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Paul Rassinier

LA VERDAD SOBRE EL PROCESO ElCHMANN


1962


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CAPITULO VI

EL PROBLEMA

Entre las dos guerras, el punto de vista que se acaba de exponer fue durante mucho tiempo el del Socialismo internacional. En términos muy parecidos, Jean Longuet, nieto de Karl Marx, lo había expuesto en la tribuna de la Asamblea Nacional, el 18 de septiembre de 1919, en un discurso que hizo época y en el cual pedía a la Asamblea que no ratificara el Tratado. El lema de aquel discurso era un párrafo de un célebre ensayo que Ernest Renan había publicado en la época en que sentaba cátedra, bajo el título: «¿Qué es una nación?», y que reproducimos a continuación:

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Y para demostrar que «el pretendido, derecho histórico» de Renan, en el cual querían basarse los partidarios de la ratificación, en cuyo nombre habló M. Barthou, era una elaboración de la mente, Longuet se servía del ejemplo de la propia Francia:

Mientras que «el deseo claramente expresado de continuar la vida común», que era de otro valor, estaba abundantemente provisto de referencias, cuyos ejemplos más significativos citaba:

-- LA NOTA DEL 30 DE NOVIEMBRE DE 1918, DIRIGIDA AL PRESIDENTE WILSON POR EL COMITÉ EJECUTIVO DE LA ASAMBLEA NACIONAL PROVISIONAL AUSTRIACA:

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-- LA PROTESTA DE LOS SINDICATOS DEL PAIS DE LOS SUDETES DE FECHA 4 DE MARZO DE 1918:

-- EL DISCURSO DE OTTO BAUER EN LA ASAMBLEA NACIONAL AUSTRIACA EL 7 DE JUNIO DE 1919:

-- UN EXTRACTO DEL DISCURSO DEL CANCILLER KARL RENNER. EL 15 DE JUNIO DE 1919, EN ST. GERMAIN-EN-LAYE:

-- LA RESOLUCIÓN ADOPTADA POR EL CONSEJO NACIONAL DEL PARTIDO SOCIALISTA FRANCÉS. LOS DíAS 13 y 14 de JULIO DE 1919:

-- LA RESOLUCIÓN ADOPTADA EL 6 DE SEPTIEMBRE DE 1919 DESPUÉS DE LA FIRMA DEL TRATADO POR LA ASAMBLEA NACIONAL AUSTRIACA:

Y Jean Longuet concluyó:

En 1938, sin embargo, la resolución adoptada por el Partido Socialista francés en su Congreso de Royan, decía:

La firma de Francia en cuestión era la que Francia había estampado en Versalles o posteriormente a favor del respeto del tratado... En otras palabras, los socialistas franceses estaban dispuestos a luchar en defensa del mismo tratado contra el cual, veinte años antes, se habían pronunciado con tanto vigor y tanta obstinación.

Allí empezaron mis desavenencias con el Partido Socialista: la guerra, Nuremberg... Después de Nuremberg, seguí manteniendo nuestro punto de vista común de 1919, y esto significó la ruptura.

Fui vengado por Churchill, el cual, en sus Memorias, escribió en 1952:

Y:

Si Mr. Churchill hubiese dicho todo esto en 1919, es poco probable que le hubiesen escuchado: en aquella época no era más [221]que un personaje de segundo plano. Pero no cabe duda de que si lo hubiese dicho en 1945, el proceso de Nuremberg no se habría celebrado.

Y eso era lo que yo quería decir.

* * *

En 1932, con el pequeño grupo de sindicalistas no conformista (anarcosindicalistas) de la tendencia llamada La revolución proletaria, participé en las tareas de edición y de vulgarización en Francia, bajo el título Compendio de geografía económica, de una colección de conferencias pronunciadas ante Ias colegas obreros de su país por el economista inglés J. F. Horrabin. Nos había parecido que el problema a resolver no había sido nunca mejor planteado, que nunca se había puesto más en evidencia la falta de discernimiento, la carencia total de perspectivas históricas, la mediocridad, en suma, de los responsables del Tratado de Versalles. Para decirlo todo, habíamos encontrado en aquellas conferencias los motivos fundamentales de todas las guerras a partir de la Guerra de los Cien años, incluida la que sentíamos llegar. Se me disculpará si, a riesgo de ser acusado de un abuso de citas, reproduzco unidos unos a otros y subtitulados por mí, los párrafos que me parecen resumir mejor una tesis que, al cabo, de treinta años, conserva toda su actualidad:

