[172] gran masa de manifestantes. Pero en Berlín, como en todas partes, los Consejos de obreros y de soldados estaban bajo la influencia de los socialistas Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, los cuales soñaban en llevar a cabo en Alemania una revolución del tipo de la que los bolcheviques habían llevado a cabo en Rusia y la hacían progresar a grandes pasos por aquel camino, explotando astutamente el descontento popular motivado por la escasez. Fue un milagro que el socialista moderado Ebert resultara elegido Presidente de un Directorio de seís miembros democráticamente nombrados por los delegados de los Consejos de obreros y de soldados, con la misión de tomar el relevo de las instituciones en bancarrota.

En Rethondes, en aquella coyuntura vecina del caos, tras recibir un telegrama de Berlín sin más firma que «Reichkanzler» seguida del vocablo Schluss, que significa «fin» y que los Aliados tomaron por el nombre, del nuevo Canciller 8 el 11 de noviembre, a las 2,05 horas, Erzberger, que ignoraba lo que estaba sucediendo en Berlín, comunicó al Mariscal Foch que estaba dispuesto a reunirse en sesión para la firma del armisticio. El documento fue firmado a las 5,10 horas y, a las 11, las hostilidades quedaron oficialmente suspendidas por una y otra parte durante un plazo de 36 días, susceptible de ser prorrogado, en toda la extensión del frente.

La delegación alemana no habia dejado de encontrar excesivas algunas de las condiciones que le eran impuestas, y lo mismo puede decirse del Directorio de los seis, en la medida en que había podido ser informado: pero no podían elegir. Una de esas condiciones preveía la entrega a los Aliados de los medios marítimos y terrestres de transporte, y la manutención de las tropas de ocupación en una zona prevista que era toda la orilla izquierda del Rin, pero que podía extenderse a la orilla derecha en caso de

[173] que no se hiciera aquella entrega 9 : después de un bloque económico de 50 meses, la entrega de los medios de transporte sólo podía tenler como efecto, mantenido el bloqueo, agravar la situación alimenticia de Alemania, convirtiéndola en desesperada, comprometer la reorganización de la economía por la parálisis total de los transportes de materias primas de las zonas productoras (especialmente del Ruhr), hacia las zonas de transformación, y provocar un descontento general susceptible, de favorecer el juego bolchevizante de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo.

De todos modos, firmaron. Ya que, por duras y excesivas que les parecieran algunas de las condiciones, de un modo especial la que acabamos de citar, creían que llegado el inomento de incluirlas en un tratado de paz no se apartarían de las promesas contenidas en las declaraciones, del Presidente Wilson, las cuales, en su nota del 4 de noviembre, los franco-británicos habían asegurado que serían respetadas.

Convencidos de que obtendrían fácilmente satisfacción, los alemanes enviaron, el mismo día de la firma, una carta a Wilson pidiéndole que interviniera en el sentido de una suavización de las condiciones, de un modo especial en lo que respecta a la entrega de los medios de transporte, llamando particularmente su atención sobre sus efectos casi seguros.

La intervención del Presidente Wilson parece fuera de toda duda, aunque nunca se ha hecho público nada acerca de ese extremo: hay que llegar a la conclusión, por lo tanto, de que no obtuvo satisfacción.

No habiendo podido ser cumplida la condición en el plazo previsto, el 13 de diciembre, en Trèves, hubo que considerar la posibilidad de prorrogar el armisticio. Lejos de atender la petición alemana, el acta de prorrogación contenía una nueva cláu-

[174] sula, más grave aún: «A partir de esta fecha, el comandante en jefe de lois ejércitos aliados se reserva el derecho de ocupar, cuando lo considere útil a titulo de garantía adicional, la zona neutral establecida en la orilla derecha del Rin, al norte de la cabeza de puente de Colonia y hasta la frontera holandesa».

El drama que vivimos de 1939 a 1945, y que continuamos viviendo, acababa de empezar.



NOTAS

1 Demócrata. En las elecciones presidenciales de noviembre del afío 1912, había triunfado brillantemente sobre Theodore Roosevelt, antiguo Presidente (1900-1904) y sobre Taft, Presidente saliente (1904-1912), candidatos del Partido Republicano, escindido. El «hombre fuerte» del Partido Republicano de la época era Th. Roosevelt (primo hermano y tío por matrimonio de Franklin Delano Roosevelt, al cual debemos el tener a los eslavos a 50 kilómetros de Hamburgo), y no Taft, con el cual mantenía una rivalidad irreconciliable. Thomas Woodrow Wilson, elegido en noviembre de 1912, tomó posesión de su cargo el 4 de marzo de 1913.