1. - HISTORIA DEL IMPERIO DE LOS MARES

Durante millares de años, la Historia tuvo por eje el Mar Mediterráneo. Los países que rodean a ese mar hacían entonces los progresos más considerables en los terrenos técnico, económico y social. Mientras duró ese estado de cosas, la situación geográfica de la Gran Bretaña constituyó una desventaja para sus habitantes. Situada más allá de las orillas del mundo del comercio, muy alejada de los caminos y centros principales, no tenía lugar en el mundo conocido. Permaneció en ese estado hasta la llegada de los fenicios, y luego de los romanos. Y cuando la potencia romana se desvaneció, la Gran Bretaña volvió a encontrarse durante otros mil años entre los países perdidos. Pero llegó un momento en que el comercio de las ciudades mediterráneas se extendió hacia el norte a través del valle del Rin, y en que los comerciantes de la Liga Hanseática hicieron del Mar del Norte y del Báltico un nuevo Mediterráneo. La Gran Bretaña, aunque siempre muy alejada. se encontró entonces en contacto más estrecho con el resto del mundo.

[222] Fue la terminal Noroeste de las grandes rutas comerciales que cruzaban el continente partiendo del Mediterráneo. Pero no era más que una terminal, no una base en sí misma. Finalmente, llegó la conquista del Atlántico y el descubrimiento del Nuevo Mundo que se encuentra al oeste de dicho Océano. Entonces, los países del Noroeste de Europa, los países que tenían costas atlánticas y no costas mediterráneas, se encontraron en la más deseable de las posiciones, de cara a las costas del nuevo Continente.

Fue entonces, y solamente entonces, cuando la posición de la Gran Bretaña se convirtió en una ventaja. Y de aquella época data el comienzo de la supremacía británica en Europa y finalmente en el mundo. Hasta entonces, Inglaterra se había encontrado en un camino secundario. Ahora, ocupaba el mejor emplazamiento en el principal de los caminos.

Los descubrimientos marítimos desplazaron los centros de Europa. Los sustrajeron a los mares cerrados para trasladarlos a las orillas del Atlántico. Venecia y Genova cedieron el lugar a Bristol y Lagos. El activo aunque reducido comercio del Báltico, el cual, desde el siglo XII al siglo XVII labró la riqueza y la preeminencia histórica de las ciudades hanseáticas, perdió su relativa importancia cuando el Atlántico se convirtió en el campo marítimo de la Historia. La preeminencia se desplazó hacia el Oeste, pasó de Lubeck y Stralsund a Amsterdam y a Bristol.

La historia de los tres siglos siguientes es la historia de la lucha por la supremacía de esos países del Noroeste europeo. Dos siglos antes del final del capítulo mediterráneo, se encuentra ya un tratado comercial portugués, firmado en 1294, que revela un comercio de cierta importancia a lo largo de las costas del Atlántico. Pero España y Portugal fueron las precursoras, con mucho, de los grandes descubrimientos. Y unas semanas después del regreso de Colón de su primer viaje, el Papa promulgó una Bula adjudicando el hemisferio occidental a España y el oriental a Portugal. Esto dejaba al margen a las naciones nórdicas, especialmente a Holanda e Ingleterra. Los navegantes de esos dos países se dedicaron entonces, durante varios años, a buscar caminos hacia las Indias por el Noroeste y el Nordeste, por el Norte de América y el Norte de la Siberia. Ambos caminos se revelaron impracticables. Los dos países, en consecuencia, sólo podían tomar su parte de la riqueza de las Indias y de América rompiendo con el Edicto papal. Así, desde antes de la mitad del siglo XVI los dos habían roto con el Papa y caído en brazos del Protestantismo. El poder del Papa era considerable. Pero no podía modificar las condiciones geográficas, ni el impacto de esas condiciones en el cere[223] bro de los hombres. A finales del siglo XVI los ingleses habían destruido la Armada de Felipe de España. Y los holandeses, después de haber sacudido el yugo español, se establecían en las Indias Occidentales y Orientales, en diversas regiones arrancadas a los españoles y a los portugueses. El poder del Papa, señor del Mediterráneo, se desvanecía al tiempo que declinaba la importancia del propio Mediterráneo.

El siglo siguiente contempló la gran rivalidad de las burguesías inglesa y holandesa por el dominio de las rutas oceánícas, rivalidad en la que intervino, ora de un lado, ora del otro, un tercer país del Noroeste de Europa, Francia. Para comprobar hasta qué punto los cuatro extremos de la tierra estaban atados -- sí, atados, literalmente encadenados -- a los Estados del Noroeste de Europa, bastará leer este simple párrafo, con un atlas al alcance de la mano:

En el cénit de su poder, unos años más tarde, es decir, a mediados del siglo XVII, los holandeses reinaban en las Antillas. Tenían posesiones en el Brasil y en la Guayana... Poseían establecimientos comerciales en las costas de Guinea, y en Cape Town (el Cabo de Buena Esperanza), en la ruta de las Indias. Eran dueños de las islas de Ceilán y de Maurice (de Nassau). Poseían, finalmente, las llaves de la América del Norte en su ciudad de Nueva Amsterdam (actualmente Nueva York) (Fairgrive, pág. 151).

Pero, a comienzos del siglo XVIII Gran Bretaña había ocupado el lugar de Holanda como arriero de los mares y como dueña de los puntos clave de las grandes rutas oceánicas mundiales. Según la jactanciosa declaración de un escritor, «Inglaterra se encontró, al salir de las guerras, en condiciones de extender su comercio marítimo con un renovado vigor. Estaba dispuesta a continuar, en todos los mares, la obra que los griegos, los fenicios y los venecianos habían llevado a cabo a lo largo de las costas del Mediterráneo». Pero, señalémoslo, esto no era debido a los beneficios de una Providencia que extraía a los ingleses de una arcilla superior a la de los franceses y holandeses. Era, en primer lugar. resultado de la ventajosa posición geográfica de la Gran Bretaña en las rutas atlánticas; en segundo lugar, del hecho de que la Gran Bretaña poseía una agricultura y una industria muy superiores a las de sus rivales y que constituían un fundamental apoyo para sus expediciones marítimas. La revolución industrial, en efecto, había empezado antes de finales de siglo. Y, a partir de entonces, sus recursos naturales de hierro y de carbón le dieron un predominio duradero sobre las otras naciones, y aseguraron definitivamente las bases de su supremacía mundial en el siglo XIX.

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II. - HISTORIA DE INGLATERRA

El grupo británico comprende al Imperio britanico propiamente dicho y a algunas naciones dependientes de él. La primera observación fundamental que hay que hacer acerca de ese grupo es que no constituye una unidad geográfica como lo son más o menos todos los otros grupos. Los Dominios o dependencias británicas están esparcidas por todos los mares. Su único lazo de unión es el Océano. El Imperio británico está basado, por tanto, en la potencia naval. Y en un mundo de rivalidades imperialistas, sólo podrá seguir siendo una unidad si conserva la supremacía marítima.

Inglaterra empezó a convertirse en una potencia mundial con la apertura de las rutas oceánicas, en el siglo XVI... En el curso del siglo siguiente, consiguió asegurarse el monopolio de los transportes comerciales del mundo entero. Estableció factorías comerciales y puertos de escala en todas las partes del mundo. Su objetivo era entonces el de garantizar sus rutas comerciales, sus extensas líneas marítimas a lo largo de las cuales navegaban sus barcos mercantes con sus cargamentos. No tenía ninguna necesidad de extensión territorial: al contrario... En el siglo XVIII numerosos miembros del mundo comercial inglés consideraban que dos diminutas islas de las Pequeñas Antillas eran más importantes que el gran Canadá. Esto derivaba del hecho de que en la época de la navegación a vela, aquellas islas de las Antillas dominaban la gran ruta que iba desde Europa hasta los puertos americanos. Empujados por los vientos alisios, los barcos seguían la ruta del Sudoeste hasta las Antillas y, desde allí, se navegaba a lo largo de la costa, sea hacia el norte, séa hacia el sur. Por ello, Jamaica, las Bermudas y las Barbadas fueron de las primeras entre las posesiones británicas. Y el Cabo de Buena Esperanza, en otra ruta, sólo tenía importancia porque dominaba la ruta de las Indias. Si Inglaterra adquirió, en aquella época, territorios de alguna extensión, fue sobre todo en regiones en las cuales necesitaba puntos de apoyo contra su rival, Francia, como en las Indias y el Canadá, donde, para asegurar su posición, debía tomar posesión de grandes espacios. Con sus colonias norteamericanas -- y éstas, más que colonias propiamente dichas, eran lugares de exilio para ciudadanos indeseables --, muy importantes, ya que Inglaterra obtenía en ellas sus materiales de construcción naval, los territorios hurtados a Francia eran prácticamente las únicas posesiones territoriales de la Gran Bretaña a finales del siglo XIX.