2 «Si hubiésemos tenido realmente el servicio militar obligatorio -- escribió el Mayor Stein (Schafft ein Heer !, pág. 8) --, y, en consecuencia, varios cuerpos de ejército más en 1914, la réplica del Marne no se hubiera producido, hubiéramos a plastado a Francia fácilmente y podido dictar las condiciones de paz en 1915». Lord Kitchener y el Mariscal Haig compartían ese punto de vista. Es evidente que si Alemania hubiese contado con sólo 10 divisiones más, con Moltke hubiera podido hacer frente a las primeras necesidades del frente del Este sin distraer ninguna de las fuerzas inicialmente previstas para el Plan Schlieffen, y no se habría visto obligado a modificar ese Plan. En 1913, Ludendorf, que era un fanático del Plan Schlieffen y que no concebía su aplicación sin la realización previa de «la Nación Ejército», no consiguió hacer compartir su punto de vista al Emperador Guillermo II; reclamó entonces la creación de 3 cuerpos de ejército complementarios de reserva, sin conseguirlo. Benoist-Méchin, que parece compartir también el punto de vista del Mayor Stein, de Lord Kitchener y del Mariscal Haig, cita el hecho en su Histoire de l'Armée allemande (T. 1, pág. 30).


3 Únicamente de las Islas Británicas y de Francia, no de todo el Mar del Norte.


4 De 200 a 165 gramos en Austria-Hungría.


5 Un telegrama del gobierno alemán a su Ministro en Méjico recomendándole preparar un ataque mejicano contra los Estados Unidos, con los cuales Méjico se hallaba en fricción. Interceptado por el gobierno norteamericano, el telegrama, sobre el cual no se ha hecho toda la luz, no se hizo público en aquellos momentos. Que yo sepa, el gobierno alemán no ha reconocido nunca haber enviado aquel telegrama, pero...


6 En julio de 1917, Hindenburg y Lüdendorff habían obtenido del Emperador la destitución de Bethmann-Hollweg, al cual consideraban demasiado inclinado a la negociación. A Bethmann-Hollweg le sucedió un incapaz: Michaelis, que fue substituido muy pronto por el Conde Hertling. El Príncipe Max de Bade había reemplazado al conde Hertling el 29 de septiembre, y en su gabinete figuraban socialistas tales como Scheidemann. Se trataba, por primera vez en Alemania, de un Gabinete apoyado en una mayoría parlamentaria.


7 A título de Rey de Prusia no abdicó hasta el 28 de noviembre, presionado por Inglaterra, la cual, habiendo sido firmado y entrado en vigor el Tratado de Armisticio, amenazó, con solicitar su extradición a Holanda si no consentía en aquella abdicación.


8 En efecto, no había ya canciller en Alemania. Ebert, que había aceptado el cargo en los primeros momentos a propuesta del príncipe Max de Bade, se había visto obligado a renunciar a él bajo la presión del Directorio de los seis, el cual argüía que, dado que el Directorio era una emanación del pueblo, no del Parlamento, y que la forma del nuevo gobierno no estaba aún constitucionalmente definida, Ebert sólo podía actuar a título de Presidente, y no de Canciller. Temiendo provocar la confusión y la vacilación entre los Aliados, con la consiguiente negativa a continuar las negociaciones, el Directorio había decidido firmar el telegrama oficial con el antiguo título, sin poner ningún nombre, abbsteniéndose de hacerlo con un título -- el de Presidente del Directorio -- que podía no ser comprendido y comprometerlo todo.


9 Aquella entrega comprendía: 5.000 locomotoras, 150.000 vagones y 5.000 camiones. Además, las vías de comunicación de todas clases serían puestas a disposición de los Aliados, quedando a cargo de Alemania los gastos de mantenimiento y de aprovisionamiento (§ A. 7 o ); abandono inmediato e intacto de todo el material de navegación fluvial, de todos los barcos mercantes, remolcadores, chalanas, etc., cuando se llevara a cabo la evacuación de la costa belga (§ F. 9 o ); lo mismo en el Mar del Norte (§ F. 10 o ); mantenimiento del bloqueo: los barcos mercantes alemanes quedaban sujetos a captura (§ F. 7 o ); derecho de requisa ilimitado ejercido por los ejércitos aliados en los territorios ocupados, etc. Aquella enumeración no incluye más que el material utilizado para las necesidades económicas, con exclusión de las entregas de material militar, las cuales, en el tratado de armisticio, eran tema de otras disposiciones.


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