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Sobre aquel conjunto de factorías y puertos de escala se desarrolló, en el siglo XIX, el Imperio británico. De 1800 a 1850, su superficie se triplicó. Y en 1919, después de la gran guerra, se había vuelto a triplicar, alcanziando 13.700.000 millas cuadradas, habitadas por 475 millones de seres humanos, más de la cuarta parte del territorio y de la población mundiales. La base de aquel enorme crecimiento fue el dominio marítimo que dio al hombre el advenimiento de la navegación a vapor. Los Estados Unidos y Rusia son esencialmente Estados de ferrocarril. Pero el Imperio británico de hoy es, según la frase de Wells, un imperio de buques a vapor. Sin embargo, el alejamiento y la gran dispersión de las diversas partes del Imperio provocan una formidable complicación en sus problemas internos, lo mismo sociales que religiosos, políticos o comerciales. Además, apenas puede producirse un acontecimiento en cualquier parte del globo sin que afecte más o menos directamente a algún interés británico. Y la suerte de todo el grupo depende de la potencia naval y de la libertad de los mares. Este es su talón de Aquiles.

En realidad, la potencia dominante del grupo es, todavía hoy, la Gran Bretaña.

Después de la Revolución industrial, Inglaterra no se limitó ya a transportar las mercancías del mundo entero. Pasó a ser el primer vendedor del mundo. Sus navíos transportaron a través de los mares su carbón y sus prsductos manufacturados. No sólo tenía grandes reservas de carbeín, sino que además las tenía ventajosamente situadas muy cerca de la costa. Y esto, antes de la era del transporte terrestre, le confería una gran ventaja sobre los países mineros continentales. El cénit de su potencia se encuentra en el siglo XIX. Entonces, sus capitalistas, seguros de la sólida posesión de sus recursos, de su flota, de su dominio del mar, no reclamaban más que el libre cambio como condición de la universal supremacía británica.

La población de la Gran Bretaña se hallaba concentrada en las regiones mineras e industriales. Y así fue convirtiéndose en más y más dependiente de los países de ultramar para su aprovisionamiento alimenticio. El seis por ciento de la población británica se ocupa en trabajos agrícolas, en tanto que la proporción es del cuarenta por ciento en Francia y del setenta y dos en Rusia. «Los habitantes de las Islas Británicas están encerrados en grandes aglomeraciones. Y su bienestar se elabora con el carbón, el acero, el hierro y la libertad de los mares» 1 (según Bowmann, The New World).

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Según el mismo Bowmann, la clasificación correcta de las diversas partes del Imperio británico es la siguiente:

1.) Los seis «Dominios» de gobierno autónomo: Canadá, Australia, Africa del Sur, Nueva Zelanda, Irlanda y Terranova. Todos son Estados capitalistas. Y sus intereses no son obligadamente idénticos a los de la «madre patria». Excepto en Africa del Sur, los indígenas están en minoría. Capitalistas y asalariados son igualmente blancos.

2.) Las «Posesiones», tales como la India, Sudán, el Este y el Oeste africanos, Mesopotamia. Algunas reciben el nombre de «Protectorados», otras el de «Dependencias», otras el de «Territorios bajo mandato». Inglaterra gobierna en ellas a razas indígenas de diversos grados de civilización. En la India, sin embargo, el proceso de industrialización, está muy avanzado y ha permitido el desarrollo de una clase capitalista independiente. Este grupo es el que constituye el Imperio propiamente dicho 2..

3.) Las «bases navales» y los «enclaves estratégicos», tales como Gibraltar, Aden, Singapur y Hong Kong. A estas partes del grupo británico hay que añadir, aunque no estén políticamente integrados en el Imperio, a ciertos Estados independientes, tales como Portugal y las colonias portuguesas. Y también Argentina. En cuanto a las Indias holandesas, están unidas a la Gran Bretaña por la combinación Royal-Deutsch-Shell, y sus puntos de mando estratégicos son Singapur y Australia, ambos británicos. También Noruega y Dinamarca están estrechamente unidas a Inglaterra por intereses navales, así como por su situación geográfica. Grecia, finalmente, ha servido a los intereses británicos en el Mediterráneo y ha recibido, a cambio, toda clase de tratos de favor.

Los Dominios británicos están ampliamente dispersos. Pero existe una vasta región donde se hallan concentrados los principales intereses británicos: el Océano Indico y la gran ruta que lo une a Europa.

Hace cuatro siglos, el Océano Indico era un lago portugués. Ahora es un lago británico. Las adquisiciones territoriales posteriores a la guerra han formado el círculo de las posesiones británicas alrededor de sus orillas: toda la costa oriental de Africa es ahora británica, excepto en dos regiones, una de las cuales es por-

[227] tuguesa. A continuación viene Aden, centinela a la puerta del Mar Rojo, luego Arabia y el Golfo Pérsico, que conduce a Mesopotamia. Después la India, joya inapreciable entre todas las demás posesiones, Birmania y los Establecimientos de los estrechos, que conducen a Hong Kong y a Indonesia, y finalmente Australia.

He aquí, pues, alrededoir de un océano, a un grupo de territorios que constituiría por sí solo un imperio de primer orden para una potencia industrial, dada su riqueza en materias primas y su poder de absorción de los productos industriales. Las ventajas que representa esta concentración de los intereses británicos son evidentes, tanto desde el punto de vista de la seguridad naval como desde otros puntos de vista. Por otra parte, esta concentración está estimulada por la creciente rivalidad de Norteamérica en las esferas Atlántico y Pacífico. En el Océano Indico, por lo menos, Inglaterra posee un monopolio de hecho. Sin embargo, existe una evidente desventaja: la situación de esos territorios, a miles de millas marinas de Inglaterra, centro industrial y financiero del grupo. El único lazo de unión entre ellos es una larga ruta marítima, cuyo dominio es de vital importancia para Inglaterra.

Esa vía marítima pasa por el Mediterráneo, Suez y el Mar Rojo. Después de cuatro siglos de eclipse, y gracias al desarrollo técnico que permitió al hombre cortar el istmo de Suez, el Mediterráneo vuelve al primer plano del escenario del mundo. Y cualquiera que haya captado, la importancia de aquella ruta comprenderá fácilmente las grandes líneas directrices de la política internacional de Inglaterra. El proyecto alemán de un ferrocarril Berlín-Bagdad amenazaba a aquella ruta. El ferrocarril en cuestión hubiera sido una ruta terrestre destinada a enlazar el Noroeste de Europa con las orillas del Océano Indico. En consecuencia, después de la guerra, el «arreglo» de Europa fue dictado en parte por el deseo de Inglaterra de sustraer un tal proyecto de la esfera de las posibilidades políticas. (De ahí el engrandecimiento de Grecia y la división de Austria y de Turquía en múltiplas pequeños Estados.) El deseo de salvaguardar aquella ruta, tanto como el petróleo de Persia y de Mesopotamia, determina el interés vital de Inglaterra en todas las cuestiones del Cercano Oriente. Directamente o no, los países que se encuentran al borde de aquella ruta deben ser puestos y mantenidos bajo control británico. ¿Quién ocupará Constantinopla? Es una cuestión de interés británico, puesto que Constantinopla es una de las puertas del Mediterráneo y «la ruta británica» pasa por ese mar. Y, sobre todo no hay ni que pensar en una independencia efectiva de Egipto, ya que Egipto domina Suez, llave de la ruta Y si la Gran Bretaña permitiera a

[228] alguna potencia establecerse en Egipto, sería como si los Estados Unidos dejaran establecerse al Japón en una de las orillas del canal de Panamá. En el mundo moderno, los pueblos que aspiran a la independencia tendrían que procurar no vivir en regiones que dominen las grandes rutas comerciales.

III. -- EL MUNDO DESPUÈS DE 1919

Las realidades políticas del mundo de la posguerra no son los Estados nacionales, sino unos grupos de Estados, cada uno de los cuales está dominado por una gran potencia industrial e incluye un número más o menos grando. de colonias o de pequeños Estados vasallos, algunos de ellos independientes «de jure», pero, desde el punto de vista económico, es decir, «de facto», igualmente dependientes de la gran potencia.

Y cada uno de los grandes grupos busca el bastarse a sí mismo, es decir, el asegurarse el disfrute, directo o no:

1.) De cantidades suficientes de todas las materias primas esenciales: carbón, hierro, cobre, petróleo, caucho, algodón, trigo, etcétera.

2.) De «conductos comerciales y de territorios no desarrollados», propicios a la exportación de los capitales.

3.) De las vías marítimas y terrestres necesarias para el transporte y el reparto de las materias primas y de los productos.

Si recordamos que el reparto (del mundo) no ha terminado aún y que existen todavía diversas zones menores, nominalmente independientes, que no se han incorporado definitivamente a uno de los grupos; si recordamos que los límites de cada uno de los grupos no están siempre perfectamente claros y que en sus orillas existe un cierto número de «no man's land», podemos calcular en cinco el número de los grupos. Son los siguientes:

-- el grupo norteamericano;

-- el grupo británico;

-- el grupo extremo-oriental (China y Japón);

-- el grupo ruso;

-- el grupo francés (con la Europa central y el Africa del Norte);

El gobierno real de cada uno de esos grupos de Estados, a excepción de Rusia, es un grupo de capitalistas 3. No es siempre el mismo grupo, pero es en todo momento un grupo de capitalistas que posee influencia sobre todo el mecanismo gubernamental, incluidos los políticos que están nominalmente al frente de los asuntos públicos. Así, cuando hablamos de Washington o del gobierno

[229] de los Estados Unidos, designamos en realidad a la Standard Oil Company, o al grupo Pierpont-Morgan, o a cualquier otra facción de Wall Street que en aquel momento está considerada lo iuficientemente fuerte, o lo suficientemente interesada en una determinada cuestión, como para dictar la política de Norteamérica. Así, cuanríamos decir el «Comité des Forges». En cuanto al gobierno britáríamos decir el «Comité des Forges». En cuanto al gobierno britanico, es, según la época, ora la Royal-Dutsch-Shell, ora los grandes industriales del carbón y del acero, ora las cinco grandes bancas y los financieros.

IV. -- LA RIVALIDAD FRANCO-ALEMANA

La base de la potencia de Alemania estaba en sus grandes reservas de hierro y de carbón. El tratado de paz cedió el hierro a Francia, al menos en su mayor parte. Y el objetivo incesante de la política francesa después de la paz fue el de asegurarse el control del carbón indispensable para el tratamiento del mineral de hierro. Antes de la guerra, las grandes minas de Lorena se hallaban repartidas entre Francia y Alemania. El 75% de la producción de hierro procedía de las minas de Lorena. Ahora son enteramente francesas. «Francia controla ahora el mineral de hierro de mejor rendimiento que hay en Europa o que es utilizado en Europa.»

El hecho capital de la Francia de la posguerra es que su grupo capitalista más poderoso es el grupo de la industria pesada. Tal como han repetido numerosos escritores, la Francia de la anteguerra era por encima de todo una nación de pequeños propietarios agrícolas. Se bastaba prácticamente a sí misma, excepto en lo que se refiere al carbón. De cara al exterior, era una nación prestamista de dinero. En forma de préstamos, derramaba sobre los Gobiernos extranjeros tales como el del Zar los ahorros de sus campesinos y de su pequeña burguesía. Pero, la nueva Francia, al igual que la antigua Alemania, está edificada sobre el cimiento más moderno del hierro y del acero. La política de Francia está hoy dirigida por los industriales del hierro y del acero, por el Comité des Forges y los financieros que están detrás de él. Esos hombres se han apoderado de las riendas del poder. La adquisición de Lorena les proporcionó los medios para ello, y la

[230] necesaria reconstrucción del sistema económico francés después de la conmoción y de la dislocación de la guerra. Su instrumento es el militarismo francés. Y el sentimiento sobre el cual se apoyan para conseguir que el pueblo defienda su principal reivindicación -- el debilitamiento permanente de Alemania -- es la pasión francesa por la «seguridad».

El desarrollo industrial de Francia, en el sentido más moderno, es cosa que data de ayer. Ha sido retardado por la falta de carbón. El desarrollo industrial de Francia dependía de la misma causa que el de Alemania. Empezó en la misma época que el de esta última, a médidados del siglo XIX. Se remonta también, en consecuencia, a la época de la construcción de las primeras vías férreas. Pero, en tanto que Alemania tenía mucho carbón, Francia tenía muy poco. Y, a excepción de los yacimientos del nordeste, cerca de la frontera belga, el poco carbón que tenía Francia estaba repartido en pequeñas minas esparcidas a lo ancho del país.

Aquellas condiciones no permitían el desarrollo de una industria estrechamente agrupada, basada en la utilización intensiva del carbón. Pero determinaron una dispersión de las manufacturas locales, nunca demasiado grandes, especialmente en aquellas industrias que no utilizan más que pequeñas cantidades de combustible. En consecuencia, Francia se convirtió en el mejor ejemplo de país de industria ampliamente dispersa, en tanto que Inglateterra, Alemania y Norteamérica eran países de industria altamente concentrada, agrupada alrededor de las minas de carbón. (Eckel.)

En la parte de Lorena que le fue dejada en 1871, Francia poseía grandes reservas de hierro. Extraía el mineral en cantidades siempre crecientes. Pero, al no disponer de coque para tratarlo, se veía obligada a exportarlo. En 1913, Francia era el país que exportaba más mineral de hierro del mundo. De modo que, en lo que respecta a la industria básica de la época moderna, se encontraba, en relación con Inglaterra, de Norteamérica y de Alemania, en la situación de una simple colonia, de una simple fuente de materias primas.

Pero el tratado de paz de 1919 duplicó las reservas de mineral de hierro de Francia. ¿Iba, pues, a seguir siendo una simple exportadora de materias primas? O por el contrario, sus capitalistas iban a emprender un camino más provechoso, tratando y manufacturando ellos mismos el hierro? La respuesta a esta pregunta dependía por entero de la cantidad de carbón que Francia pudiera controlar. Y este factor fue el que provocó la aparición de una ola de imperialismo sobre el suelo europeo, con el secuestro

[231] de territorios y la explotación -- o al menos la tentativa de explotación -- de sus recursos sin tener en cuenta para nada la voluntad de sus habitantes. El Tratado de Versalles había entregado a Francia las minas de carbón del Sarre. Pero el Sarre no producía más que el 15 % del coque que empleaba Alemania para tratar el mineral de hierro de Lorena. La mayor parte del coque -- casi las dos terceras partes -- utilizado por Alemania procedía del Ruhr. Y he aquí la consideración fundamental que empujó a los industriales franceses del hierro y del acero a apoderarse de aquel territorío. Hacen falta varias toneladas de carbón para tratar una sola tonelada de mineral. Por lo tanto, es más económico llevar el hierro cerca del carbón que viceversa. El hierro de Lorena era casi inútil sin el carbón del Ruhr. Las dos regiones están unidas por numerosos medios de transporte, terrestres y fluviales La frontera política que las separaba era un anacronismo.

Para invadir el Ruhr, Francia dio como excusa el deseo que sentía de presionar a Alemania a fin de inducirla a pagar sus deudas de las «Reparacicones». Pero la ocupación tenía evidentemente necesidad de una base más permanente: de aquí el proyecto de una República renana, Estado-tapón «independiente» que debía incluir a las regiones más altamente industrializadas de Alemania y que en realidad hubiera sido tan independiente de Francia como pueda serlo Panamá de los Estados Unidos. Dueños del mineral de Lorena y del coque del Ruhr, los industriales franceses del hierro y del acero debían aparecer como los verdaderos vencedores de la gran guerra. Pero el plan no pudo ser realizado. Inglaterra y Norteamérica, últimos aliados de Francia, no estaban dispuestos a permitir que una parte tan importante de los despojos de la victoria fuesen a parar a manos de los dueños de la industria pesada francesa. Su intervención se concretó en la imposición a Alemania de un yugo económico conocido por el nombre de plan Dawes y plan Young. Esos planes debían garantizarles, lo mismo que a Francia, el pago de un tributo, lo cual implicaba en cierto modo un estímulo para la industria alemana. A partir de entonces, la política francesa consistió en exigir que Alemania pagara hasta el último gramo de su «libra de carne» y a impedirle de mil modos distintos que se desarrollara libre y plenamente como un Estado independiente.

[232]
Para mantener a Alemania en estado de debilidad, había, entre otras cosas, que rodearla de Estados hostiles y unidos a Francia por lazos económicos y políticos lo más estrechos posible. En la frontera oriental de Alemania se encuentra Polonia, ocupando grandes superficies del territorio alemán de anteguerra. Polonia se convirtió rápidamente en una esfera de influencia francesa. Francia concertó tratados con Checoslovaquia en 1924, con Rumania en 1927 y con Yugoslavia también en 1927. Combatió a sangre y fuego la propuesta de unir Austria a Alemania, y sus financieros, desde entonces, han hecho de Austria un Estado casi vasallo. La barrera alrededor de Alemania quedaba así completa, y una cadena de alianzas aseguraba el dominio de Francia sobre la mayor parte de la Europa central, desde el Báltico hasta el Adriático.

Y J. F. Horrabin añade algo que en aquella época resultaba casi profético:

El Imperio de los mares... Si J. F. Horrabin continuara hoy su razonamiento, llegaría a las siguientes conclusiones:

l.a) El Océano Atlántico y el Pacífico están llamados a desempeñar próximamente, alternativa o conjuntamente, el papel que el Mediterráneo desempeñó hasta el siglo XV.

2.a) Los centros nerviosos de aquel imperio están a punto de desplazarse desde Londres y Tokio (no hay que perder de vista que Japón es la Inglaterra de Extremo Oriente) hacia Washington.

3.a) Norteamérica ha llegado a un estado de desarrollo económico y a un potencial de irradiación tales, que le permiten tomar el relevo de Inglaterra.

4.a) El polo de las reacciones continentales se halla en trance dé no ser ya París, ni Berlín, sino Moscú, y esto es un evidente peligro para Europa.

5.a) El imperio central no es ya europeo, sino indoafricano,
[233] y se constituirá rompiendo las ataduras del colonialismo, cuya época ha periclitado. En unión de China, será objeta de las apetencias de los dos competidores y está llamado a oscilar más o menos parcialmente hacia el uno y el otro. En la actual coyuntura, el movimiento de los pueblos colonizados llegando a las ideas de Estado, de Nación y de Patria, combatido estúpidamente por las metrópolis beneficiarias del colonialismo, inclina peligrosamente a ese imperio central hacía Moscú.

Doble problema, pues: el del imperio central del mundo, y el del imperio central de Europa, la antigua Mittleuropa. Y parece evidente que si queremos solucionar el primero, evitando un tercer conflicto mundial, hay que solucionar previamente, y con toda urgencia, el segundo: Europa.

* * *

Séame permitido ahora citar un texto de otro historiador, el francés Léon Emery, el cual publicó entre las dos guerras las célebres Feuilles libres 4

, periódico pacifista cuyas tesis, aunque basadas en la historia más que en la economía política, coinciden con las de J. F. Horrabin. He aquí lo que dice León Emery en Les Cahiers Libres (núm. del 1 de octubre de 1951), periódico que dírige desde el final de la guerra, como continuación de las Feuilles Libres:

Parece que Europa, desde hace varios siglos, tenga tendencia a definirse mediante una decisión tripartita. En el Oeste, en las orillas atlánticas, tiene que existir una potencia marítima que sirva de enlace con los otros continentes; a su contacto y más al Este, se ve formarse, morir, renacer, un imperio continental que busca su equilibrio desde el Tíber a Flandes, desde el Sena al Elba; finalmente, más al Este aún, aparece un vasto y confuso Estado eurasiático, el cual no forma propiamente parte de Europa, ya que no participa de sus decisivas experiencias culturales e ignora, en sus profundidades, lo esencial de nuestras tradiciones.

La historia, familiar entre todas, de Napoleón I permite en este caso compendiar. Es sabido que Napoleón constituyó un Imperio compuesto donde los Estados satélites, asimilados mediante la conquista, formaban un cinturón alrededor de Francia, y que fue finalmente vencido por la doble resistencia del mar británico y de la estepa rusa. Más cerca de nosotros en el tiempo, el Imperio

[234] bismarckiano, hábilmente construido a base de guerras limitadas, y que se enorgullécía de haber trasladado de París a Berlín el centro de gravedad de Europa, pudo mantenerse e incluso atribuirse un papel de árbitro mientras evitó cuidadosamente chocar con Inglaterra y con Rusia; pero, en el instante en que la Alemania wilhelmiana quiso lanzarse a su vez a la gran aventura de la competencia colonial y naval, hizo resurgir la coalición que había destruido la obra napoleónica y, a su vez, sucumbió. La tentativa de Hitler confiere a la repetición de los acontecimientos un carácteir fatídico realmente alucinante. Su significado histórico procede, en efecto, del hecho de que Hitler quiso apelar contra las decisiones del destino, las cuales se obstinó en explicar, no por causas profundas, sino por la traición y la ineptitud. Quiso realizar un milagro de la voluntad, violentar los hombres, las cosas y el ritmo del tiempo; creó, también él, mediante la intriga, la diplomacia y la conquista, un imperio central que durante algunos meses se extendió desde el Atlántico al Volga. Pero, después de haber jurado que no recaería en los errores de sus antecesores, no pudo evitar el verse cogido y triturado entre las dos mordazas del torno. ¿Estamos asistiendo, acaso, a una tragedia esquiliana?

Las causas profundas a que alude Léon Emery son las que pone de manifiesto J. F. Horrabin.

Y la tragedia esquiliana a que alude en el plano Europa es, en el plano mundial, la de las migraciones humanas y del desplazamiento de los centros de la Civilización. Es el problema eternamente evocado y siempre oscuro de las invasiones que antaño se llevaban a cabo en orden disperso y que ahora se efectúan en orden concertado, partiendo de bases de apoyo -- Estados o grupos de ¡Estados -- sólidamente organizadas y de acuerdo con una técnica minuciosamente elaborada.

Así, arrancado de los senderos batidos por el dios Marte y circunscrito por los dos textos yuxtapuestos de J. F. Horrabin y de Léon Emery, que tan armoniosamente se complementan, el problema de Europa en el siglo XX se reduce a la búsqueda de una estructura económica y de una política de las migraciones humanas susceptible de neutralizar la gran migración eslava hoy, y mañana, tal vez, la gran migración amarilla que se dibuja ya con perfiles amenazadores.

De lo que se infiere que la solución del verdadero problema se sitúa bastante lejos y muy por encima de las mezquinas combinaciones de Versalles, así como de la macabra parodia de justicia de Nuremberg.



NOTAS

1 Hoy podríamos añadir: el petróleo.


2 Desde 1933, fecha en la cual se escribío esto, la India ha conquistados su independencia política.


3 En Rusia es un grupo de burócratas, prefiguración de los «Directores» de J. Burnham.


4 Actualmente edita Les Cahiers Libres en Nimes (Gard), 16, rue Jeanne-d'Arc.


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